Por Gabriel Rodríguez Liceaga
(Fragmento de novela)
Acumulo ya varios insomnios, siempre encadenados a su correspondiente día llevadero en el que desayuno mal, como bien y ceno pésimo. Leo, medito, veo pelis, me doy un fumón; pero siempre con la patina de la incertidumbre y el hartazgo. Material de inspiración, el canal de noticias está encendido en casa tácitamente, son como la licuadora o el reloj despertador o el derecho a la concupiscencia a deshoras de mis vecinos. “En Hermosillo ha tenido reciente apogeo una forma inconsciente de diversión. Le llaman Semáforo Ruso. Y, como su nombre lo indica, consiste en pasarse un alto a toda velocidad. Poniendo en riesgo no solo la vida propia, sino la de gente inocente”.
Estoy trabajando el doble y de nueve a nueve. Videollamadas, juntas, regaños, peloteos, presentar ideas. El encierro me tiene amarrado de manos en la recaudación de material que se vuelva viral. Viral como el virus que nos tiene hacinados. Hace un par de años estaba de moda eso de soltar el volante y bajarte del auto para bailar en la calle con el coche en movimiento. La gente comenzó a replicar esta propuesta que naturalmente y por fuerza, tenía que acontecer oyendo y bailando una canción y una coreografía en específico. Un cantante de norteño pagó millones por poner esta dinámica suicida de moda. ¿Semáforo ruso? Ya ni siquiera es gracioso que la gente muera por llana estupidez. Supongo que hay una marca de autos que quiere vender en Sonora un sistema de seguridad nuevo.
No estaba en mis planes necesitar de un clan de cervezas a las dos de la madrugada en martes, pero en ese momento dije en voz alta: voy por un six.
Camino de madrugada rumbo a la esquina en tiempos de pandemia. A mitad del trayecto está una tortería. El puesto ahora sólo es un recuadro de lámina bastante raspada y con el dibujo anatómicamente improbable de una torta cubana con maracas. No han abierto en un mes. Suena ruido proveniente del interior del local. El corazón del negocio es una radio que apenas si transmite un sonido empanizado. La conclusión me llega de golpe.
Hay gente viviendo allá adentro. Hay una persona en cuarentena adentro de las Tortas Unicornio. Ahí adentro se embriaga y se masturba o tiene sexo, se cocina, padece pesadillas y aburre un individuo. ¡Lo ubico! Un señor con el ombligo volteado hacia afuera, bajo de estatura, panzón, le va al Atlante, su bigote es de esos necios que mantienen la tosquedad del siglo pasado. Me detengo. La radio encima dos estaciones disímiles: algo que parece un noticiero y un bolero lánguido. ¡Aparece una rata! Enorme, peluda, larga como misa de ocho. Naturalmente me espanto. Exclamo un grito poco viril aunque a los cinco segundos ya estoy sereno.
Veo al roedor zigzagear la banqueta con diligencia y enfermedad o hechizo. Cuando está por alcanzar las fauces del alcantarillado sale de la nada un automóvil a toda velocidad y la estela del sonido que genera. De un segundo a otro ya no hay rata. Solo un fiambre cerdoso sobre Río Lerma, una candileja de sangre, un piecito que se mueve milimétricamente. Miro el semáforo. En rojo. Semáforo ruso. De no haberme detenido a pensar en la tortería y su inquilino, quizá yo sería ese despojo neutralizado en el asfalto.
Vengo abrazando una caja de doce cervezas, la elegí y pagué de forma más que mecánica. Apenas entre a casa notaré que compré estúpida y estorbosa cerveza sin alcohol.
Pero, aun abajo, los edificios inteligentes a la distancia me alelan. Tienen las luces de todos sus pisos encendidas a pesar de que en aquellos cubículos no ha trabajado nadie en un mes.
Ustedes creen que están de pie, pero en realidad ya están de rodillas-. Digo en voz alta. Hablando con aquel conjunto de edificios inteligentes.
De inmediato siento que traiciono a todos los objetos inanimados con los que dialogué los últimos días en el departamento. Cuando regañé a una fila de libros por inclinarse, cuando amenacé de muerte a una cuchara, cuando le falté al respeto a una botella de plástico o le leí el futuro a una moneda de cinco. Y me siento estúpido. Como si el acto irracional de hablar con algo inanimado fuera exclusivo del encierro doméstico. Como si uno sólo pudiera hablar con cosas minúsculas y no con una hermosa y enorme construcción humana. La caja de cervezas me pesa.
De la tortería ahora suena, en medio del silencio, una canción para perrear hasta abajo. Me formo justo detrás del ritmo y acabo meneando los hombros. Ignoro a la luna que esa noche está vestida como si fuera a dar el anillo.
Me dan ganas de escupirle a un charco de grasa, atinarle justo al centro para modificar todo su colorido reflejo fluorescente. Carajo. Acabaremos extrañando cosas inéditas. Que un perro a la distancia le ladre a alguien que está aun más lejos, que un niño mugroso me venda un mazapán, que me ande del baño y conforme me vaya aproximando al hogar la caca se asome más y más con lujo de piel chinita, que un avión parta el cielo en dos crenchas desiguales. ¡Un puto avión que vaya a otro continente! Un avión que lleve a señoritas de belleza a un certamen aquí cerca, o mejor aun: que se dirija a Lesbia.
Estoy desvariando. El aeropuerto sigue funcionando, pero yo juro que hace meses no pasan los aviones por el cielo. Me siento solo y extraño a Margarita, no son la misma cosa. Habito un paréntesis que yo no abrí. Pero los planes de toda la especie humana se han venido abajo, pensar que esto solo le está afectando a uno, es bobo y necio. Me acuerdo de la historia del hombre que está en el Sahara, angustiado porque no tiene arena para su reloj de arena. Llegando a casa veré una película.
En mi edificio sólo está encendido mi departamento. Dos ventanas proyectando golosina para los insectos del árbol, una franja de luz -a dos segmentos- tan inocua como esquinada. Sala y recámara. Todo alrededor es la oscuridad de los que duermen, esa bola de peligrosos extranjeros. Dejé prendida la luz. Existo. Hay un dios dormido en mi interior. Siento algo hermoso en contraste con la otra cuadrícula, la de los incontables focos encendidos a lo largo de treinta y tantos pisos. Que cada quien reine su mole de soledad vista desde abajo.
Volveremos a las calles, le digo a la caja de cervezas inermes mientras me la re acomodo buscando las llaves en mis bolsas del pijama. Volveremos a ser el estorbo de los demás. Y correremos cuadras enteras porque ya no nos aguantamos las ganas de cagar y arrojaremos gargajos en la banqueta y le diremos a un niño que no, que no queremos comprar uno de sus dulces.
CDMX, Mayo de 2020
Imagen: Rodrigo Contreras/Flickr