Hoy, en medio de la pandemia que asola a la humanidad entera, en el claustro forzado de mi domicilio fijo, hago un recuento de las razones que me motivan a escribir, sobre todo en estos tiempos tan caóticos.
La escritura es una buena manera de andar por la vida y, dicho sea de paso, representa una tentativa invaluable para sobrellevar el desaliento. Hay quienes auguran tiempos más difíciles para la humanidad. Exclaman, consternados: “El Apocalipsis está a la vuelta de la esquina; se sitúa frente a nosotros, es inevitable”. Lo creo: la destrucción y la indiferencia humanas avanzan de forma implacable. Ya Voltaire lo presentía: “Dejaremos este mundo tan tonto y tan malvado como lo encontramos al llegar”.
Sin embargo, contra la desaprobación general e incluso contra las expectativas de lúcidos pensadores, la literatura sigue siendo la efímera esperanza de unos cuantos espíritus que aún no se pierden a sí mismos, o, si acaso se han perdido, al menos buscan sus huellas, sus pasos perdidos, en cada una de las palabras que vierten en sus escritos. Ya lo dijo el genial Enrique Vila-Matas: “Porque digan lo que digan, la escritura puede salvar al hombre. Hasta en lo imposible”.
Federico García Lorca, uno de los tantísimos mártires de la Guerra Civil Española, escribió: “Sé que la poesía eleva y, siendo bueno, con el asno y con el filósofo creo firmemente que si hay un más allá tendré la agradable sorpresa de encontrarme con él. Pero el dolor del hombre y la injusticia constante que mana del mundo, y mi propio cuerpo y mis propios pensamientos, me evitan trasladar mi casa a las estrellas”.
De niño me gustaba mirar las estrellas; mi amigo Oswaldo tenía esa misma afición, aunque ahora yace varios metros bajo tierra. Se suicidó una triste mañana de mayo porque el dolor del mundo fue tan hondo que le destrozó el corazón. Aunque lo deseó en vida, mi amigo Oswaldo tampoco pudo trasladar su casa a las estrellas. Corrió la mala fortuna de conocer a una triste muchacha que siempre vestía de negro y que le contaba aspectos trágicos de su existencia.
Mi amigo —en una ocasión me confesó— quiso edificar una casita al margen del mundo, llevarse los acetatos de Beethoven que tanto le gustaban, ponerse su abrigo rojo para protegerse del frío, cargar a su novia a sus espaldas, y elevarse por un entramado de vigas y escaleras que lo trasladaría más allá de las estrellas, superando el sueño fallido de García Lorca. Pero no lo consiguió; se quedó a medio camino, y se suicidó un ocho de mayo, doce años atrás, a las diez de la mañana.
Al escribir esta nota improvisada, yo también estoy a medio camino. Miro hacia atrás y hacia adelante y las perspectivas de mi vida aparecen brumosas. Busco mis pasos perdidos a través de la escritura. Es, como lo dije líneas arriba, una esperanza, quizás la única. Kafka lo sintió trágicamente: “Escribo, a pesar de todo, categóricamente. Es la lucha por la conservación de mi existencia”. La escritura es una esperanza que me libra de la muerte y de la angustia.
En el panorama gris de la pandemia del coronavirus, en esta cuarentena obligatoria, me he dedicado a contemplar el andamiaje que forjé a lo largo de los años para alcanzar las estrellas. Lo veo y me embarga una suerte de nostalgia que se haya quedado así, a medias. Además, como lo señaló Nietzsche en su Zaratustra, se respira un frío de muerte en el ambiente; no sé si quedarme esperando, protegido apenas con el abrigo rojo que me heredó mi amigo Oswaldo, o descender lentamente —escalón a escalón— por el entramado de mi vida, mirando desmoronarse el trabajo de tantas noches clandestinas. Porque, dadas las circunstancias, construir una casa en las estrellas sigue siendo una empresa poco menos que imposible.
Por ahora, me dedico a escribir…
Imagen: Julian Peter/Flickr
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