Esta es la primera carta que te escribo; lo hago pensando que tal vez te agrade leer las siguientes palabras. Es un síntoma de mi alegría al emprender una aventura contigo, mi espíritu afín. No te molestes si me atrevo a llamarte así. Lo que en un principio nos parecía inevitable narcisismo (nuestras palabras, nuestras miradas eran simples reflejos nuestros) ahora me parece un privilegio que muy pocas personas alcanzan. Saber que existe alguien en el mundo que persigue nuestros propios intereses. Saber que sus lecturas y sus preocupaciones coinciden –de algún modo- con las tuyas, me parece tranquilizador y gratificante. En este sentido, me será muy difícil prescindir de ti. Finjo ser un poeta visionario, y a veces me tomo demasiado en serio mi papel.
Hace un momento leí en un ensayo crítico de Xavier Villaurrutia unos versos de Jaime Torres Bodet, compañero de su generación, que me hicieron reflexionar bastante: Las cosas / se dan a todos, por igual, enteras. Desconfié de semejante aberración. Pensé que el principio del arte era precisamente todo lo contrario: la captación parcial de la realidad, puesto que las cosas nunca se nos ofrecen enteras, siempre se nos escapan. Tú que has estudiado fenomenología debes comprenderlo mejor. No sé si exista algo así como una fenomenología del arte ni quiénes sean sus mejores representantes. Pero debes admitir que es imposible que los objetos nos muestren una misma cara.
Te digo que me estaba poniendo muy serio, muy filosófico, cuando de pronto pensé que el asunto era más simple. Probablemente Jaime Torres Bodet se refería a un tema más sencillo, cotidiano. Seguí leyendo y encontré los siguiente versos: Domingo / un labio triste que nos besa en la frente. Comprendí que las cosas que se nos dan por igual a todos sobrevienen los domingos, cuando la monotonía de la vida nos da en pleno ser. (Hoy es domingo y, sin embargo, estoy feliz. Estoy satisfecho. Te escribo a ti).
Horas más tarde tomé un libro de Albert Camus (El mito de Sísifo) y transcribí un fragmento en mi cuaderno que me agradó mucho por su atinada sensibilidad: “He aquí también unos árboles cuya rugosidad conozco, un agua que saboreo. Estos perfumes de hierba y de estrellas, la noche, ciertas tardes en las que el corazón se dilata, ¿cómo iba a negar este mundo cuya potencia y cuyas fuerzas experimento? Y sin embargo toda la ciencia de esta tierra no me dará nada que me garantice que este mundo es mío”. Los objetos nunca se nos entregan plenamente, y ésa es la razón de nuestra constante y absurda insatisfacción.
Quisiera que me escribieras pronto. Quisiera leer tus palabras en una carta que no se extravíe en el espacio cibernético. ¿Quedaría bien “el océano cibernético”? Como cuando se lanza una botella al mar, recurso tan gastado por los escritores de epístolas.
Se despide de ti:
H.
Imagen: Doug Sparks
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