Recién dejé de lado la lectura de unas carpetas. Son tres. Dos de esos folders contienen la selección rigurosa de textos para un libro nunca publicado. Pensar “en otro libro” es una muestra -la mía- de los efectos perniciosos del retiro laboral, del ocio perenne; las consecuencias de vivir inmerso en la hueva, en la vida no productiva. Esos estados anímicos en donde la idea de “dejar un legado a la humanidad” empieza a cobrar sentido pleno. Me pasó.
La certeza de mi trascendencia y la razonable idea de dejar un legado es culpa de la carpeta 3 y paso a contarles con detalle: contiene atribulados textos escritos cuando rondaba los 47 años. En esos juveniles años, la vida me mostró su cara menos amable dejándome sin empleo… bueno, no sin empleo, pero sí despedido del puesto de “jefecillo de algo” en donde ganaba un sueldo casi decente. Dejar de percibir esa nómina confidencial me ubicó en mi realidad clasemediera y tuve que decirle adiós a un estilo de vida “totalmente Aurrerá” al que ya me había acostumbrado.
Un día después de ser despedido recordé una figura destacada del séptimo arte: Buzz Lightyear, un personaje de ficción creado por Pixar que vive con las absurdas certezas de poder salvar al mundo y volar. La vida real de ese mono es otra: sólo es un juguete vistoso sin poderes especiales, a ras del piso y (por sí mismo) no vuela.
Buzz Lightyear se parecía a mí porque eso era como funcionario: un juguete. Quien “me hacía volar” era el amigo que me puso de “jefe de algo” en una institución; sin su sombra protectora y partidista volví a ser normal, sin gracia alguna. De hecho, ambos corrimos la misma suerte. Nos despidieron en el formato combo junto a otros cuatro infelices.
Te puede interesar:
Al final, la juventud termina traicionándonos
En la carpeta 3 están los textos testimoniales de la época posterior a ese despido. ¡Vaya ironía! Apenas habían pasado unos pocos años del siglo XXI y ya estaba fuera del “presupuesto confidencial”. Todo era desolación en mi vida, caí en barrena y -ya lo saben- no sabía volar. Veamos con detenimiento el caso: ¿cómo pude “caer en barrena” si no sabía volar? Pues fácil: porque mi medio de sustentación (mi poderoso amigo) dejó de ser poderoso y era gracias a él yo podía volar como un pajarraco. Lo normal pues.
A juzgar por el tono de la escritura, fueron meses muy incómodos y tenía unas ganas sinceras y metafóricas de morir -a esa edad sólo los valientes se suicidan en serio.
La “carpeta atribulada” contiene unas setenta páginas en donde me pongo chillón y muy acongojado por la edad. No dejaba de pensar en los “adultos en plenitud” a quienes consideraba seres tristes y echados a un lado de manera inmisericorde. Me daba miedo llegar a esa etapa en condiciones precarias y todo parecía acomodado adrede para ser parte del infortunio. Tener sesenta años me parecía un territorio apache, alejadísimo de mi circunstancia, pero ya se perfilaba, ominoso, el momento de cumplirlos. Sólo faltaban un poco menos de veinte años. Los viejos en condición precaria eran una imagen de mi futuro si no ponía atención a la vida y sus circunstancias.
La lectura de los textos de la carpeta 3 fue como si desde el futuro me asomara a quien fui en los primeros años de este siglo, cuando de manera oficiosa y todas las expectativas a mi favor (aunque sin empleo), la perspectiva de llegar al sexto o séptimo piso estaba a años luz de distancia. Como si me estuviera “curando en salud” y más: “andaba en el ácido” pero mis congojas eran reales. Esos parajes siempre son lejanos… hasta que se llega a ellos. Me pasó.
Releer esa carpeta fue un viaje al pasado remoto: del 2025 al 2003.
Cuando escribí las páginas de la “carpeta sentimental” andaba muy lírico, elegiaco e intimista. Algunos de esos textos incluso podrían pasar por ensayos, un género inabordable desde mi medianía y, desde el 2025 (año en curso), recordé una linda frase expresada por Rosa Montero, escritora española muy amena. La usa dos o tres veces en su libro La loca de la casa, lanzado al mercado justo cuando mi vida era un melodrama: 2003.
En ese volumen, Montero vuelve sobre sus pasos y recuerda episodios compartidos con fulano o mengana. Se pone a divagar y recordar su pasado como si fuera una mujer llegada del futuro quien, a través del recuerdo y la nostalgia, su pasado deviene en un presente hecho de palabras, de literatura… y así lo experimentamos los lectores: “Mi padre se marchó sin decir palabra, casi sin despedirse, en dirección a los veinticinco años de vida que todavía le quedaban por delante (…) yo también me fui camino del resto de mi vida”.
También lee:
Las vueltas gratis de Saccomano
Ese “regreso” que hacemos al recordar a alguien desde el mundo de los vivos dejará de operar. Un día de estos ya no podré decir “… y Martin Amis se fue a vivir los dos años que le quedaban de vida”. No. Seremos, sin la menor duda, parte del mayoritario grupo de los finados. Cuando nuestra hora llegue, “la democracia de los muertos” será el sistema en que viviremos forever y per secula seculorum -sin necesidad de procesos electorales o mayorías calificadas: todos bien muertos.
Pienso en una amiga con quien intercambiamos frases corteses. De amables conocidos no pasamos. Envueltos en el afecto mutuo. Su nombre: Ángeles. Casi medio siglo de conocernos, pero nuestras charlas, si juntamos todos los minutos en donde hablamos de asuntos baladíes, quizás alcancen las dos horas. ¡Dos horas en casi cincuenta años!
La vi el 1 de marzo de 2025 en la presentación de un libro. Me dio gusto el encuentro y el protocolo se inició: la saludé amablemente y charlamos de cosas sin mucha importancia. Eso fue todo. Con ese acto tan sencillo, agregué dos minutos a los minutos acumulados en mi trato con ella en medio siglo. Nos despedimos con un beso en la mejilla, un abrazo afectuoso (…)
“y Ángeles se fue a vivir los diez días que le quedaban de vida”.
Más o menos así es como Montero termina algunas de sus remembranzas juveniles.
Así sentí con mis textos escritos hace poco más de veinte años, a los que volví hace unas horas con la mirada azorada del que “regresa del futuro” a leer esas páginas y contar cuántos de los mencionados ya se murieron pero, sobre todo, para decir “vaya… tan agobiante que me parecía lo que estaba viviendo y tan leve que lo veo en este momento”.
Hoy redactando este texto bajo su mirada, me queda clarísimo: difícilmente volveré, en veinte o veinticinco años, a estas mismas páginas. Quizás sí, pero las posibilidades son remotas.
Entonces vuelvo a las carpetas 1 y 2 con los textos ya seleccionados para un libro que prometí entregar para su impresión.
La opción de publicarlo me la planteó hace poco más de un año un amigo, Gustavo Ogarrio: “Junta tus crónicas y relatos. Se puede armar un buen libro”. De hecho, esas carpetas son la muestra del éxito de la “propuesta ogarriana”. O sea, la tomé en serio y me puse a compilar textos.
Ahí estaban las carpetas con las crónicas y los relatos. Hice la tarea. Hasta una fecha le di para la entrega del material: “en marzo de 2025 te mando por e-mail los textos”, pero algo pasó. ¿Sería un ramalazo de realismo líquido? ¿Al fin abandoné el pensamiento mágico? ¡Vayan ustedes a saber! Lo cierto es que el mero día del envío le di una “última lectura” a los textos y el conjunto no me pareció bueno, sino desabrido. ¿De verdad quería soltar a su suerte un nuevo opúsculo que a muy pocos habría de importarle?
Más del autor:
Digo “a muy pocos habría de importarle” porque me consta. Nadie me conoce por mis libros y sólo un poco por mis artículos, reseñas y ocurrencias en una o dos revistas electrónicas y por textos publicados en mi muro feisbuquero. En la práctica, nadie se ocupa de mis libros. Eso lo supe en plena pandemia y me hizo llorar un rato. En ese trance estaba cuando llegó a mi casa un amigo con imperiosas ganas de usar el WC y terminó intentando sacarme de mi ánimo gemebundo y chilletas. Uno agradece la llegada de un amigo o amiga a rescatarnos del infortunio. Ese fue el caso.
Brontis -así se llama- me acercó un vaso de agua de jamaica, palmeó mi espalda y me soltó una pieza oratoria de índole metafísica. Todos sabemos de la carga letal de esa disciplina especulativa y aristotélica. ¿Quién duda de su capacidad desestructuradora cuando se le deja libre?
Pues nadie lo duda, pero Brontis andaba con ganas de disertar sin restricciones y, como estaba en plan de ayudarme y yo de ser ayudado, empezó a cacarear, en plan solidario, un monólogo. Les ruego lo lean. Va:
El calvario del escritor provinciano que aspira al triunfo cosmopolita, diverso, engalanado, y no en hacer subir un peldaño más -aunque se poquito- en la cuesta sisífica de la montaña de arena de la nada y con ello a rozar la propia literatura…uta, ya me hice bolas ¿cómo te lo explico de manera sencilla? A ver… si planteamos el tema del autor y los lectores (que ahora son coautores) creo no llegamos a mucho ni en términos de mercadeo, pero si lo hacemos en términos de la misma literatura, habremos avanzado mucho. ¿Me entiendes? O sea, creo un escritor no debe preocuparse demasiado en relación a si es leído o no, o si tiene que agradar a sus lectores. Si es buena literatura pasará a pesar de su tiempo y de las editoriales voraces y embaucadoras del mercado literario. Si es malo, pues no hay nada por decir. Nomás hay que ver cuántos escritores logran salvar una década. Con eso basta.
Eso dijo y fue a rellenar mi vaso con el fresco y granate fluido tropical de la jamaica. Yo estaba intelectualmente atolondrado: “dame chance de rumiar y categorizar tus sabias palabras, Brontis” -le pedí.
Hasta donde le capté, se trata de contribuir, con nuestros berreos literarios, a la grandeza de la Literatura (con mayúscula) y evitar hacerle el caldo gordo a esa vanidad de triunfar en el mercado, aunque la modestísima porción de mercado a nuestro alcance apenas rasguñe los treinta lectores y todos fraternalmente alojados en nuestros muros del feisbuc. Si no emprendemos esa misión de enriquecimiento de la literatura, mejor abstenernos… o seguir poniendo en el feis frases de superación personal, las fotos del viaje, anuncios de cursos, memes o invitaciones a alguna presentación de libros.
Ser inmune a vanidades escribidoras suena chido y entiendo que a Sócrates le importara un pito si sus palabras quedaban plasmadas en papiro para la posteridad. De hecho, ese regordete sujeto estaba en contra de la palabra apuntada en tablillas de cera (y luego pasadas al papiro). Si sabemos de Sócrates es por Platón y por Aristófanes, un comediante a quien no le simpatizaba el gordito y de sofista no lo bajaba… así las cosas.
Pero bueno, volvamos a la realidad y seamos realistas: nunca sabremos si a Kant le preocupaba tener lectores de sus derrapes filosóficos pero, si los tenía, eran muy pocos. Si ahora los tiene (en demasía) es porque se generó una industria con sus conceptos sintéticos, sus imperativos categóricos y la explotación de la razón pura. Ese filósofo incluso coadyuva a la formación de novelistas de fama y éxito. Sara Barquinero, por ejemplo, es usufructuaria de un ignoto futuro, pero de un rendidor presente para la Editorial Lumen -y es fan, seguidora, discípula y promotora del oriundo de Königsberg.
¿Alguien sabe si Franz Kafka era un escritor ansioso por tener lectores? ¡Era tan tímido el pobre hombre! Si sabemos de él es por un amigo suyo que decidió, contra la voluntad postmortem del autor de La metamorfosis, dar a conocer sus escritos. A ver: ¿por qué no los quemó el buen Franz? Porque quería ser leído. Así de sencillo.
Con mis impertinencias sólo quiero dejar en relieve el carácter excepcional de esos seres superiores ajenos a la tentación de Anagrama, de los premios, las becas. ¿En verdad existen esos seres superiores ajenos a la tentación y la dicha de ser parte de la “alfaguarización de la literatura”? (Ogarrio dixit).
También lee:
Cuando alguien escribe -excepto esas almas puras e incorruptibles ajenas a las tentaciones- el motor de ese afán escribidor es ser leído; ya después -y sólo eventualmente- ese autor se ocupará del siempre inquietante asunto de si sus delirios contribuyen a mejorar la Literatura con mayúscula. Se las pongo así y con autores de algo rango: Carlos Fuentes, Emilio Pacheco u Octavio Paz querían lectores; en el ámbito menos galáctico, Cristina Rivera Garza, Ana Clavel, Guadalupe Nettel, Laia Jufresa y otros talentos vivitos y coleando sólo quieren una cosa: lectores; si son miles o cientos de miles, mejor.
Ok, ok, ok, está bien. Lo acepto: cuando están metidos en su nueva novela no piensan en los lectores (tengo mis dudas al respecto), pero apenas sale a la venta el libro todo cambia y en lo que menos piensan es en su contribución al engrandecimiento de la literatura hecha en México o en el mundo. Piensan en lectores.
Ahora bien, los nombres mencionados unas líneas arriba en nada se relacionan conmigo. Incluso el nombre más modesto de la lista tiene varios miles de lectores más que yo.
¿Me podrías explicar, Brontis?
Pero hoy me volvió la vanidosa inquietud de “publicar o perecer” y aunque sólo lo segundo es seguro y pertinente, la lectura de los escritos consignados en las carpetas 1 y 2, pero sobre todo un solitario archivo con el nombre “Descartados”, me hizo llegar a una muy conveniente conclusión: no todo está del nabo en mis escritos. ¿O sí?
(Me caigo para que me levanten, obviamente).
Si no pongo en el mercado esas páginas del archivo “Descartados” ¿dejaré al municipio o mis familiares sin la oportunidad de leerme en el formato libro? ¿Acaso debo olvidarme de dejar un legado a la humanidad?
Para poder seguir adelante y evitar romper la coherencia de mis contradicciones, debo decirles algo importante: hace ocho años y tres meses abandoné dos anhelos: 1) el sueño de ser “alfaguarizado” y 2) esa locuaz idea de que los lectores esperan un nuevo libro de mi autoría.
No ha ocurrido ni ocurrirá jamás. Comprarlo, menos.
¿Cómo resolví esa situación tan incómoda para todo autor digno de ese apelativo?
Fácil: pagando una edición de autor y regalando los ejemplares a los amigos lectores. No es necesario que compren mis libros: yo se los regalo. Llegué a esa conclusión a través de un análisis pragmático y ajeno al salvaje neoliberalismo… paso a explicarme.
La noción de “lectores” es un asunto de números y fidelidades: ¿de verdad me leen unas ochenta personas? Si eso es medianamente cierto, sonrío satisfecho porque me exime de imprimir la monstruosa cantidad de quinientos libros y evitar la tala, con fines editoriales, de uno o dos arbolitos medianos. Por otra parte, mi contribución a la Literatura con mayúscula es nula, pero si se da el caso de poder presumir ochenta lectores confirmados, eso me honra de manera sobrada. Si decido publicar ese nuevo libro será por esos lectores y de una vez se los digo: sé quiénes son, los he estado observando y casi todos son mis feisamigos.
¿Acaso pienso sacar del limbo los textos de las carpetas 1 y 2?
No.
Si decido hacer ese libraco, pagaré la edición en papel con mi pecunio. No pediré ayuda de nadie. Los ejemplares impresos (no más de cincuenta) los regalaré a cada uno de mis amigos lectores en una reunión privada con canapés o tortas de guisado incluidas -como lo hice con dos libros anteriores.
La edición será al amparo transnacional del señor Jeff Bezos (Amazon) o alguna otra plataforma que garantice fácil acceso y adquisición del producto en formato electrónico. No habrá presentaciones públicas del volumen (son de hueva esas ceremonias). Ya luego buscaré a los otros lectores -a quienes no alcancé a invitar a la presentación privada- y les daré su ejemplar. ¿Cuántos leerán ese hipotético texto? Mmh… quizás veinte.
Serían, pues, textos que se aproximan al género del ensayo o el intento más temerario que he sido capaz de alcanzar en ese formato tan voluble y resbaladizo.
Casi a nadie le llama la atención leer ensayos.
¿En serio he sido capaz de escribir en ese género? Tengo miedo.
Lo de la contribución a la Literatura (con mayúscula) se la dejo a otros más avezados.
Los hay.