Dedicado al recuerdo de mi tía Chuche
Existe el instante en el que uno se dice a sí mismo: “guardaré esto en mi memoria, jamás lo olvidaré”. Y sin embargo se borra o por lo menos se difumina. Es imposible -por más que alguien se jacte de ello- recordar las cosas tal cual ocurrieron. Si en la mente el instante corre como si de un video se tratara, hay fragmentos creados, ficción, reconstrucciones. Quizá eso sea lo mejor de la memoria, la posibilidad de aferrarnos o alejarnos de aquello que nos hizo felices o infelices, lo que nos construyó o destruyó.
Escribo esto tras el fallecimiento de mi tía-abuela Chuche. Sí, como un homenaje, pero también como una lección. Su muerte, como la de cualquier ser querido, además del dolor, destapa el álbum interior de momentos vividos y muchas veces, si se supera la pena, deviene un aprendizaje que cada quien interpreta a su manera. Sobre todo, aparece la gran pregunta: “¿Para qué carajos sigo vivo?” En mi caso todavía sigo sin encontrar la respuesta.
Si el impulso creador me lleva a hablar sobre la memoria es porque recuerdo a mi tía en el sofá reposet o en el gran sillón de la casa de la abuela, de esos que dan asiento a generaciones y que poco a poco quedan vacíos cuando se cumple el ciclo inevitable del ser humano. Allí la observaba ver María Visión, las misas, los rosarios cuya cámara estática apuntaba la Custodia mientras una voz rezaba los padrenuestros y los avemarías; también los programas religiosos en los que hablaban sobre las misiones o la fe.
A veces, los domingos, bebía una cerveza con chile piquín, sal y limón que le preparaba mis padres o mis tíos, mientras escuchaba atenta la conversación o a lo que proyectara el televisor. Solía preguntarle sobre asuntos del pasado. Soy un apasionado de la melancolía y el recuerdo. Y si alguien satisfacía esa pasión fue ella, que poseedora de una grandiosa memoria podía recordar su pasado, el de la familia y el del barrio de la Corregidora oriente como si de un documental se tratara.
Los nombres, acontecimientos, las transformaciones arquitectónicas. Detalles y anecdotarios salían de su boca con la sencillez que no poseen aquellos que pasan décadas perfeccionando el conocimiento en la academia. Sólo que ella no tenía mayor estudio que la vida y su libreta de anotaciones eran sus ojos y un cerebro privilegiado que oh, ironía, le fue apagando una hidrocefalia diagnosticada hace unos meses.
Quizá nadie de la familia comprendía el placer que tenía al escucharla, pues muchos ven en el pasado heridas que olvidar o instantes que fueron mejores que el presente y más vale dejarlos atrás. Yo, como sé que mi tía lo creía, pues su voz cobraba un tono de alegría y su rostro un gesto de atención, pienso que nuestro pasado es una fotografía que hay que tomar de vez en cuando. Contemplarla y suspirarle de frente para recordarnos quiénes somos y nos inspire a dar un paso hacia lo que viene. Chuche, deteriorándose de apoco por la edad, arrastrando cada paso en su andadera, rejuvenecía ante las evocaciones.
Cuando abría el baúl de las palabras, yo me decía que la próxima semana la grabaría. Planeaba tomar registros de sus recuerdos para guardarlos en el museo familiar y del barrio, porque nadie negara que lo peor que puede pasarle al hombre es borrarse de la faz de la tierra entre la muerte y las mutaciones del mundo. Donde antes había una familia en una casa de adobe con plantas, fogón y canto de Torcazas, hoy hay oficinistas en edificios, ruido, vertiginio. A la barbarie de los crímenes de la humanidad pienso se le debería agregar el de la memoria.
Empero, la procrastinación, el mal de nuestro siglo, el mañana que nunca llega, me impidió emprendiera tal empresa. Seguían los domingos, las visitas a la casa de la abuela y las repetitivas pero siempre bien recibidas preguntas de Chuche. “¿Cómo va el trabajo?”, “¿cómo está la familia?” Diálogos casi siempre burocráticos pero que en ella eran genuinos. Verdaderamente se preocupaba por mí, por lo que me ocurría. Mi ingenuidad, esa que todos padecemos porque creemos los nuestros y nosotros somos inmortales, me ganó la partida.
De pronto su andar se volvió más lento. Pasó a necesitar ayuda y mucho tiempo para moverse del punto A al B, para realizar las necesidades básicas. Siguió la rigidez del cuerpo, postrarse en una cama desde la cual lanzaba rezos a Dios y a todo el ejército de santos en los cuales tantos creyó. La voz se le apagó y apenas si balbuceaba como una niña pequeña quién sabe qué.
Llegué a verla en momentos breves de lucidez oral, en los cuales escuchar pronunciar aquellas preguntas me devolvían la esperanza: mi tía seguía con nosotros. Una ocasión la miré en la penumbra, recostada de lado, rasgando con el dedo índice una imagen del Sagrado Corazón de Jesús que le pusieron para que la acompañara.
No sé si esa temporada nos escuchaba o entendía, cuánto sufrió, si ofrendó su dolor al Creador al que repito, tanta fe le tuvo. Ante la muerte no nos queda más que creer, la ficción que nadie puede arrebatarnos de que el ser querido está en un mejor lugar. En mi caso no es una esperanza sino una certeza, porque si alguien se merecía el cielo era mi tía.
Anteanoche dormí frente a la cama en la que pasó sus últimos momentos. Abría los ojos a intermitencias y el vacío y la ausencia calaron hondo. En ese instante me sentí profundamente sólo. Me duele no haberme despedido como lo mereció. Me faltó acariciarla más, decirle que la quería, transmitirle cuán importante fue en mi vida. Mi tía se marchó y yo me quedé acá con la culpa por darle prioridad a los menesteres de la vida adulta y no a los afectos de familia, a los lazos que nos dan identidad.
Queda la tarea de reconstruir su memoria a través de la mía y de quienes nos quedamos. Hablar de ella, de los viajes que organizaba a San Juan, de las fiestas de cumpleaños en la vecindad, de las veces que le robamos pan o nos regalaba dulces de su tienda de abarrotes, de sus viajes de joven a la Ciudad de México… llenar su álbum no de fotos, sino de recuerdos para mantenerla viva.
Aferrarse a la memoria no sólo por ella, sino para llenar ese vacío acumulado por los abuelos, por el primo Paulo, por todos los que se van y se irán. Construir el puente entre la vida y la muerte, para cuando nos toque ir hacia allá, transitarlo satisfechos, tomados de sus manos.
Foto superior: Eliazar Parra/Flickr
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