Por Raúl Mejía
Aunque tus padres te bautizaron (porque seguro eran católicos) con el nombre de un futbolista del scratch du oro y lo acompañaron del sencillo apelativo de “Gustavo”, la verdad es que te las arreglaste para ser sólo Ogarrio. Digamos que el nombre/apellido que te dio santo y seña es una especie de franquicia como lo es una tienda Oxxo -esos expendios de conveniencia que cancelaron la costumbre de decir “voy a la tienda de doña Carmelita por unos cigarros”.
Te convertiste en Ogarrio de la misma manera que Messi dejó de ser Lionel; Samperio Guillermo y Jorge Luis simplemente Borges. No lo logró Paz, quien reclamó para su posteridad a Octavio; Carlos, a Fuentes y Zaid a Gabriel. Pitol casi lo logró, pero siempre se pregunta “¿te refieres a Sergio?”, como si “Pitol” fuera un apellido tan común como García. Si alguien, de aquí a unos años, pregunta por Gustavo, dirán ¿cuál Gustavo? Pero si preguntan cuánto hace que se murió Ogarrio, nadie preguntará ¿cuál Ogarrio?
Te confieso: la idea de estos obituarios me surgió hace unas tres semanas (¡Ay, hace tan poco tiempo todavía andabas por aquí!) cuando chateamos en el whatsapp y las parrafadas que soltábamos eran tan extensas que mejor te pedí me llamaras por teléfono “en cinco minutos” -mientras buscaba e instalaba mi artefacto en el oído para escuchar porque cada quincena estoy más sordo.
No sé si el dato sea relevante, pero hablamos casi una hora (56 minutos) y los temas que desplegaste fueron, entre otros, la edad que en este mayo 27 estrenarías y ya no alcanzaste. Eso te tenía todo reflexivo (iba a decir “jodido”, pero creo no es para tanto). Hablamos de los papás viejos, del cáncer y los hijos que se hacen Grandes (con mayúscula). Me quedó claro que Camila te tenía enamorado en fase terminal. Hablamos como siempre. Yendo de un tema a otro. Una conversación relevante sólo entre nosotros, por eso, cuando colgué me dije: “¡cuánto me hacía falta hablar con este cabrón, carajo!”
Desde que te conocí (no chilles) me sentí conectado contigo. Creo todo empezó cuando en un rincón de La Voz, el periódico de cabecera de todo moreliano digno de respeto, en sesión plenaria estábamos los titulares de la alineación que le daría vida y forma al suplemento La Red en el Mundial futbolero de 1998 (Francia). Nos faltaba un nombre para completar la banca y eventuales suplencias. Nuestro DT, Mauricio Lira, se mesaba los cabellos sin dar con una opción viable.
En un momento dado volvió la mirada de estratega al rincón noreste de la sala de redacción y te propuso como la última opción para ser el suplente. ¿Tendrá nivel el tipo ese? -dijo Mau, con la displicencia de entrenador de la escuela lavolpista y sometió a votación si se te aceptaba o no. Por abrumadora mayoría te hiciste de la titularidad de la banca y luego, gracias al fino juego que desplegaste en partidos moleros (Tuca Ferreti dixit), el toque y tu visión de cancha dignos de cracks como Rivelino, asumiste la titularidad indiscutible de la parcela izquierda; sí, como extremo. Hasta en el balompié te persiguió la ideología. No era fácil conseguirlo. En ese equipo había puro poeta del balompié escrito: Sergio Monreal, Manuel Quintans, Aleptz, Zamora, Jazzmine Aburto, Juan García Tapia, Víctor Rodríguez, Emil Labrocha… talento químicamente puro.
Nunca tuve dudas de las diferencias que en materia política nos separaban y nos separaron, pero hubo un Año Nuevo que pasamos como perros en el periférico en el jardín de San José, con sendas botellas de tinto y llamando a amigas para desearles felicidades desde un teléfono público y las casas alrededor con la familia reunida, pero nosotros estábamos solos. Creo que ahí supe que seríamos amigos.
Tampoco olvidaré la hospitalidad de Laura Gómez, que nos acogió en su casa a altas horas de la madrugada, allá por “La Paloma” y casi rayando el sol. Nos dio de cenar bacalao. A partir de ahí, ese platillo se me convirtió en el sucedáneo de las madalenas de Marcel Proust. Pienso que a Laura le quedó claro que éramos unos perros tiernos solitarios buscando quién nos pusiera una correa.
Años más tarde llegaste a vivir a mi casa. Aquello fue algo raro porque, para mis estándares de orden y limpieza, compartir hogar contigo, mi hijo Fabrizio y Maya, fue una prueba que apenas pude superar, ya que ninguno de los tres alcanzaba las cuotas de excelencia en la materia. Al final opté, como siempre, por asumir que las labores propias del hogar, si las quería de excelencia castrense, eran asunto mío… y así ha sido desde hace décadas y por todo el futuro que me queda.
Tengo presentes las charlas nocturnas en la mesa del comedor, tomando café o ron con Fabrizio y Maya. Fisi siempre me dice: “Ogarrio me cae rebien; lo recuerdo en las noches hablando de cualquier cosa; eran bien padres esos momentos”.
Creo que fue cuando vivías en Salamanca (no en Guanajuato, sino en España) cuando “el pan de la conversación” adquirió naturaleza plena y eso se lo debo (o debemos) a los libros. Esas largas sesiones cuando íbamos en algún tren o dábamos cuenta de una “caña” en el bar de la esquina de tu casa son memorables. Me quedó claro que, independientemente del tema, te las arreglabas para sacar conclusiones que ni por asomo se me habían ocurrido. Contigo todo era un paseo sin itinerario previo cuando de historias impresas se trataba. Nada de seguir las señales. Se trataba de perderse en las palabras. Cambiar de rumbo sin avisar, regresar al punto de partida. Ni una pizca de presunción o alarde de lecturas.
Agradecí siempre que el asunto político nunca se atravesara entre nosotros (aunque sé que solías tirarme copros con tus pares). Si algo tengo a buen recaudo fue el tácito acuerdo de no meter ese tema en la relación y quiero pensar que si lo político/partidista hubiese sido tema entre nosotros, quizás nos hubiéramos distanciado, pero también logrado lo que Jorge Edwards dice que ocurrió en la relación de Octavio Paz y Pablo Neruda: “La reconciliación es un arte refinado, pero la enemistad con afecto, con nostalgia, es un caso más complejo”. Las únicas ocasiones en que el tema político salió sin contención fue en los debates a los que te invitaba con mis alumnos de la universidad en los albores del siglo XXI. Muchos estudiantes recuerdan esas discusiones -luego de tantos años- con mucho cariño.
Siento gacho no haberte dicho cuánto te agradezco “haberme presentado” a Ricardo Piglia, a Fernando Vallejo y un poco menos a Bolaño. De verdad lamento no haber estado nunca a su altura. Esa novela de Los detectives salvajes logró que por más de quinientas páginas nunca dejara de estar modorro. Sólo menciono a tres autores, pero hay más. Tenerte como interlocutor siempre fue un lujo y creo (no todo es apología) que si tus metáforas en los textos no hubiesen sido tan abundantes y excesivas, tus escritos hubieran alcanzado cotas y calados más hondos.
De pronto salías con cosas como “…empezaba a sufrir de piedras dialécticas” y luego un críptico “para no complicar el odio de los caracoles ciegos” o “las caricias basálticas de los antílopes”… es culpa mía no estar a la altura de esas imágenes. Te lo digo en serio. Para un chambón en esos menesteres como lo soy, paisajes de ese talante nunca los he podido procesar.
Esto no puede extenderse mucho porque sería un artículo (y chance termine siéndolo). Mejor me apresuro a contarte algo de lecturas y ahora que ya no estás entre nosotros, es momento de explayarme. ¿Te acuerdas del libro que se llama Cultura e Imperialismo? ¿Sí? El de Edward Said, sí. Ese mero.
Pues bien, lo confieso: yo te lo robé. Supe que lanzaste temerarias acusaciones (o al menos suspicacias) sobre la honradez libresca de Toño Monter, Aleptz Zamora y algún otro despistado. Pues bien. Ya. Olvídalo. Los tres son inocentes. Fui yo quien te lo robó y no me arrepiento. Es El libro más hiper chingón que he leído sobre “las imaginaciones” que se crean en colonizados y colonizadores en ese desigual intercambio de experiencias económicas, comerciales y culturales que se conoce como imperialismo. La anexión de vastos territorios con fines de exacción comercial en África por parte de Francia, Inglaterra y Bélgica (por sólo mencionar tres) creó una literatura que permitía la confección de una “identidad inglesa en África” que luego tenía que transfigurarse, en los dominios de la pérfida Albión, en algo que resultara motivo de orgullo conquistador.
Muchas generaciones de ingleses, por citar un ejemplo, llegaron a considerar natural tener esclavos en el continente africano. Incluso Patty Boyd, la esposa de Eric Clapton y de George Harrison, lo deja ver así en su biografía (¡y está hablando de la década de los cincuenta del siglo pasado!). Ni siquiera reparaban en ese “otro” que cuidaba de sus niños y les daba de comer, calidez y a cambio recibían indiferencia. Amorosa incluso. A ese otro le negaron, por siglos cualquier barrunto de ficción narrativa o testimonial. Apenas se pudieron crear novelas con personajes sometidos como “el tío Tom” -el buen negro de la cabaña famosa en el sur esclavista de Estados Unidos. ¿Cuánto pasó antes de tener la visión de alguien como V.S. Naipaul?
Este tema fue motivo de un paseo por varios recodos memorables. Fue un periplo que me quedé con ganas de continuarlo, pero dudo te dejen salir de este condominio en donde ahora vives… ¿así fue la charla o me la estoy inventando? No sé, pero sí que nos faltó tiempo para hablar de un señor apellidado Doctorow a ritmo de jazz, de Ragtime y de las enormes posibilidades narrativas de estos tiempos, los de este momento, en donde “todos tenemos la razón” y que ya no podrás ver en qué terminan.
Ahora que andas en el más allá, seguro te encontrarás con el autor palestino y conversarán del asunto sin necesidad de textos en papel.
Ahí te ves, chamaco. Vendré por aquí el Día de Muertos.
Las efemérides se respetan.
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