Acudir al sureste mexicano cuando un temblor acaba de causar estragos no es nada sencillo; entre réplicas, retenes de seguridad, taxis caros y hostales sospechosos, nuestro cronista se las arregló para sobrevivir. Esta es su historia.
1
Al subir al autobús para la Central del Norte en la Ciudad de México casi no había pasajeros, pero dos comenzaron a hablar entre sí. Uno iba a San Matías y otro a Juchitán para apoyar a su familia por el terremoto. La casa paterna de uno había colapsado y la del otro estaba cuarteada, según se dijeron. Uno era homeópata, con su consultorio en la colonia Chapultepec; el otro no lo mencionó, pero llevó consigo una tarjeta que el primero le extendió para que lo visitara en unos trece días.
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El aterrizaje tuvo que esperar poco más de 25 minutos. La torre de control del Aeropuerto Albino Corzo le indicó al capitán que acaba de suscitarse una nueva réplica y se evaluaban los posibles daños a la pista. El avión descendía entonces, cuando de pronto volvió a elevarse.
290 pesos cobraban todos los taxis para llegar a Tuxtla y, como pasaban de las diez y media, no había otra manera de irse. Parecían monopolizar el pasaje y, aunque el precio no era tan exorbitante, el que no se permitiera la entrada a otros taxis me molestó. Decidí caminar, como ya había hecho en otros sitios donde también decían que era imposible arribar caminando a buen destino. Si no llegaba a la capital, al menos a Chiapa de Corzo o a alguna colonia cercana donde dormir; ya al día siguiente podría desplazarme. Pero la noche se alargó.
Caminé unos 45 minutos sin que la carretera cambiara mucho: grandes farolas a los lados, plantas y árboles y, en derredor del camino, una obscuridad total, sólo rota por algún relámpago en la lejanía, que entonces dibujaba una montaña. Hacía calor y tuve que quitarme el suéter. A diferencia de los taxis y autos de lujo que en su mayoría pasaban a mi lado a lo que supongo eran más de 100 kilómetros por hora, una camioneta negra se orilló unos metros adelante. Comenzó a retroceder y mientras mandaba un mensaje por WhatsApp metí el teléfono en la mochila.
El hombre preguntó el motivo para caminar a esa hora. No estaba dispuesto a pagar un taxi de 290 pesos. ¿No traes nada ilegal, seguro que no caminas porque estás escondiendo algo? Negué. No me creía. Volví a negar. Subí en la parte trasera luego que cedió mientras los dos niños que acompañaban al hombre no dejaban de mirarme. Frenó un par de kilómetros después. Te estoy llevando de amigos, si traes algo ilegal, dime, aquí adelante está la aduana, si traes algo y te lo hallan mientras te llevo me vas a meter en un problema. Me identifiqué, le expliqué al señor que iba a Tapachula, pero que primero debía llegar a Tuxtla para tomar un camión, ya al día siguiente.
Unos metros más adelante, kilómetros, quiero decir, ante las luces del retén de la policía, el hombre se detuvo y me pidió que me bajara. Bajé de la camioneta. Arrancó. No le di las gracias pero debí haberlo hecho porque me ahorró una distancia que de otro modo habría sido imposible recorrer. Apenas un poco adelante del punto en el que me había subido el camino se ponía obscuro y las farolas desaparecían. Por la cercanía del retén no tenía ya miedo de tener que dormir a la intemperie, algo habría en las proximidades. Me acerqué a uno de los policías y le pregunté si Chiapa de Corzo estaba lejos. Como a 17 kilómetros, dijo uno. El otro me comentó que la carretera, a partir de ahí, era peligrosa y que estaba loco si pretendía caminar los siete kilómetros hasta la desviación a Chiapa de Corzo.
Espera un taxi, te puede llevar a Chiapa de Corzo o a Tuxtla. El otro se ofreció a detener uno de los taxis de Chiapa de Corzo que pasara por ahí. Me cobraría unos 100 pesos, dijeron. Fueron apenas unos diez minutos los que debieron haber pasado cuando iba ya en un taxi, platicando con el conductor, que me decía que me había visto caminando por la carretera. Debe haber pensado que eras indocumentado, me dijo cuando le conté el incidente del hombre de la camioneta negra. Poco después de pasar la desviación el taxista se paró, tres muchachos que salían de una cervecera le habían hecho la parada. Iban a algunas colonias ahí cerca. Cuando bajaron, uno me preguntó de dónde era. De Morelia. Ahí son Monarcas, dijo, mariposas. Aquí somos jaguares, rugimos. A mí el futbol mexicano poco me importa pero era un juego lo que planteaba con sus palabras de burla y había que responderle. Mariposas, pero en primera división, le contesté.
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Unos días antes había llamado a un hotel en Tuxtla para preguntar si podía llegar poco después de la medianoche. Acaso a la una de la mañana. Ya sabía que un vuelo se atrasa, que hay que caminar, que uno puede perderse, que hay mil detalles que no se pueden controlar. Y en el hotel habían dicho que me esperarían. Nadie abrió cuando en repetidas ocasiones llamé a la puerta y telefoneé a la recepción. Solamente un muchacho acudió al llamado. Era un huésped. Era de Tijuana. Era muy amable. Buscó al señor y a la señora dueños del lugar pero no los encontró. Me pidió mi celular por si algo ocurría en lo que iba a cenar.
Regresé una media hora más tarde. Cuando toqué, la voz desde adentro me repitió que no había nadie y le dije que tomaría un taxi e iría a un hostal. Busqué en una página y hallé uno que tenía recepción las 24 horas. Telefoneé antes para no ir en balde.
El recepcionista era tan amable como el tijuanense. Me estaba indicando cómo había sido el temblor de 8.2 grados cuando la alarma sísmica comenzó a sonar: estaba temblando mientras me registraba, pero eran escasos cuatro grados. Iban más de 200 réplicas, según me dijo Carlos, pero eso no me impidió dormir. Llegar a ese hostal se había prolongado más que el propio vuelo. La habitación estaba vacía, y Carlos dijo que en caso de que hubiera un terremoto más fuerte tendría que despertarme. No ocurrió, sin embargo.
Y salvo las anécdotas de algunas personas que estaban en Tuxtla en el momento del temblor, nada más relevante pasó en esa ciudad semejante a Lázaro Cárdenas -sólo que sin zona industrial y sin playa-, con excepción de que en las tlayudas cobraron el doble de lo que se leía en el letrero y de la charla con ese catalán que dijo ser aficionado del Real Madrid, y que se le había partido el corazón al ver a unos niños en San Cristóbal de las Casas trabajando. Por qué los niños -se preguntaba- tienen que trabajar.
2
Hacia Tapachula -“el lugar del agua” anegada en náhuatl- el clima fue cambiando. Se pasó del calor al frío unas siete horas, que fue lo que duró el trayecto. Alguien dijo que eran cuatro y media o cinco, pero que una parte de la carretera estaba cerrada por los estropicios del temblor y, no obstante, al igual que en Tuxtla, en la ciudad fronteriza no había rasgos de que hubiera pasado nada. Y hacía calor nuevamente, pese a haber atravesado montañas.
De la central a la casa del anfitrión -en esa red social en la que se renta el cuarto de alguien que viva en el sitio al que se va- fueron unos 30 minutos de camino sin mayores contratiempos, salvo por la lluvia, aunque esta vez no hubo traspiés tan pronunciados. Con todo, a eso de la medianoche volvió a temblar. Rubén dijo que había estado a punto de sacar a su madre de la casa y que algunos familiares ya se alistaban a salir cuando el movimiento cesó.
Por la mañana, a eso de las diez, en el Colegio de la Frontera Sur, mientras los especialistas hablaban de la migración en Centroamérica, el proyector en la sala comenzó a sacudirse y algunos de los que contemplaban las exposiciones se preguntaron si era momento de huir. Nadie, sin embargo, abandonó el recinto. Iban más de 400 réplicas del sismo de 8.2. Se había hablado de que hondureños, salvadoreños, guatemaltecos y otros centroamericanos llegaron a Tapachula después de que el Huracán Mitch azotó en 1998 la región, quienes contra la creencia extendida de Estados Unidos como su último destino y su tránsito por México, permanecían en su mayor parte en Chiapas, pues sólo querían volver a empezar su vida. Santiago habló también de que a pesar de que las personas tenían más cinco o diez años, el Estado mexicano se negaba a proveerles de actas de nacimiento o de normalizar su estatus migratorio, lo que cuando finalmente ocurrió hace años no significó que se les abrieran las puertas de la escuela o que consiguieran empleos legales; todo lo contrario: la gente seguían considerándolos ajenos y, aunque ya habían hecho una vida en Chiapas, se negaba a reconocerlos como ciudadanos.
Paola se refirió a la prostitución en Tapachula, Christian a la lucha del pueblo mam porque se reconozca su autoridad basada en usos y costumbres; Alisa dio parte de los resultados de un estudio sobre la migración de El Salvador a México de una manera tan pormenorizada que incluso detallaba las causas de salida, puntos de cruce y posteriores destinos de los entrevistados; Enrique delineó todo un sistema para que se tome en cuenta si la movilidad forzada se debe a violencia social, exilio político, motivos económicos y si el regreso al país de origen no es ya una especie de segundo éxodo, concluyendo quienes emigran se mueven al espacio más próximo; Salvador aludió a un fenómeno curioso en el que una colonia de más de 20 mil hondureños se ha movido en los últimos quince años a Girona, una ciudad de Cataluña, en busca de mejores condiciones y siempre ingresando a España de manera legal, haciendo como que van de vacaciones y quedándose ya a vivir; en tanto que Ernesto habló de cuatro mujeres trans de Honduras, El Salvador y Guatemala que cruzaron la frontera para vivir en Tapachula y trabajar en la prostitución, así como de los lugares que frecuentaban y la violencia que la sociedad y el Estado ejercían contra ellas, sin olvidar que planteó el cuerpo como el primer territorio más allá de los países, con lo que habló de una reterritorialización de los cuerpos de dichas mujeres y una desterritorialización a causa de no reconocerlas como personas y remitirlas a un espacio clandestino, oculto.
En una comida que ofrecieron Nayar y Enrique, uno de la UNAM, el otro del Colegio de la Frontera Sur, con un ambiente mucho más distentido, cada uno de los ponentes bromeaba con el tema de lo que había expuesto. Por poner un ejemplo, por la rapidez con que conducía uno de ellos se le preguntaba si no pondría alguna clase de servicio de transporte para ayudar a los migrantes centroamericanos a cruzar, pues así llegarían más rápidamente. Francisco, que había hablado el día previo, comentó que de las instalaciones del centro de estudios la frontera estaba ya a quince minutos y señaló que por eso Tapachula era tan peculiar, que la próxima vez habría que ir. Esa peculiaridad la mostró ya por la tarde Ernesto, aunque Paola -que es antropóloga- conocía ya bien la ciudad por haber hecho ahí sus investigaciones sobre la prostitución y los riesgos a que se exponían las mujeres. Paseando por la Catedral y la plaza, ambos hablaron de dónde hacían sus entrevistas para sus trabajos y la reticencia o no que había para ellas.
3
A San Cristóbal llegué a las cinco y media de la mañana, pues el autobús había tardado menos de lo que había pensado. Saliendo a las diez de la noche había hecho siete horas y media y no las ocho o nueve que me imaginaba, aunque Francisco había explicado que de los dos caminos -el de la pista y el de la montaña- sería el primero el elegido porque el segundo estaba cerrado por las afectaciones del temblor. Y no había errado, las nueve horas se hacían por la montaña y yo esperaba que por ahí se fuera el autobús para poder dormir más, porque a eso de las once y media de la noche, cuando prácticamente había logrado conciliar el sueño, los soldados nos hicieron bajar del vehículo con nuestras maletas para -al parecer en Huixtla- pasarlas por una banda para ver que no trajéramos nada ilegal.
A mí me sorprendía que el Ejército hiciera eso, a esa hora, de esa manera, y le pregunté a otro pasajero si aquello era normal. Sólo me miró a los ojos, pero fue otro quien contestó: Lo hacemos todo el tiempo al salir de Tapachula, ya estamos acostumbrados, es normal. Después, el autobús fue parando en Tonalá, Arriaga y Tuxtla Gutiérrez, y fue difícil volver a dormir. Compré un arroz con leche y me quedé en la estación más de hora y media hasta que amaneció. Cedric, un francés que vivía en Guatemala y quería poner un negocio de venta de café, me indicó que el camino más rápido al Centro de San Cristóbal era dar vuelta a la derecha y seguir de frente. Le hice caso pero la aplicación del teléfono me decía que el hostal elegido -Casa Caracol- estaba en otra dirección: no a la derecha sino hacia atrás de la central, en el denominado Barrio de Mexicanos. La aplicación decía también que había camas y habitaciones, pero una vez que pregunté le encargada me respondió que no había sitio, aunque antes me había mostrado las instalaciones, explicando en qué consistía cada lugar, en uno de los cuales un muchacho barbón y pálido me preguntó cuándo llegué al hostal. En este momento, le respondí, voy llegando, sin saber que no me quedaría.
Están enojados, me dijo la encargada, lo siento. Sólo le pedí que me dejara entrar el baño. Era cierto, el dueño había entrado como una tromba por la puerta y no había ni dado el saludo, sólo le había hecho un gesto a la chica para que no aceptara más inquilinos. Me dio igual. Eran apenas las ocho de la mañana y, a diferencia de Tuxtla y Tapachula, había más de 50 hostales y según me habían comentado era temporada baja. En esas iba, dos cuadras adelante, cuando el muchacho pálido se me acercó: que ya había lugar y que me aceptaban. No estoy interesado, le contesté, gracias. Es que te están hablando del hostal, dijo. Gracias, pero voy a buscar otro. Que regreses, por favor, quieren hablar contigo. ¿Para qué precisamente? ¿Vas a ir o no? Ya va a venir la policía. No, no voy a ir, a mí qué me importa la policía. Entonces hizo como que se arremangaba una parte de esa especie de pijama que traía puesta. ¿Vas a ir por las buenas? ¿Perdón? Mejor explícame qué quieres. Hubo un problema en el hostal y quieren platicar contigo. ¿Y yo qué tengo que ver, si voy llegando? Tranquílizate, hombre, vamos, le dije mientras lo tocaba del hombro. No me toques. Cálmate. No me vuelvas a tocar, no me gusta que me toquen, aquí todos se abrazan y se tocan y no me gusta, dijo. Eso me hizo enojar. Lo vi dispuesto a hacer una tontería. Vamos, te acompaño.
Apenas entrar, apareció el dueño con un niño en brazos y con la encargada detrás de él. El asunto es que le robaron el pasaporte, dinero y sus pertenencias; él es de Chile y quería ver si no te habías llevado tú las cosas. Ajá. Y qué quieren hacer, ¿revisar? Sí, que abras la mochila para ver que todo esté bien. Lo siento, dijo el propietario, llegaste en un mal momento. ¿Si sabes que esto que estás haciendo es ilegal, verdad, y que también puede ser un mal momento para ti?, le dije en tono amenazador. El dueño dejó al niño en el suelo y respondió: yo no tengo nada qué ver, yo no quiero hacer esto, este es un asunto entre ustedes, entre particulares. Tú eres el dueño del hostal, tú me llamaste, le dije. El chileno se encogió de hombros, al igual que el propietario. ¿Quieres revisar? Abre la mochila, le dije a él. No, no, ábrela tú, yo solamente veo. Que la abras, ya me hiciste venir por esto, abre la mochila. Y ahora resultaba que me pedía que yo la abriera. Ábrela porque no voy a hacerlo yo y no voy a estar perdiendo más tiempo. El dueño, que había desaparecido de pronto, resurgía en el quicio de la puerta y comentaba que si todo salía bien me daría una noche gratis, pero ya en mi cabeza imaginaba que por la noche me robaban la computadora y el dinero. Si a un fulano de otro país podían robarle sus pertenencias y el pasaporte no era muy buena idea quedarse ahí. Tímidamente, el chileno auscultó la maleta y dio las gracias, pero para entonces, al pensar que había perdido todo, no tuve ya las ganas iniciales de echarle en cara sus amenazas. Se veía desmoralizado.
Solamente salí y caminé a buscar más hostales, y en los siguientes dos que me crucé me dijeron que no había sitio, hasta que de repente me hallé en la plaza principal de San Cristóbal, lo que me dio la impresión de esas ciudades marroquíes circulares en las que por más que el viajero dice querer perderse en la lejanía vuelve a aparecer en el centro de la urbe, caso de Fes. ¿Por qué si había tomado otro rumbo distinto al que me propuso Cedric estaba en la plaza? Me senté y dieron las nueve de la mañana. Busqué en el celular un hostal libre. Había uno cerca, a escasas cinco cuadras. Luego de comerme la torta que había comprado para cenar, pero que hizo las veces de desayuno, volví a caminar, pero antes de llegar al domicilio en la esquina encontré un hostal que no aparecía en las aplicaciones. Estaba completamente solo, o al menos así lo veía yo. Era más económico incluso que los demás y la señora que trabajaba en la recepción -una mujer tzotzil- me pareció la encarnación de la tranquilidad. Ya no llegué al otro sitio, aunque mientras me registraba la alarma sísmica volvió a escucharse. Es otra réplica, dijo ella, ya van más de mil.