Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,
porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso,
nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti.
John Donne
Dicen que los mexicanos nos reímos de la muerte, sin embargo, hay una gran diferencia entre reír y burlarse. La frontera es frágil pero su trasgresión grave. La risa es un sedante para el dolor. Reímos cuando alguien se nos va, ya sea en vida o muerte, evocamos momentos gratos e ingratos y le sacamos algo de brillo por más oscuridad que provea el recuerdo para surfear la ola, porque eso es la vida, a veces una ola que o nos ahoga o nos lleva a otro punto del mar de la existencia. Burlarse es ya otra cosa, es ventaja, estupidez encausada a veces disfrazada de inteligencia. Reírse de la muerte es un don, burlarse de la muerte, una blasfemia.
Una tambora suena a lo lejos como ha sonado casi a diario desde la última semana de diciembre. Se lleva a cabo una fiesta cuyos organizadores, o ignoran el decreto del gobierno del estado (toque de queda de jueves a sábado a partir de las siete de la tarde, domingo todo el día, salvo actividades esenciales), o de plano les vale madre. Seguro es lo segundo.
Hoy en día pocos pueden usar de pretexto la desinformación cuando solemos pasarnos buena parte del día pendejeando en redes sociales. Porque sí, aunque uno quisiera solamente ver Tik toks, memes y videos virales, se cuelan noticias ante la magnitud de la tragedia. Positivos, graves, muertos, hospitales saturados, crisis económica; el pinche Covid-19 a diestra y siniestra sin que nadie pueda hacer algo más allá de una vacuna a cuenta gotas y la labor titánica de los médicos que han entrado al quite con honor, sacrificio y compromiso.
A estas alturas es imposible mantenerse de espectador, o se nos enferma un compañero de trabajo, amigo, familiar o nosotros mismos. Allí sí el chasquido de boca; “tsss, híjole, la pandemia”. Antes nada. Porque el ser humano es el único animal que siente quemarse hasta que la mano palpa el fuego, de nada sirve ver cómo sufre el otro. “A mí no me va a pasar”, decimos (inmunidad de la estupidez, deberíamos llamarle). La creencia de inmortalidad permanece hasta que el riesgo acosa de cerca, entonces no hay lugar dónde ocultarse.
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Nos lo advirtieron en mayo con la celebración a las madres, después en verano, cuando hordas de personas se fueron a la playa, y por último en diciembre; estábamos tan ansiosos de darnos los abrazos y parabienes que para no pocos los deseos de un 2021 dichoso fueron sesgados por la muerte. Y nadie es culpable, no se trata de eso. Levanto la mano. Yo mismo minimicé el caos. Salí a la tienda por cervezas, me expuse y expuse a los míos creyendo en un protocolo mal aplicado, porque sí, que aviente la primera piedra quien no sé echó un montón de gel antibacterial, tomó las monedas del cambio y después se picó la nariz.
¿Cuántos no se infectaron sin salir de casa? Miles, y allí no queda sino reírse de la ironía que, como en el ajedrez, se siente gacho invertir tanto tiempo manteniendo un juego impecable para ser derrotado por un minúsculo error. Burlarse sería otra cosa. Burlarse es creer ridículos a los que usan cubrebocas, a los que deniegan ir a una fiesta o salir a cualquier lado con el escudo de los hashtag #DeAlgoNosVamosAMorir #SóloSeViveUnaVez.
Empero, burlarse es humano. ¿Quién no se ha burlado del mejor amigo cuando se tropieza pisando caca de perro? El sadismo radica en que después del impulso -natural- cómico, seguimos carcajeándonos tras saber se lastimó. Esa es la analogía perfecta. Llevamos más de un millón de muertos por Covid-19 y seguimos exponiéndonos, retando decretos y peor -y más estúpido aún- arriesgando a nuestros seres queridos en una especie de ruleta rusa cuyo revólver dejamos sobre la mesa después de haberlo accionado salvando el pellejo.
“Ah cabrón, esto es en serio”. Sí, el arma es real y hay una bala adentró, y si no nos ha tocado, sintámonos privilegiados porque a otros ya les tocó la pólvora.
Hago oración por las mañanas, y entre las muchas peticiones propias y egoístas, suelo decirle a mi Poder Superior que esta pandemia termine pronto convirtiéndose en una lección, que nos permita valorar lo que tenemos, a los otros, la vida, los detalles de la existencia.
Tras una tarde de noticias, después de ver a tantos retar a la muerte pierdo la fe. Hoy, con miedo, ante la incertidumbre de cómo saldremos de esto, el 2021 parece poco prometedor, y mientras siga la tambora sonando allá afuera no hay mucho qué esperar.
Por favor, alguien dígame que me equivoco.