Por Eileen Truax
Soy una privilegiada: todos los días salgo a caminar.
Vivo en una ciudad pequeña, llena de parques y rodeada por un bosque. Esto me permite salir a “ejercitarme”, como dice la orden ejecutiva que firmó la gobernadora de este estado, sin exponerme, o exponer a otros, al peligro de contagio, la razón de ser de toda esta locura cuarenténica.
Cuando llega esa hora del día, camino de manera consciente, con el solo objetivo de caminar. Es decir, no camino para ir a un sitio, o porque necesito hacerlo para llegar a donde ocurren las actividades del día. No es porque tengo que moverme de un lugar a otro; es porque quiero caminar: caminar no como medio, sino como fin.
Ya van a ser tres semanas desde que inicié la cuarentena –los primeros días como decisión personal tras hacer un viaje internacional; luego por instrucción del presidente de la universidad donde está mi actividad; después, por orden gubernamental–. Mi trabajo se ha movido de las aulas en los edificios decimonónicos del campus, a salones virtuales creados en plataformas con nombres onomatopéyicos: Skype, Zoom, Ring, Click. Esto da una sensación de control, supongo, porque estás cumpliendo con tus obligaciones laborales, y al mismo tiempo puedes organizar las actividades del resto de tu día, incluido el acto de caminar.
Salir a caminar sólo por caminar, sin ir a un lugar ni a una hora, es algo que en la vida real ya casi no hacemos. Incluso si salimos a ejercitarnos, pensamos en rutas que nos permitan terminar en cierto tiempo, o estar cerca de cierto lugar, para después hacer otra cosa. Aún más: caminar para ejercitarse es una de las actividades diarias que podrían omitirse de ser necesario, si alguna actividad de mayor urgencia así lo exige. Resulta extraño entonces que, en estas semanas, la actividad memorable de cada día sea esa, solo caminar.
Cuando salgo, los vecinos también andan afuera. Cada quién marcha hacia su pedazo de parque o bosque y nos encontramos poco, pero nos encontramos. Los encuentros suelen ser a distancia; alguien caminando en la acera de enfrente, alguien paseando en bicicleta, niños jugando en un jardín. Si el encuentro tiene lugar en la misma acera, una de las dos partes ––suelo ser yo–– se alejará, o de plano cruzará la calle para evitar la cercanía ––inevitablemente recuerdo esa pregunta del cuestionario Gatopardo, inspirado en el cuestionario Proust: “¿Qué personaje le haría cambiar de acera?”
Algunos evitan el cruce de miradas, como si sintiéramos culpa por el hecho de mantener la distancia. Algunos, los menos temerosos, me dicen “hi”. Yo respondo, y a veces hasta levanto un poco la mano, un gesto que en condiciones normales jamás haría. Cuando cruzamos suficientemente cerca como para vernos las caras, todos, los que vienen de frente y yo, hacemos esa sonrisa de labios apretados; saben cuál, ¿no? Esa que parece decir “sí, ni modo, así la cosa”; el “it is what it is” tan gringo.
Descubro que, en general, las personas no sabemos interactuar a más de un metro de distancia. Estamos acostumbrados a hablarnos de cerca, incluso en ocasiones a tocarnos; si sueles hacerlo, encontrarte por la calle con alguien conocido, y no estrechar su mano ––al menos––, se vuelve una cosa muy extraña, casi imposible de soportar. Así que sí, todos caminamos, pero la verdad es que evitamos encontrarnos.
Estar conectado en un salón virtual es ahora la manera más cómoda de tener contacto humano; es más fácil ver cara a cara a otra persona en el video del Zoom, que al vecino de la calle de atrás cuando venimos por la misma acera y uno de los dos se tiene que bajar. Si en nuestra vida regular alguien se retirara de mi camino abruptamente como lo hacemos ahora, me sentiría ofendidísima. Tal vez me quedaría pensando si le hice algo a esa persona, y si es alguien conocido ––un vecino, alguien de la universidad––, trataría de enmendar las cosas. La cuarentena se convierte entonces en una coartada para no tener que dar explicaciones, ni pedirlas.
Hoy por la tarde volví a salir, y de frente a mí venía una pareja con un perro hermoso, grande, peludo. El perro me vio y estoy segura de que me sonrió; supongo que se alegró de ver a alguien diferente, para variar un poco, e hizo un gesto para acercarse a mí. La pareja se detuvo y cruzó la calle. Así que hoy, el personaje que los hizo cambiar de acera fui yo.
Ann Arbor, Michigan. Marzo 2020.
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