Por Almudena Barragán
No quiero que mi abuelo se muera. Está cerca de los 96 años y sé que mi deseo cada vez tiene la mecha más corta. A veces pienso cómo sería el mundo y mi familia cuando ya no esté y ante mí, queda la sensación de tener en la tripa un hoyo inmenso, un vacío, como el cráter de un meteorito que se estrella contra la Tierra. Tengo el mismo miedo que millones de personas. No puedo parar de pensar en que si se lo lleva el coronavirus, no habrá besos ni abrazos. No podré verle, ni sujetarle la mano, ni decirle que es el abuelo más guapo del mundo mientras él me responde que yo soy la nieta más pesada. Qué puta mierda es estar lejos, Juan.
Así que mi abuelo y yo hemos aprendido a hacernos videollamadas. Él no tiene móvil porque dice que no lo necesita, que la humanidad “está idiotizada con esos cacharros”, pero mi abuela, que siempre ha sido la jefa de máquinas de ese matrimonio, decidió aprender a utilizarlo gracias a que se apuntó las instrucciones básicas en un cuaderno. Maricarmen, 86 años y dos clavos de titanio en las caderas que harían saltar las alarmas de cualquier aeropuerto. Ella es sin duda, la más tecnológica de los dos. Mi abuelo cree que la tecnología está acabando con el trato humano de las personas y terminará con el trabajo de la cajera, el dependiente y el kiosquero. También con el del empleado de banca, como él, que trabajó durante cuarenta años en el Banco Español de Crédito.
Nuestras conferencias transatlánticas lo molan todo. Él vive en Madrid y yo a 9,000 kilómetros de allí, en Ciudad de México. Aunque todavía mi abuelo no apunta bien con la pantalla, nos marcamos buenas conversaciones. Se coloca el teléfono debajo de la boca y yo alcanzo a verle sus dos ojillos pequeños y los pelos que tiene en la nariz. A veces hay fallas en la comunicación y hay que repetir las cosas un par de veces porque aunque mi abuelo tiene una memoria impresionante, cada día está más sordo.
– ¿Qué tal, cómo estás, guapo? ¿Cómo lo llevas?
– Llevo encerrado 47 días y esto parece que no va a acabar nunca. Me aburro lo que puedo.
– Tú acuérdate de lo que decían en la guerra los republicanos, abuelito.
– ¿Eh?
– ¡EN LA GUERRA, CUANDO EL ASEDIO DE MADRID! ¿Te acuerdas?
– Sí, sí. No hace falta que me grites. Decían: “No pasarán”, como La Pasionaria. Pues ahora igual. ¡No pasarán!
– ¿Y qué haces para pasar el rato, qué estás leyendo?
– Estoy con un libro sobre la historia de Madrid, ya voy por el siglo XVII.
– Suena muy interesante.
– ¿Sabías que en el 1600 y pico ya había 800 casas de putas en Madrid?
– Ja, ja, ja, ¿de eso va el libro que estás leyendo?
– Bueno, cuenta datos curiosos de la ciudad, está bien documentado aunque hay partes con demasiados nombres y no me acuerdo de todos. También estoy haciendo sopas de letras de esas con las que te vuelves loco y miro cómo va la Bolsa en el teletexto, pero es horrible, hija. Está cayendo mucho el mercado, las acciones no valen nada. Una pena.
Después de varios meses de riguroso confinamiento, el gobierno español dio autorización para que las personas empezaran a salir a pasear a la calle pero mi abuelo, después de dos meses incrustado en su sillón orejero, tenía miedo de volver al asfalto. En invierno tuvo una fuerte caída en la calle y desconfía de sus piernas y sus fuerzas para caminar. Tampoco se fía de que “el bichito” no de la vuelta al mundo y nos volvamos a contagiar de nuevo.
– Tengo un poco de miedillo, hija. Siento que las piernas no me sujetan bien.
– ¿Pero estás mal, qué crees que te pasa?
– Lo que me pasa es que estoy viejo y tengo muchos años, Almudenita.
Y tanto que tiene muchos años. Nació en Madrid en 1924. Le pasó por encima una guerra, una posguerra, una dictadura, el regreso de la democracia y ahora una pandemia. Con la mitad de eso, hay quien escribe una saga familiar. Recuerdo que la última vez que salimos a pasear por el barrio fue este mes de febrero. Con una mano se apoyaba en su bastón y con la otra me agarraba fuerte del brazo izquierdo. Merendamos en una cafetería de la glorieta de Quevedo y hablamos varias horas. Mientras le contaba detalles de mi vida, él mojaba su bollo en el café descafeinado y entornaba los ojos para oírme mejor. Siempre está muy pendiente de las noticias y si dicen algo de México en la tele o en la radio, pone el volumen al máximo y usa la mano como amplificador para enterarse bien y luego comentarlo en nuestras charlas. Recuerdo bien esta fecha porque fue la primera vez que le pregunté si tenía miedo a la muerte.
– A mí ya no me da miedo nada.
– ¿Pero eso no significa que te quieras morir, no?
– No, hija. ¡Vaya cosas que me preguntas! No me quiero morir pero soy muy viejo, así que ya no me queda otra cosa que hacer en la vida más que morirme.
– Bueno, pues si no tienes prisa, no te mueras todavía, ¿vale?
– Vale.
Ahora cuando hablamos, antes de colgar, siempre me dice: “No te resfríes, lávate las manos y ten mucho cuidadito”. Yo le respondo que sí a todo y le digo algo parecido. Los dos nos quedamos más tranquilos de cuidar del otro aunque sea a través de la pantalla. A fin de cuentas, el mensaje es el mismo: “No te mueras todavía, ¿vale?”
Ciudad de México – Madrid, 19 de mayo 2020 (Año 1 de la pandemia)
Imagen: Tonymadrid Photography/ Flickr