Por Juan Mendoza
Diario, a las 8.30 de la mañana, puntual desde hace seis semanas, una avioneta pregonera anuncia por un altavoz que te quedes en casa. Esa recomendación me la hacían mis padres cuando de adolescente quería ir a una fiesta en la noche. También se la hace la voz de la conciencia de un tipo que pretende dejar a su familia para irse a echar pata con la amante. La avioneta también recomienda que te laves las manos, que no te toques la cara, que evites el contacto con los humanos. Resulta bastante tétrico. Se me ocurre que así anunciaban propaganda política en tiempos menos frágiles y más violentos.
Cuando pasa la avioneta sé que ya llevo cuatro horas en chinga trabajando. La empresa para la que laboro me facilitó algunas herramientas para hacerle de cagatintas desde casa: home office le dicen los gringos y muchos latinoamericanos mamones que no pueden decir “trabajo desde casa”. Descubrí que soy más eficaz y eficiente si me levanto a conectarme de madrugada que si me quedo despierto toda la noche. Cuando era joven me desvelaba voluntariamente y por gusto: para escribir y beber y rematar con un cigarrito mirando a la luna.
Pero ya ni siquiera fumo, escribo cada vez menos y ya no tengo 19 años. Lo que sí tengo es una hija de tres que me consume más energía que cualquier novela escrita en madrugada. En cuanto despierta, lo primero que hace es buscarme para jugar: ella no sabe de virus, ni confinamientos, ni trabajos desde casa y sólo quiere ser la doctora Brisa y su única ambición es que yo le consiga pacientes para revisar que no tengan gusanos en el corazón.
La neta, y por si las dudas, también la estoy poniendo a jugar al apocalipsis zombie.
He seguido al pie de la letra las instrucciones de “quédate en casa”, más por necesidad que por obediencia. O salud. Mi jornal es de 14 horas diarias, o más. Y cualquier cosa que diga de más será sólo para defender a un patrón explotador que no me conoce y, creo, no le importo. Al menos, tanto. El Desayuno, la comida, la cena, la limpieza y el cuidado de la infanta corren a cargo de mi amada esposa, la que además, es maestra en línea; cuando yo termino la última junta en línea hacemos relevos australianos: yo me dedico a cuidar de nuestra pequeña hija y ella se conecta a evaluar a sus alumnos.
A esas alturas ya salió por el mandado, al cajero, a pagar servicios, tarjetas y a echar gasolina al auto. Yo no puedo ir porque tengo que estar disponible para cualquier contingencia. Por eso, hoy viernes que cancelaron las dos reuniones que tendría por la tarde, para celebrar me destapé dos cervezas Victoria con 1.8 grados de alcohol que son las únicas que consigues en el Aurrera Express, y me decidí acompañar a mi wife a hacer los menesteres fuera del hogar.
Cuando llegamos al auto me punzó un poco el vientre anunciado que dentro de poco tendría que ir a orinar. No hice caso al llamado de la naturaleza porque de regresarme al baño, la tardanza para salir se alargaría otra hora más. Además, pensé, no podemos tardar mucho si hacíamos las cosas enfocadas y sin distracciones por ser tiempo de pandemia.
Ajá.
Los tres, armados cada quien con sendos cubrebocas, salimos rumbo al primer destino: el cajero automático. Teníamos que conseguir efectivo para liquidar una tarjeta que no podemos pagar ni en línea ni por teléfono y al banco le va a valer sorbete la pandemia, los muy hijos de puta. Por fortuna sólo había tres personas delante de mí esperando usar alguna cajero y no tardé gran cosa si tomamos en cuenta que mi wife se ha llegado a enfrentar filas de hasta hora y media desde que comenzó la cuarentena. Y no lo queda otra que esperar. Eso sí es horror y no que la gente se convierta en muertos vivientes. Salí del cajero y se avivaron las ganas de orinar. Intenté ignorarlas porque apenas llevábamos lograda una meta.
Lo siguiente fue ir a la plaza comercial más cercana donde hubiera un Sanborns para pagar la tarjeta. Mientras avanzamos en el auto las ganas de pegar una “miada” han pasado de moderadas a imperiosas. La cerveza “Victoria Chingones” de Grupo Modelo no embriaga, pero el proceso de la micción es idéntico a cualquier otra con 4 grados de alcohol. Esperé en ale auto, con Brisa, a que mi esposa regresara de gestionar el cubrimiento del adeudo.
Mi hija que, como ya dije, no sabe ni qué pedo con el virus, quiso darse una vuelta por la plaza. Pude negociar a dar un rol sólo en el estacionamiento. Pudimos correr y brincar libremente por la poca afluencia de autos. Luego nos metimos a jugar con el celular. Cuando regresó mi wife me dijo que el Starbucks estaba abierto, podía usar el sanitario ahí. Me enfilé sin pensarlo dos veces.
Una novela de John Windham, el Día de los Trífidos, empieza diciendo que cuando un miércoles empieza como si fuera domingo, algo no está bien en alguna parte. Es extraño, pero pasear por la Plaza sí te da un sentimiento apocalíptico. Da miedo: negocios cerrados, poco personal -todos con guantes y cubrebocas-, algunos con máscaras de acrílico. En el Starbucks me negaron el servicio al baño. Ya había pedido dos cafés y me dio pena aceptar que sólo les consumí para usar el sanitario. “Sólo como curiosidad, ¿ustedes dónde hacen?” No, pues, tienes que hacer antes de salir de tu casa y aguantarte después, hasta que vuelvas”. No le creo. Supongo que usan el baño que me están negando. Supongo que el WC es un lugar donde es más fácil contagiarse y por eso no lo abren. No lo sé.
Recibo los capuchinos más caros del mundo, que aumentan el 30% de su valor si pides un tipo de leche distinta, y que me los sirvieron al 70% de la capacidad del vaso. Sé que tuve que haber reclamado porque no iba a pagar 130 pesos por dos cafés pinchones a los cuales les faltaba la tercera parte de su contenido y que además estaban fríos, pero eran más mis ganas de “miar”, así que agradecí y me fui en chinga a buscar al primer personal de limpieza o guardia de seguridad que saliera al camino y preguntarle acerca de los sanitarios.
Un poli me dijo que no había en funcionamiento uno solo en toda la plaza. Le pregunté lo mismo que al empleado, él fue más sincero. “Hay uno abierto para nosotros…” Creo que adivinó mi siguiente petición, porque añadió. “Pero es sólo para puro personal, no pueden entrar clientes” Nombre… pues muchas gracias y chinguen a su madre. Los negocios abiertos, la mayoría de los que ofrecen comida, las cajas del Sanborns y atención a clientes de telefonía celular, siguen con un estricto control sanitario.
Medir distancia, obligar el uso de cubrebocas, no más de 20 personas en establecimientos grandes. La gente formada se mira todo menos preocupada. Algunos, incluso, van sin cubrebocas, descansando en las bancas, dando el rol. Un buen porcentaje de la población estará en su casa, en calzones, pidiendo comida por Rappi o UberEats, conectándose a la red de su trabajo y poniendo el siguiente capítulo de la serie de Netflix.
Otro porcentaje todavía mayor está laborando en la informalidad, y no ha dejado de trabajar ni porque se oficializó la cuarentena. “O nos morimos del virus, o nos morimos de hambre” me dijo el albañil que apenas dos semanas antes cuando le pregunté si no tenía problema en terminar una construcción que inició un poco antes de que “todo esto pasara.”
La frase, igualita, la dijo unos días después un empresario milloneta cuando tuvo que justificar por qué obligaba a trabajar a su personal en punto de venta y oficinas. Cabe mencionar que este grandísimo cabrón no se va a morir de hambre, pero si existiera algo como la justicia divina, sí se puede petatear por coronavirus. Llegué al auto más desesperado que cuando me fui. Y todavía teníamos que ir a conseguir comida. Esperaba con todas mis ansias que el local donde fuéramos tuviera baño.
La esperanza la intuía vana. Todos los establecimientos están ofreciendo comida sólo para llevar. A insistencia de mi wife fuimos a comprar comida supuestamente cantonesa en el establecimiento Wok The Feeling (que mi amada le dice Wat a foc). Le insistí que podíamos pasar al Costco. Unas semanas antes me dejaron entrar con Brisa aún cuando no tenía cubrebocas porque le estaba ganando la pipí. Nos quedaba de paso. Ya estaba asimilando que sufría un castigo divino por andarme burlando de mi wife: diciéndole que era como un bebé, que tenía dos hijas menores de cinco años, y todo porque se me ocurrió decirle que salió de casa sin agua y sin lentes oscuros.
Bajarme a orinar en cualquier calle no estaba en los planes, amén de que no le quiero meter imágenes en el subconsciente a Brisa y le tenga que contar a un psicólogo dentro de 30 años que no puede superar ese momento en que su padre se puso a orinar en plena avenida Gustavo Baz antes de que se lo cargara una patrulla, tampoco podía aceptarle a mi esposa que me urgía ir al baño. No cuando ya estaba enojada por mis burlas anteriores. Como no había comido, seguro desataba una fiera a niveles que rayan solicitar divorcio y pensión alimenticia. Mi wife recordó que nos hacía falta jamón y sí, podríamos pasar al Costco. Me bajé desesperado pero intentado no se me notara. Ya con una punzada dolorosa en el vientre me fui directamente al baño. Los urinales estaban divididos por micas, también los lavamanos.
Hasta que vacié en totalidad la vejiga fue que pude pensar con claridad. Me dediqué a buscar las dos cosas que me encargó mi wife. En el Costco las cosas no han cambiado mucho, aunque son menos los asociados, los pocos que van siguen estando bien pendejos para manejar un carrito. Las chicas que revisan tu ticket para asegurar que no te hayas robado nada de camino de la caja a la salida te tratan con más desdén que el acostumbrado, pero no ponen esmero en su conteo. Más ganas tienen que se acabe el día y regresen a casa, donde están alejadas de la gente. Al menos de la que no conocen porque debe ser muy culero que te contagie cualquier hijo de vecino.
Fuimos entonces al Watafoc. Lo encontramos abierto, incluso sin ninguna seguridad extra. Mi wife se metió sin cubrebocas a encargar los combos. Eso te da un poco de respiro porque llegas a cierta normalidad y te quitas la paranoia. Hasta que recuerdas te pueden contagiar y entonces dudas que sea buena idea haber ido a buscar comida precisamente ahí. Me quedo cuidando a Brisa. Le saca mucho de onda que todos salgamos del auto menos ella; no le gusta mirar los parques, camellones, áreas verdes y no poder ir a correr. Le explico nuevamente de la pandemia.
Desde la primera vez que se lo contamos, ella entendió que un hombre chino muy malo había aventado un virus a la calle y por eso no iba a la escuela, no salía de su casa y no podía ir al parque. Así se lo explica a sus muñecos cuando en sus juegos le piden que los lleven afuera. Mi esposa regresa, el pedido tardará unos minutos. Aprovecho para pasar al 7 Eleven de enfrente. A la búsqueda vana de cerveza.
Es verdad, ¿qué criterio utilizar para aceptar que una Coca-Cola es producto básico y no así una cheve? Los refrigeradores ya no están vacíos, pero no tienen chela. Jugos, tequilas en lata, clamatos, pero nada de cerveza. Ni modo. En casa todavía tengo un six de Chingones, cinco de barrilito, una caguama de Stella Artois, otra de Tecate Ambar y cuatro botellas de Cucapá. Parece mucho, pero para un alcohólico cervecero sólo es un miércoles después del trabajo. Cuando quise hacer compras de pánico de cheve, la venta ya estaba limitada a tres six por persona.
Me dan ganas de comprar un tequila, o un mezcal, o esa asquerosa cosa que son cocteles en lata. Ver la fila de más de siete personas me quita las ganas y mejor me regresé con las manos vacías confirmando lo que ya sabía. Extraño la chela, me cae que sí. En cuanto salió la comida, regresamos a casa, de donde nunca tuvimos que haber salido.
Las conclusiones de la salida después de seis semanas de confinamiento: el ambiente, en definitiva, sí da miedo: no hay zombis, no hay infectados, no tenemos que traspasar ciudades tenebrosas para conseguir una inyección con la cura. Solo tenemos que lavarnos las manos muy seguido, permanecer en casa, usar cubrebocas, mantener insana distancia y no hacer reuniones de más de 30 personas.
Claro, como todo el mundo está bien pendejo, no seguimos nada de eso. Da risa aceptar que Hollywood estuvo mal siempre: el Apocalipsis no es un ambiente desolado y desgarrador, si no que viene cargado de una cotidianidad que, la verdad, sí da un chingo de miedo. Porque aceptas que lo cotidiano también mata.
Foto superior: Miguel Librero/Flickr
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