Desde el comienzo de Rusia 2018, hemos publicado un intercambio de cartas entre el mexicano Adrián González Camargo y el argentino Roberto Jáuregui. Sus esperanzas mundialistas han sido derribadas, pero su amistad no la destruye ni el mejor delantero del mundo.
Querido Adrián:
Sigo en Lima, aunque ya debería haber avanzado un poco más en mi derrotero. No me molesta en absoluto porque Lima es una ciudad preciosa y recorrer sus calles es un placer que no se agota por más que uno repita, incluso, los mismos caminos (cosa que ya sabes que evito de manera tajante; pero eso no siempre puede hacerse y a eso me refiero a que Lima, al menos, tiene esa cualidad de no aburrir nunca). Lo que sí me molesta es que me veo obligado a seguir aquí por un mero tecnisismo. ¿Te has fijado cómo las empresas hacen todo lo posible y te brindan todas las posibilidades para que compres y pagues y ninguna facilidad cuando quieres presentar una queja o cuando tienes todo el derecho a un reclamo? No importa si la razón está de tu lado, te jodes, hermano, ya pagaste, sigue tu camino. Por eso mismo las empresas ahora «arreglan» todo por teléfono.
Han encontrado en ese medio el camino ideal para no solucionar nada. Mi hermano dice que ese tipo de sistemas está hecho a propósito para volver loca a la gente y con el paso del tiempo le doy la razón. Es absolutamente insano, ridículo y, sobre todo, inútil; pero cuando uno se da cuenta de que ellos siempre ganan, entiende que el sistema no es inútil, sólo es que nos toca el lado erróneo de la línea.
Ayer, caminando por Miraflores, me acordé de vos y de aquel schadenfreude chileno del que te comenté hace poco. Ese placer malsano al ver perder a todos los equipos latinos. A medida que pasaba por los diversos locales donde la gente miraba los partidos de la fecha (locales, sobre todo de gastronomía, aunque no exclusivamente), no pude menos que sonreír al notar que esta vez fui yo el que se alegró de no ver a Brasil en esos partidos. Lo sé, y lo siento (no tanto, vamos; sólo un poco); pero al menos lo mío —y espero que esto valga como un justificativo, el cual sin duda necesito— no es una conducta normativa, sino sólo una excepción momentánea y, sobre todo, impulsada por un deseo de justicia, si es que este término puede aplicarse a algo tan trivial como al fútbol. ¿Qué hacemos ahora, a quien le vamos?
Podríamos decir que a nadie, que ya no importa y podríamos dejar de ver el resto de los partidos en este mismo momento; pero sé que ni vos ni yo va a hacerlo; tal como lo establecimos al principio de este cruce de cartas dispersas, el fútbol importa poco y, por eso mismo, podemos seguir dándole el lugar que se merece en nuestro diálogo. Voy a ser poco original: quiero una final Croacia – Bélgica, apostando por estos últimos para ganar el campeonato. Digo que voy a ser poco original porque sólo quiero que gane alguien que no tenga ningún campeonato en su haber, eso es todo. ¿Por qué será que la mayor parte de las personas, en los casos donde no hay un representante propio, siempre le va al más débil? ¿Estará eso en nuestros genes o será una cuestión cultural (lo cual no deja de ser otra cuestión cuasi genética, tal como estableció Richard Dawkins)? Como sea, le voy a Bélgica y sé que estoy yendo a perdedor, pero qué va; sorpresas hubo en este Mundial y podemos esperar, al menos, una más.
Ahora entro en tu última carta, de la cual adrede no dije nada hasta ahora, ya que quiero extenderme un poco sobre el tema que tratas (no mucho, lo prometo, pero el tema amerita su extensión propia). «La estupidez humana» Nada más y nada menos que eso. Estoy tentado a dejar las cosas aquí mismo ya que tengo la sensación de que está todo dicho; pero no, en general se sigue pensando que el ser humano es racional y tonterías por el estilo. Algún día te pasaré un ensayo que tengo por allí, inconcluso, donde trato este tema (tal vez puedas ayudarme a encontrarle un buen título).
Creo que estamos en medio de una tormenta de mediocridad que viene del siglo pasado. Creo que el posmodernismo pudrió todo definitivamente, pero no es el único culpable del asunto; la cosa viene desde un poco antes; desde el momento en que se creó la idea de que el hombre común tenía algo que decir. A partir de allí se fue todo al carajo. Cualquier imbécil se cree con derecho a querer que sus tonterías se consideren en igualdad de condiciones con lo que dice el sabio o el experto y, bajo la consigna «todo es subjetivo», se iguala hacia abajo en lugar de intentar hacerlo hacia arriba. La gente no entiende —o tal vez sea que no le convenga hacerlo— que lo subjetivo es válido sólo en ciertos aspectos de la vida y que querer llevar eso a todos los ámbitos es un error tan infantil como peligroso.
Claro, cuando digo algo como esto en seguida escucho las voces críticas e indignadas (¿viste cómo, ahora, todos se indignan de inmediato? Ésa es una consecuencia de lo que estamos hablando): ¿Quién se cree que es este tipo para decir esas cosas? ¿Cómo se atreve a hablar de esa manera tan pedante y soberbia? A lo que me apresuro a aclarar: de ninguna manera estoy diciendo esto poniéndome como modelo de inteligencia o modelo, no. Lo digo, precisamente, desde la otra orilla, esa orilla donde estamos todos los mediocres pero que tenemos, al menos, una virtud: podemos ver el genio ajeno.
Lo digo desde la tribuna de los que quieren ver a los verdaderos artistas o genios en acción y que no nos entorpezcan la vista con los mediocres que pretenden el pedestal a fuerza de obligación. No quiero que, bajo esa consigna de la que te hablé antes («todo es subjetivo»), un reggeatonero del tres al cuarto se compare con Mozart ni que quieran emparejarme a Coelho con Faulkner ni a Ed Wood con Bergman. El genio es el genio y la mediocridad es la mediocridad y no hay ley que pueda obligarnos a aceptar una en igualdad de condiciones con la otra.
Hablando de idiotas que no saben diferenciar lo importante de lo trivial y volviendo, así, al tema que nos une y que nos permite estas fugas temáticas (claro que tenés razón cuando decís que el género epistolar no nos permite decir cosas triviales; demos gracias por ello); quiero traer aquí aquella muestra atroz de estupidez que fue la bien llamada Guerra del fútbol. Me refiero a aquel enfrentamiento entre Honduras y El Salvador en 1969, donde dos partidos de fútbol por la clasificación al mundial del ´70 fueron los que detonaron una guerra breve, pero no menos cruenta y estúpida que cualquier otra, independientemente de su duración (claro que había otras causas subyacentes y más importantes; pero se usaron esos partidos a propósito para enervar a las masas de un modo absolutamente delirante, cosa que dio resultados, claro).
Me voy con otro ejemplo actual: Mauricio Bustamante, un periodista chileno, acaba de decir que una parte de Sudamérica todavía está en el Mundial, mientras que sube una imagen del continente con una bandera inglesa señalando a las islas Malvinas. Burlarse del dolor de quienes han perdido a seres queridos en una guerra es poco menos que miserable (como recordarás, yo en aquel entonces, aunque demasiado joven, ya era un cabo de infantería de marina y, si bien tuve la fortuna de no ir a las islas, sí perdí a compañeros y amigos personales allí). Debe ser muy triste ser tan idiota y además hacerlo público; ¿pero de eso estamos hablando, no? Como bien lo dijo Schopenahuer hace más de cien años (y, como vemos, las cosas no cambian a pesar del paso del tiempo): «La inteligencia humana es limitada; pero la estupidez, no tiene límites».
Un fuerte abrazo.
Roberto.
Lima. 8 de julio de 2018
Imagen superior: Flickr/Vladimir Kud