A pesar de su larga trayectoria como escritor, dramaturgo y cineasta, Christophe Honoré no es uno de los cineastas preferidos del público galo. Sus severas críticas a directores establecidos como Anne Fontaine y Robert Guédiguian, usando como tribuna la influyente revista Cahiers du cinéma, le ganaron la antipatía de muchos en los inicios de su carrera.
Si en Francia se ve poco, fuera de ahí menos. En nuestro país no estrenaba nada desde que su segundo largometraje, Mi madre (Ma mère, 2004), llegó como parte de la Muestra Internacional de Cine. Afortunadamente su más reciente trabajo Vivir deprisa, amar despacio (Plaire, aimer et courir vite, 2018), el cual se estrenó el año pasado en el Festival de Cannes, llegó hace unos días a la cartelera gracias a Cine Caníbal.
El guion firmado por el propio Honoré nos sitúa a principios de los años noventa. Aunque no hace una referencia explícita a la fecha, es posible ubicarla temporalmente gracias a las pistas que va sembrando a lo largo del metraje. La Francia de la época es el lugar en donde se desenvuelven Jacques, un escritor parisino de cierto renombre, y Arthur, un joven estudiante de Rennes, ciudad del noroeste francés.
Un viaje de trabajo propicia el encuentro de los personajes, algo surge entre ellos a pesar de sus notorias diferencias. Arthur es entusiasta y tiene un futuro por delante. En tanto, Jacques se contiene, reserva su amor y energía para los minutos finales: está enfermo de SIDA y sabe que le queda poco tiempo.
Claramente Arthur es el álter ego del propio director: un joven universitario bretón que sueña con ser director de cine y que por aquellas fechas comienza sus primeros escarceos homosexuales, al igual que sus primeros contactos con figuras literarias de la época. En ese sentido, es entendible que buena parte de sus referencias aludan a sus preferencias personales: la música que escucha, los libros que lee y las películas que ve son varios puntos en común entre Arthur y el propio cineasta.
Los tonos predominantemente azules del filme nos remiten a la nostalgia de Honoré por un momento que le tocó vivir. Cuando la epidemia del SIDA, una enfermedad que para ese momento era menos comprendida pero igualmente mortal, provocaba las primeras reacciones sociales para exigir la búsqueda de tratamientos. En ese sentido, remite a la reciente 120 latidos por minuto (120 battements par minute, 2017), aunque en Honoré afronta el tema desde la individualidad y el sano escepticismo.
Desde que se conocen en una proyección de El piano (The piano, 1993), de Jane Campion, la pareja vive su amor de manera distinta. Arthur decide terminar con su novia de apariencia y se enrola en una serie de insatisfactorias relaciones ocasionales. Mientras que Jacques trata de poner las cosas en orden con quienes le rodean: su hijo, su mejor amigo y su antiguo amante. Es decir, Arthur se abre al mundo después de reconocer su sexualidad, en tanto que Jacques se contiene, se encierra y enfrenta su inevitable destino hasta llegar a la conmovedora secuencia final.
Vivir deprisa, amar despacio no es una película sobre el SIDA. Tampoco debe ser vista como un enfrentamiento entre la vida y la muerte. Es más bien sobre el amor antes de la inmediatez de las redes sociales. También nos habla de la pérdida de aquellas figuras que nos han servido de guía cuya ausencia crea una especie de orfandad que nos marca el resto de nuestros días. Sin duda este romance bañado en nostalgia es lo mejor en la prolífica, pero escasamente difundida, carrera de Christophe Honoré.
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