Por Raúl Mejía
Luego de una guardia de horas emprendida por John Sutcliffe y Jaraed Borgetti, por fin lograron atrapar a Su Alteza Serenísima Juan Carlos Osorio cuando iba por pan a la esquina. Resignado, el sabio colombiano aceptó la clásica entrevista banquetera. El tema era obvio porque la hazaña del domingo no la terminamos de asimilar y nos encanta refocilarnos en el pasado.
Antes de pasar al asunto de tan distinguido personaje, debo hacer dos o tres confesiones a través de un marco de referencia. De entrada ahí les dejo la esencial: soy un miserable villamelón en materia futbolística. La ciencia del fucho -aunque no lo crean- me parecía medianamente entendible cuando la ontología al uso se basaba en la aritmética simple. Cuando escuchaba a un entrenador graznar algo como “vamos a jugar un 4-2-4” me quedaba meridianamente clara la formación: cuatro defensas, dos medios y cuatro delanteros (un esquema suicida ya superado). Hasta ahí todo bien.
Las cosas empezaron a complicarse cuando -aproximadamente unos 1,974 años después de Cristo- apareció un genio chileno de la media cancha llamado Carlos Reinoso, a quien José Antonio Roca le otorgó un rol revolucionario en el América. Carlos no solo era un intelectual de la media cancha, no. Ni madres. Eso era poco y fue elevado a la categoría de Táctico, con mayúsculas. Era el dueño del balón, de las canicas, del reglamento y el tibiritabara más crema de Coapa. Tooodos dependían de él y del humor que se cargara el día del partido. Hasta la fecha, Reynoso tiene el grado de Maestro (obtenido con puro sudor e ideas) y varias universidades quieren darle un Honoris Causa.
Por esa etapa histórica y en Alemania para mayores señas, apareció una banda anaranjada comandada por Johan Cruyff (ese nombre ya resulta más cercano a la sensibilidad postmoderna). Luego de ese sujetoide, el futbol dejó de ser un asunto entendible por personas con cinco años de escolaridad (aunque la idea de que todos somos directores técnicos se potenció hasta el delirio).
La Marca Registrada de esa ola mecánica se conoció con el modesto nombre de Futbol Total, con reminiscencias telúricas sin pasar por el parto de los montes. En otras palabras, en el aporte holandés de 1974 y 1978 con Rinus Michels, Cruyff, Van Basten, Neskens y esos malandros, está la fuente de donde mana generoso el néctar del futbol actual. Es la raíz de conceptualizaciones y praxis tan abigarradas y estéticamente sublimes como las que desarrollan el Barsa, Manchester, Real Madrid… y todos los clubes y selecciones del globo en la medida en que les resulta posible; en esto incluyo a México, por supuesto.
Hoy, amigos míos, yo finjo que sé de futbol, pero la neta es que -como muchos, excepto estudiosos como Mau Lira o El Licenciado Munguía- nunca he sabido qué carajos es un “falso 9” ni “un medio de contención retrasado” (sí sé que es un “carrilero”, pero creo ya se extinguieron). Si ya era angustiante no saber distinguir entre las fake news, la postverdad, un meme y un hecho aristotélicamente comprobado, empezar a dudar si un nueve es auténtico o no, me hizo replantearme si acaso la moral aún tenía cabida en el mundo real. Me imagino preguntando en la cancha algo como “dime si eres un siete falso o sincero, porque no soportaría otra decepción”… aunque la falsedad, según mis fuentes, sólo es patrimonio de los nueves.
En esas andaba (yo) cuando apareció Su Majestad Juan Carlos Osorio, quien por casi cuatro años nos hizo creer que no tenía ni puta idea de lo que es ser entrenador y puras penas nos causó. Yo mantuve cierta mesura no porque le tuviera respeto a Osorio (aún no le hablaba de usted) sino porque soy un devoto de los procesos completos: cuando se contrata a alguien, se le debe dar la confianza y esperar hasta el resultado final.
Pero luego del domingo pasado contra Alemania, Osorio Nuestro Señor se convirtió en un Habermas, un Deleuze, un Juan Camaney de la pelota. Un oráculo. Todas sus palabras se atendían como si fuera una encíclica del Peje a sus Brownies… pero vuelvo al tema.
Si ya me quedaba claro que el futbol en sus vertientes conceptuales me había rebasado, hoy, cuando El Señor Osorio excretaba sus sagradas palabras en la entrevista banquetera lo supe y asumí con estoicismo: soy un ser periclitado. Cuando Borgetti le preguntó cómo había diseñado el esquema de juego contra las hordas salvajes (pero disciplinadas) germánicas, me quedé con cara de “Ay, No Mames”.
¿Por qué? -se preguntarán algunos.
Simple: no le entendí nada, pero lo que se llama nada. Dijo algo así y no me pidan ser fiel: “usamos un rombo alargado que se desplazó a la zona 18 con posibilidades de incorporar a Vela desde el área 45 con dirección a la posición de enganche pero tirando hacia el norte cargado a la derecha para que Kroos no pudiera avanzar…”
Yo me dije “no pus lo que sea de cada quien sí está cabrón”.
Es más: ni Borgetti le entendió, me cae. Le pidió que se lo explicará con palitos y bolitas y el PhD Osorio, como todo Premio Nobel en ciernes, condescendió a ser sencillo con el nativo del altiplano, pero, al menos yo, me quedé ahogado en las profundidades abisales del charco de la esquina de mi casa.
Eso explica nuestro triunfo: es tan mareador el choro que hasta los alemanes se rindieron. A mí, villamelón irredento, me basta con ver los despliegues, los trazos, los goles, la defensa rigurosa y el triunfo de México contra Corea y luego frente a Suecia… si eso no ocurre quedará claro que Osorio es un pinche charlatán, algo que todos sabíamos.