A pesar de la inminente catástrofe, la mujer sigue contemplando el vaivén inmutable de las olas. Nadie la mira. Está sola. Los porteños permanecen confinados en sus casas. Tras años de ajetreo y desasosiego turístico, la vida retorna al mar, acorralada por el clima de muerte y putrefacción que inunda las insalubres calles de la comunidad costera. La escena recuerda a La muerte en Venecia, de Thomas Mann. Un barco solitario atraviesa el horizonte. “Un gigante dormido”, piensa la mujer. Podría perderse en las olas, seguir el mismo destino de Alfonsina Storni, hasta desparramarse en la huesa intemporal que forman los restos de los navegantes antiguos. “Allá, lejos, donde habita el olvido”, como diría Cernuda. Nadie lo notaría. La mujer permanece ensimismada en sus recuerdos. “Cuando era niña”, balbucea.
Ni una sola huella que difuminar en las arenas del tiempo. En la playa virginal, inhabitada, dulce archipiélago de deseos inacabados, los recuerdos colorean otro océano, más impalpable y lejano que el lánguido mar que la mujer contempla bajo las luces sangrientas del ocaso. El mar sin límites de la memoria. Allí donde no existen márgenes ni formas ni contornos. Un mar sin líneas, dionisiaco. ¿Podría concebirse algo semejante?
Pero no. Es preciso salir. El precepto místico de que el ser humano es una gota de agua dentro de un océano vastísimo cobra importancia cuando la mujer cierra los ojos. Entonces, para no perderse en el vértigo que origina la idea del infinito, es menester estar despierta, reparar en la hilera de hoteles deshabitados, atisbar los informes peñascos que sujetan la mar, medir el reloj exacto del atardecer, observar un punto fijo en la distancia, tal como hacen los marineros para no marearse. Así ella que, presa de un profundo estupor, salió a caminar por la ribera del mar.
Nuevamente susurra: “La mar es nuestra gran madre dulce”, como escribió James Joyce en el Ulises. Piensa que el oxímoron no es azaroso: en el mar se agotan los pesares, se desvanecen las angustias, se purifica la sangre, se suspende momentáneamente el riguroso transcurrir de las horas. Ese tic-tac inalterable que en ocasiones suena como una música terrible. Tras desperezarse, el corazón revolotea como una dulce criatura marina, como un niño que ejecuta movimientos giratorios, como la rosa de los vientos en su inconmovible quietud.
Mujer que mira la mar. Así podría titularse semejante cuadro. Porque la realidad queda tan lejana y la apacible manifestación de la vida tan próxima que no queda otra alternativa que sumergirse en la contemplación prolongada de la belleza del mar. Para siempre.
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