Por Raúl Mejía
ADVERTENCIA: Este texto está especialmente dedicado a esos seres que deambulan a la hora de la comida como perros en el periférico, en búsquedas proustianas del sazón perdido y cuyos refrigeradores son sabanas (sin acento) desoladas en donde, si acaso, hay una lata de frijoles La Costeña, unos tres huevos, una pizza acartonada y cervezas.
Sí, amigos y amigas, me refiero a esos sujetos y sujetas que comen fuera de casa y no están para meterse a un restaurante ni osan llegar a su casa en donde los espera una sopa de fideo, un chambarete con su guarnición y un postre para agradecer al creador por las viandas recibidas. ¿Por qué tanta violencia? Simple: no hay quién se los manufacture y cocinar para uno mismo está de hueva. Los solitarios, los vagabundos del Dharma, los judíos errantes de la gastronomía… a esos mequetrefes me refiero.
Esos miserables individuos (de los cuales formo parte) son gambusinos de la sazón y cada vez es más difícil encontrar mezquitas a la altura de sus religiosas expectativas exquisitas; padecemos, eso sí, el aumento de los precios de la comida corrida sin que eso se traduzca en un mejor servicio… y ahora sí, paso a darles el…
CONTEXTO
Todo empezó cuando estaba releyendo un libro del cual les hablaré en la próxima entrega. En ese volumen espléndido, el autor se avienta un rollazo sobre el concepto de La Calidad en términos filosóficos acudiendo a Kant, Spengler y especímenes de ese calado. Eso me dejó muy reflexivo porque los mexicanos en general, los michoacanos en términos estadísticos y los morelianos en concreto, hace mucho lo asumimos: la calidad es un concepto, una práctica y una praxis en vías de extinción. Es como la vaquita marina y el rinoceronte blanco. Si alguien la ha visto, díganle que la extrañamos.
Soy, por si hace falta confesarlo, un cliente de las fondas desde hace un cuarto de siglo. He visto nacer, florecer y decaer varios imperios de la buena cocina para solitarios. Para darles una idea, va un dato inflacionario: cuando inicié mi periplo por las comidas corridas, éstas se ofrecían a quince pesos; hoy rondan los sesenta (claro, hay hasta de 30 pesos, pero uno ama a su estómago). De varias fondas ilustres y extintas he dejado testimonio en este sitio y hoy, desolado, sólo puedo decir que la calidad está ausente en el 96.989765% de los casos pero, como bien lo dice la ciencia de la paremiología (buscar en Google)…
“DIOS APRIETA, PERO NO AHORCA”
Hace cosa de un mes estaba entretenido en el Café Europa Acueducto y el hambre me sorprendió -siempre lo hace. Decidí husmear en las fondas cercanas a ese negocio de aromáticas infusiones. Pasé por todos los locales con cara de fuchi y un local llamó mi atención: “La Condesa: la crema y la nata”.
Así, modestamente.
Hice un “paneo” y no había mesas disponibles, pero toda fonda digna de ese nombre no sabe de exclusividades y me senté con otros tres comensales sin que la hicieran de pedo. “Esto va bien” -pensé.
El menú era de lo más atractivo y pedí el servicio completo. Sobra decirlo: una delicia, una atención y un ambiente que refuerza la teoría de que la vida, como el agua, siempre encuentra su cauce.
Es un espacio atendido por escuincles limpiecitos los cabrones, agradables y pacientes. Andan, por decirlo con toda propiedad, en chinga. De repente se les hace bolas el engrudo y fallan en el suministro de tortillas -un ritual esencial en la cultura culinaria mexicana: las tortillas siempre deben estar en la mesa. Humeantes y en ingentes cantidades porque si algo nos distingue en el mundo, es el consumo extremo del maíz y de chile. El Popol Vuh no me dejará mentir.
La gente, entre las 14:00 y las 15:00 horas se queda a esperar, como zopilotes al acecho, a que una plaza se libere para agandallarla de inmediato; si alguien (iluso) piensa que a las tres con quince minutos encontrará el menú completo está como trepanado. Se acaba todo. Tendrá que conformarse con la comida china de al lado. Yo paso.
Otro detalle: la música. Nada de música de banda o pendejaditas que otros antropoides aman con locura. No. Música agradable, la ideal para permitirle al bolo alimenticio un tránsito sereno a la panza. Jamás creí que Diana Krall o Brett Dennen maridaran tan bien con un chile al ajillo y el agua de pepino.
La Condesa es, de verdad, una fonda de calidad. La pregunta es obligada: ¿cuánto le durará al dueño ese esmerado cuidado por los detalles? (debo decirles que la presentación del postre, en concreto el pay de queso, es excelente).
Ayer que terminé de comer pedí hablar con el dueño. La chica que me atendió entró en pánico: “¿hay alguna queja, señor?” -me preguntó y yo le serené: “al contrario, escuincla: la pierna al pastor estuvo de rechupete y quiero felicitarte a ti por tu simpatía y al dueño por ser un sobreviviente de tiempos renacentistas. Anda, mujer, llévame con él”, y me llevó.
Una vez presentados le dije Le dije iba a escribir sobre su negocio y se mostró agradecido. Me informó de la próxima inauguración de una sucursal. Yo me pregunto si es necesario expandirse. ¿Por qué no seguir con esta pequeña obra de artesanía gastronómica y dejarse de expansiones?
Como comensal agradecido, sólo puedo recomendarlo y orar porque la atención, la variedad de platillos, su presentación, el buen “look” de la chiquillada que atiende y la buena música, sigan imperando. Por piedad.
Si esta recomendación surte efecto, surge un problema: ¿dónde meter nuevos devotos de La Condesa? El lugar tiene un aforo de poco más de cincuenta tragones. NOTA: las alabanzas a este establecimiento cumplen el protocolo de la recomendación de fondas de comida rápida. No es un restaurante. Es una fonda. No se pongan punketos ni pidan peras al olmo
“La Condesa: la crema y la nata”, está en Avenida Acueducto 1308, muy cerca del Café Europa Acueducto.
Deje de comer pellejos de los que sea. Quiérase un poco y lléguele a esta fonda.