Por Juan Martínez Prau
Viajar puede ser planear un itinerario metódicamente o ir dejando que el azar determine el sitio en el que ha de terminarse. Pero nunca como ahora -al menos en el último medio siglo- había tenido lugar una coyuntura parecida. No se puede saber a dónde vas a ir porque al día siguiente, no, no al día siguiente, en dos horas, el país al que ibas acaba de cerrar la frontera y tienes que replanteártelo todo.
Esto no es un diario del coronavirus, no es ese limbo del coronavirus en el que acaban todos los que están viajando y que deciden no hacer caso al cierre de fronteras ni volver a sus países de origen. No es el coronalimbus, como bien dijo el editor de un panfleto cultural (otro) que me daría la oportunidad de publicar estas notas. Son más bien una especie de diario de lo que le pasa a este periodista, mitad mexicano, mitad español, nacido en México, de abuela valenciana, que ahora presenta hechos inconexos para hablar de su viaje más reciente. Y en marcha.
No espero por tanto que se me tome por un reportero que da cuenta de cuanto ocurre en torno a una pandemia. No se trata de hacerle a la Max Von Sidow y jugar ajedrez con el coronavirus como antes el caballero medieval de El séptimo sello jugó con la muerte negra, la peste. Esa que asoló Europa hace cientos de años, aunque sea imposible dejar de establecer cierto paralelismo entre lo que pasaba entonces, con religión y profecías escatológicas, apocalípticas, y lo que pasa ahora cuando la gente buena -que ya no cree en dios ni en diablo alguno- va sin embargo a los centros comerciales y se acaba todo el papel de baño en el mismo tiempo en que se acaban los boletos de Roger Waters cuando los ponen a la venta. Lo bueno que ya no somos crédulos.
Vine a Europa a hacer un curso de periodismo en una universidad del País Vasco, la Euskal Herriko Unibertsitatea. Pero antes pasé unos días en Portugal, en un congreso de colegas organizado en Coimbra por otra institución universitaria de la que me reservo el nombre. Me acompañó el también periodista Eugenio Villazón, alias El Brujo en Ciudad de México. Después de terminar mi ponencia y de que la Doctora en Comunicación Rey García Fajardo me dijera que no sabía a qué diantres iba a Euzkadi, si ahí no había nada más que terroristas, El Brujo y yo visitamos Malta.
Él tomó un vuelo días después a Irlanda del Norte, de donde volvió a México vía Miami, y no he vuelto a saber nada de él. Yo, en cambio, me dirigí a Madrid, Zamora, Palencia y Vitoria, haciendo tiempo antes de llegar al seminario organizado por la Facultad de Ciencias Sociales y Comunicación de Bilbao. Algo se hablaba ya del coronavirus en Portugal, de que su presidente le había dado la mano a unos estudiantes, y algo se hablaba ya desde México, por eso de que China había quedado aislada.
Le escribí a Leopoldo Etxeberria para hacerle saber que ya estaba en la ciudad y que veía un poco de preocupación en la gente por cuanto aparecía en los medios. Él iba a coordinar el curso y es en realidad quien me había invitado estos seis meses. Vio mi mensaje y, tras dejarlo en visto más de un día, me respondió que se sentía mal y que me buscaría en la semana. ¿En la semana?, pensé, ¿que no se supone que el seminario daba inicio el lunes? Ahora sé que el problema con esperar algo es creer que la vida resulta ordenada y tiene un sentido.
Un cantante pop dijo que la vida es eso que pasa mientras uno está planeando qué hacer. Cuando la realidad golpea en la cara algo se rompe y lo que queda a veces ni siquiera puede ser nombrado. Etxeberria me vio la mañana del cuarto día, luego de que había hablado de dolores intercostales, diarrea y un extraño mareo. ¿No tendrá coronavirus?, le pregunté socarronamente por WhatsApp y al día siguiente accedió a verme.
Nos vimos a las afueras de un Corte Inglés, una especie de tienda departamental donde venden desde comida hasta ropa o viajes. Nos saludamos y, aunque me di cuenta de que no estaba muy seguro de darme la mano, terminó por abrazarme. Fuimos a un café cercano, algo llamado Drexco. Me dijo que todo lo podíamos hacer por Internet. Cómo todo, pensé. Acto seguido, refirió que el curso se había cancelado, que para que no fuera trabajo perdido avanzáramos por nuestra cuenta nosotros y que me volviera a México si quería. ¿A México? Joder, si llevo unos diez días en Europa y aparte ya metí el permiso en el periódico y hasta me dieron un año sabático en la universidad.
No quise ahondar en mi situación y me puse a preguntarle del proyecto, pero me contestó: “¿Sabes que el coronavirus se transmite no a un metro de distancia sino desde cuatro y que puede vivir durante horas en el ambiente?” Le dije la verdad, que no lo sabía. Se agarró las manos y apenas mordió su bizcocho. “¿Y cómo ves esta cuestión de la postverdad y de las fake news?”, le inquirí para regresar al tema. “No son fake news”, me dijo, “la gente de verdad está muriendo y los jóvenes, ya sabes, se toman todo a broma, todo a broma, como si fueran inmortales o no les fuese a pasar nada, pero es que no tienen conciencia, son unos inconscientes, tío”, me espetó.
“¿No crees que los medios exageran?” “¿Qué van a exagerar? Están ocultando las cosas, debe haber más gente muriendo de la que nos dicen. ¿No viste que ya aislaron Madrid?”. Rápidamente, me di cuenta que Polo sólo tenía una idea en mente y que iba a ser difícil que hablara de otra cosa. Le dije que sí, que estaba bien que trabajáramos por Internet y corroboré si era cierto que estaban aislando la capital española. Y era cierto, y supe que debía escapar de España lo más pronto posible.
*Agradecemos al portal La Vida Útil por compartir este texto.
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