Jair
Jair llegó a su casa y de nuevo su padrastro estaba allí puteando a su mamá
con un fervor poético. Jamás había tenido la opción de ver otra imagen, inclusive, en las navidades, nunca conoció otro intercambio más que el de golpes. Se sentía triste, pero, aun con todo eso, había algo que le daba motivos para volver a su casa cada día: su disco de Queen. Disfrutaba cada palabra de You´re My Best Friend, imaginando que en esta vida sí tenía amigos.
Amistad era un término que nunca comprendió. Él no tenía amigos, tenía a su manada. Y es que eso es lo que se necesitaba para sobrevivir en la jungla de nombre Secundaria. Estaba convencido de que era así. Mientras en su casa llovían ceniceros, botellas y platos, se dio cuenta de que extrañaba a su papá. Ojalá nunca lo hubiese atropellado ese camión de refrescos.
Su padrastro empezó a hablar: “¡Todavía que te saqué a ti a tu puto hijo de la miseria, pendeja!” le reclamó a la madre de Jair. El adolescente subió el volumen del compac disc y apretó los auriculares de espuma naranja. Cerró los ojos. Solo quería dormir y soñar que ayudaba a Asterix y a Obelix en algunas batallas contra los romanos. Deseó que el día siguiente fuera mejor. Que se hiciera de más comics.
Mara
“No te cases, no seas babosa”,
le decía a Mara su madre. Ejemplos los tenía a la mano: su tía Lolis, la hermana mayor de Mara y hasta ella misma se ponía de ejemplo para advertirle a su hija sobre las atrocidades que son capaces de hacer los hombres. El padre de Mara los había abandonado, patrón que se repetiría con su hermana. En cuanto a su tía Lolis, su esposo la dejó cuando a ella le detectaron una mortal enfermedad.
A Mara no le importaba para nada lo que su madre tenía que decirle. Ella ya tenía una opinión bastante formada sobre sus gustos. A los catorce años ya había decidido que ningún hombre le interesaba, al contrario, su amiga Lilí le atraía de una forma desmedida. No había día en que no jugaran Basta sin que ella viera sus labios cubiertos de Gloss, los ojos grandes y claros, sus juveniles tetas que se desarrollaron mucho antes que a las demás niñas. A Mara le gustaba Lilí, pero ni hablar de confesárselo a alguien. Qué pensaría su madre, su hermana o su tía Lolis. Sí, los hombres eran terribles, pensaba, pero más terrible era la perversión de la que era susceptible Mara. Tal vez culparían a la maestra Esther, claro, una mujer soltera de más de treinta años, seguro harían una manifestación… seguro la correrían y Mara se destrozaría: también la maestra Esther le gustaba.
José Luis
“Ser gordo no es mi culpa”,
se decía una y otra vez José Luis. Tal vez en verdad no era su culpa, quizá tenía un problema en la tiroides, escuchó que a Ronaldo le pasó lo mismo. No. No estaba enfermo de la tiroides ni tenía huesos anchos como decía su madre para consolarlo, misma que también tenía sobrepeso. Era su gusto por chocolates Buba el culpable, eso sí.
La visita al nutriólogo lo asustó. No quería que le amputaran la pierna como a su madre por culpa de la diabetes. No quería sufrir, no quería que Mara lo ignorase más. Tal vez Jair tenía razón y Mara no lo pelaba por ser gordo. No quería saber nada, pero mientras más se ponía triste, más se le antojaban unas papas, quizá unos chicharrones.
José Luis no le veía sentido a ir a la escuela. Si no fuera por Mara no iría. Él solo quería crecer y tal vez, ya grande, poner una taquería. Escuchó los gritos ahogados de su tía para que bajara a comer, esa vez hicieron tacos dorados.
El profesor
“¿Qué importa mi nombre?”,
se preguntó el profesor. La respuesta era muy sencilla: su nombre no importaba nada. Era un profesor y ya. De chico su habilidad para la lectura lo distinguía, de adolescente su capacidad de construir historias era vertiginosa. De adulto llegó la sequía y nada fue capaz de escribir. Se cuestionó miles de veces cómo era posible que hubiese gente que todo lo que escribía le salía bien. “Hasta la lista del mandado escriben bonito, cabrones”, pensaba. Pero nada de eso importaba. No importaba ni su nombre, ni su edad, ni su historia, ni que a causa de enfermedades perdiera a su esposa, a su hija. No importaba nada que tuviese que ver con sus emociones, no le pagaban para eso. Él era un profesor.
Hugo
Se miró en el espejo y notó que le había crecido un poco más el bigote.
En realidad no era bigote, sino apenas una mancha de bozo. Después se acostó, miró al techo y puso sus manos en la nuca. Se perdió en pensamientos. Sabía que no tenía futuro. Reprobó un año en la escuela por culpa del “pendejo” profesor de química.
Hay algo que le pesaba sobre todas las cosas: no había tenido sexo y eso lo avergonzaba. Había escuchado a muchos ufanarse, igual que él, de haber tenido relaciones con todas las mujeres de la secundaria, cosa que, en todos los casos, era mentira. Hugo, quería entrar a ese mundo. Estaba dispuesto a todo. Pero el papá de Clara ya le había advertido –a punta de madrazos- que no se acercara más a su hija. El chico lo entendió, sabía que fue un error colarse en el cuarto de Clara mientras ella dormía, quitarse el pantalón y restregarle el miembro en la cara. Hasta reconocía que el papá de Clara se quedó corto.
Sus misiones frustradas para descubrirse sexualmente –que hasta entonces solo se habían limitado a la masturbación- lo desesperaron. Después recordó el plan y se tranquilizó. Al día siguiente le pagarían a su padre el salario. Sabía que su progenitor dormía todos los días a las cuatro de la tarde. En ese momento le sacaría el dinero y saldría de casa. Su madre no preguntaría. Nunca lo hace y él podría pagarle a la mamá de Chicho por algún servicio.
Chicho
Chicho se alegró cuando a su padre se lo madreó Tomas.
Tomás era su cuñado, pareja de su hermana Indra. Se alegró porque le avergonzaba mucho que le dijeran “hijo de puta” y tuvieran razón. Es más, sabía que a esos niños les faltaba el adjetivo. Bien podrían decirle “hijo de puta barata” y no se habrían equivocado. Él no lo decidió, pero se sentía culpable. Era consciente de que estaban mal las acciones de su padre al vender a su madre por dinero para una “caguamita”. Su tristeza volvió cuando se enteró de que ahora el que recibía el dinero era Tomás. Algunos decían que, mientras Chicho estaba en la escuela, Tomás se paseaba por la plaza abrazando a su hermana y a su madre, que después las dejaba en esquinas distintas y él sólo rondaba para ver que todo estuviese bajo control. De nuevo, aun a sabiendas de que él no tenía la culpa, Chicho se sintió mal. Quería acabar con todo eso, pero no sabía cómo.
Lalo
A su padre le gustaba beber.
No veía lo demoledor en esas palabras y menos en la excusa “soy bebedor social”. No entendía cómo algo tan inocente se materializaba en situaciones tan aplastantes. A su padre no le gustaba beber, le encantaba beber y pelear y a veces, cuando le queda energía, también le encantaba tomar a Lalo como si fuera saco de box. Lalo sintió un retortijón en la panza, le dolían los brazos, las piernas y la cara. Tenía moreteado el torso. Siempre escuchó que su padre bebía para aliviar el dolor. Él también merecía tomar, también sentía dolor. Fue a la vitrina de madera y agarró un mezcal del no tan barato. Tomó un trago. Le supo a lumbre. Sintió náuseas. Escuchó que alguien abrió la puerta. No sabía a dónde ir, no quería dejar el mezcal en su lugar, pero en la casa solo había dos habitaciones, en una estaba su madre y en la otra sus tres hermanos. Se decidió por correr hasta donde tenía su mochila y guardó el mezcal. Se lo terminaría al día siguiente, en la escuela.
Giovanni
Cuando Giovanni llegó de la escuela, su madre le dio un gran abrazo,
le apretó los cachetes y le dio un tronador beso en la frente. A él no le gustaba eso, le parecía infantil. Su padre llegó de la oficina, se aflojó la corbata roja y se sentó en el comedor. Matilde, la criada, había preparado una lasaña exquisita con ensalada.
Giovanni estaba sentado en el sillón de vinil blanco frente al televisor de cincuenta pulgadas viendo cómo Ash Williams puteaba zombis con una sierra que tenía por mano. Su madre lo llamó para comer, pero Giovanni no obedeció. Su padre alzó la voz y el chico supo que ese llamado era irremediable: tenía que acudir. Molesto, se acomodó en la mesa y no respondió a la pregunta de su madre “¿Cómo te fue en la escuela?” solo frunció el ceño y devoró la lasaña. “Gio, te hicieron una pregunta” repitió su padre. En esta ocasión Giovanni respondió con un seco “bien” y luego siguió luchando para que su Brackets le permitieran comer.
Papá lo tomó del hombro. Tenía un aviso importante: “lo siento, campeón, pero no podremos ir de caza esta semana”. Giovanni se desesperó y subió a su cuarto. Encendió el Xbox y jugó Call of Duty. Ya estaba aburrido de Medalla de Honor. Estaba molesto por lo que le dijo su papá. Y también estaba molesto de que todos los días fuera lo mismo, de tener que mentirle a su madre y decir que todo estaba bien. Se sentía hastiado de la escuela, de que Lilí no lo quisiera, de que nadie le hablase, de que Jair le robara los comics de Asterix y Obelix que le compró su papá, de los sapes en la nuca que le daba Mara, de que José Luis le quitara, de forma amable, su lunch. Estaba harto también de Lalo, porque era bueno para el futbol, de Chicho porque era bueno para el “trompo”, de Hugo y sus mil historias falsas de sexo. Estaba hasta la madre de no entender las materias y que los maestros lo fuesen a reprobar. De tener que ir a trabajo social y de que, una vez a la semana, su madre lo llevara a un psicólogo para que expresase sus emociones. Caminó al estudio de papá, ellos seguían en el comedor hablando de “qué malcriado es Gio”, tomó, del gabinete de armas de su padre, el revólver Magnum. Le colocó ocho balas, una por cada detestable alma que lo atormentaba… incluyendo la suya. Se detuvo un momento para contemplar la cabeza de venado que había arriba del asiento de cuero, se lamentó de que nunca podría cazar un venado igual. Lloró. Volvió a su cuarto y se recostó en el edredón rojo de Cars. Tomó el control del Xbox y continuó con la partida de Call of Duty.
Por fin, en dos años de escuela, ansiaba regresar a clases.