Existen declaraciones que, pareciera, quieren llegar al grado de axiomas. Es fácil intuir esto, pues al existir corporaciones, como Twitter, por ejemplo, que buscan se expresen ideas cortas, quizá con la finalidad de fomentar la capacidad de síntesis, o probablemente solo para reducir tiempo y cercanía en los discursos, las posibilidades de los niveles del pensamiento se limitan a sentencias sin la explicación del argumento.
El feminismo, las religiones y los partidos políticos tienen varias de estas declaraciones. Es necesario, claro, considerar el contexto que se vive actualmente. La seguridad de un país tercermundista no ha mejorado, probablemente no vaya a mejorar, eso asusta. Los colectivos buscan desesperadamente ser escuchados, pues por medio de la fuerza se han roto lazos fraternales, sin embargo, las pequeñas hebras que siguen uniendo algunos de estos lazos se debilitan cada vez más gracias al sectarismo.
Paule Freire (1969) distinguía al sectario del radical, asumiendo que el primer caso se basaba en el fanatismo, mientras que el segundo se basaba en estar totalmente convencido de una idea. Es decir, el radical piensa que posee la verdad, está tan convencido de ese hecho que asume que los demás están equivocados y deben ser corregidos, se entiende en un papel de amor por la sociedad, quiere construir un concepto realmente universal. Por otro lado, el sectario se basa en destruir, no intenta convencer a los demás, sino adoctrinarlos. Mientras el primero reconoce que hay otras ideas (aunque incorrectas), el sectario piensa que no puede haber otras ideas: es un fanático.
Así pues, sin importar el tema del que se hable, habrá una postura sectaria, lo que distancia a la misma población, lo que la oprime y debilita ese pequeño hilo que mantenía apenas conectado a los lazos que componen la estructura social. Desde luego eso siempre ha existido, no recuerdo un momento en el que toda la sociedad se haya puesto de acuerdo en una sola postura, por ejemplo, que si la Tierra es plana o es esférica o es un geoide. Camus diría que no importa en realidad, pero esa carencia de importancia le da valor. Siempre seguiremos peleando por definir qué es verdad y qué no, ese no es el problema, el problema en realidad radica en el criterio para definir qué lo verdadero.
Hace tiempo Jorge Ibargüengoitia publicó una crítica a adaptaciones teatrales de dos obras de Alfonso Reyes, acción que desató la ira de otros críticos de teatro, el más destacado, Carlos Monsiváis. En un acalorado debate dentro de publicaciones en una revista, Jorge y Carlos desglosaron sus argumentos con ideas ingeniosas como «Los artículos que escribí, buenos o malos, son los únicos que puedo escribir. Si son ingeniosos es porque tengo ingenio, si son arbitrarios es porque soy arbitrario y si son humorísticos es porque así veo las cosas, que esto no es virtud ni defecto, sino peculiaridad. Ni modo. Quien creyó que todo lo que dije es en serio es un cándido y quien creyó que todo fue broma es un imbécil».
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Otra discusión, similar en cuanto la estructuración de las ideas, se dio entre Camus y Sartre.
Todo apuntaba entonces a que la modernidad, con sus vehículos de comunicación más eficientes que las cartas y que los procesos burocráticos de edición y publicación de revistas, traería discusiones más elocuentes, tan densas como las de Sócrates y los sofistas, pero más claras sin la penumbra de la distancia y el desconocimiento. Pues no. Ahora resulta que nos equivocamos. En realidad lo que la modernidad trajo fue una prisa por comunicar una idea que, en muchas ocasiones, es incompleta. Muchos hijos de los noventa crecimos con ese estigma. Los del nuevo milenio no se diga. Aprendimos que, a pesar de existir puntos e ideas contrarias, definimos que es real aquello que se nos indica.
Hay un dicho que reza «cuando al imbécil le señalaron la Luna solo pudo ver el dedo de quien se la señaló». Quizá no sea lo mejor utilizar dichos en un texto como este, pero ¿qué sería del lenguaje sin las figuras retóricas? Asumamos que es cierto, entonces entenderíamos el porqué de la calificación de argumentos. Ya no importa tanto que alguien tenga un argumento estructurado o no, sino solo importaría quién lo dice. Que la persona que afirme algo cuente con un número de folowers suficientes que lo respalden, que si, por ejemplo, hay una discusión, la persona más popular ganará con el simple hecho de decir «no es cierto» o una versión mucho más apocopada «no cheto».
Las redes sociales están plagadas de ejemplos como estos, de discursos vacíos. No importa tanto el problema del que se trate, para el caso, bastaría con la opinión de un «experto» para que cualquier argumento quede desvalido. Lo que lleva a otra pregunta ¿quién es el experto? Otro de los grandes regalos de la modernidad fue que, como en los programas de telemarketing, todos pudieran identificarse como expertos y la decisión final sería como en los Realitys «el que tenga más interacciones del público».
Estos casos se dan seguido, como lo dije al principio, con el feminismo sectario, el fanatismo a un representante político. También aplica a la inversa, al ser un detractor total de toda acción que hace el representante político y las personas feministas. Después de expresar un argumento puede haber respuestas como «ay, qué flojera», o «te tomaste tanto tiempo de tu vida para explicar esto». O peor aún, descalificaciones basadas en «sigue leyendo a tus libros de autoayuda», como si la potencia del insulto también fortaleciera su razonamiento.
La solución para este problema se advierte confusa, pareciera que la bruma lo vuelve todo azul y que el recuerdo de lo que fue el mundo nos prohíba pensar en lo que es. Este escrito, por ejemplo, es una breve y paradójica defensa de los textos largos, que no presenta sino problemas. Es lo que la actualidad a la que pertenezco me permite. Qué fácil e hipócrita sería exigir la lectura de textos largos cuando me intimido ante libros de trescientas páginas.
Tal vez solo nos quede como opción aceptar el Show de Truman en el que nos hayamos inmersos, o bien, la solución sea procurar la estructura y veracidad cada razonamiento, siendo conscientes de la insignificancia que algunos temas de discusión conllevan, y recordando preceptos éticos que nos ayuden a no matarnos en el camino, a no incendiar a otra persona porque los medios definieron sin justificación que tal o cual persona es mala… o bien, en el último de los casos, dejar que todo fluya, que la guerra de sectas siga y que el ganador nos dicte las reglas de la nueva partida.