Salgo de la cantina tras encontrarme con un buen amigo con quien suelo verme una vez al año. Hablamos de libros, escritores, nuestros proyectos. Bebimos y comimos tostadas mientras sonaba en el ambiente el choque de vasos y botellas y canciones en la rockola.
Camino rumbo a la parada del metro pero de pronto siento en la vejiga el cosquilleo que tanto odio. Es lo malo del alcohol (por lo menos en mi cuerpo), se me multiplican las ganas de ir al baño. Sigo mientras pienso si volver o no a la cantina y pedir permiso para el sanitario. No lo hago, creo que me juzgaran por ser incapaz de dominarme. Ideo un plan. Lo tengo, además mataré otro pájaro con el mismo tiro.
Es temprano, no pasan de las tres de la tarde. Mi amigo se ha despedido antes de lo que creí cuando usualmente soy yo el que abandona las reuniones. Tengo ganas de más, así que decido ir al quiosco de diarios y revistas a comprar algo qué leer e irme al café Santa Cruz. Saludo al vendedor, estoy por comprar el periódico cuando noto en la pequeña sección de libros “La última luna” una especie de novela epistolar sobre el enamoramiento de Amado Nervo hacia su hijastra, Margarita Dailliez.
Un par de años atrás, en un homenaje al vate, descubrí que Nervo sintió un afecto romántico por ella al morir su madre, quien fuera su amante. “Nada tonto”, pensé, pues en las fotos, Margarita se revelaba hermosa. La cosa fue que ella tenía quince años y Nervo era un hombre maduro. Aquello dañó un poco la imagen que tenía sobre él, pero como escritor me pareció un tema interesante. Por eso me sorprende el descubrimiento del libro de Guadalupe Loaeza y Pável Granados. Lo compro (también el diario) y retomo el rumbo al Santa Cruz.
El café está y permanece vacío salvo por unos jóvenes que llegan un instante para tomarse fotos. Bebo una cerveza, después otra. Me pico en la historia. Disfruto cuando sin darme cuenta me adentro en la marea de páginas. Orino hasta pensar que estoy seco porque he decidido caminar por la larga avenida mientras escucho música y no quiero problemas. Pago y salgo.
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El día está lindo, ni mucho sol ni mucho viento, hemos trasgredido tanto las estaciones que poco importa sabernos en primavera o invierno. Voy por la acera con mi libro y diario bajo el brazo. Me gusta esa imagen de mí mismo. Camino kilómetros que en otras circunstancias serían tediosos pero en este momento inspiran. ¿En qué momento dejamos los placeres simples de la vida para convertirlos en vertiginio y pendientes?
Podría seguir, no obstante falta poco para el ocaso. Paso varios expendios de alcohol y resisto la idea de detenerme, una gota de alcohol más podría perturbar este equilibrio tan agradable. Para mi mala suerte el cosquilleo regresa, leve pero no quiero arriesgarme, así que busco un lugar dónde orinar de nuevo, lo hago en un jardín detrás de un auto procurando nadie esté a la vista, sería terrible pasar la noche en prisión por faltas a la moral. Apresuro el vaciado y huyo casi corriendo.
Abordo el metro. Me siento y veo por la ventana el pasar veloz de las casas, primero a mi nivel y después debajo de mí. Ya no puedo leer ni me apetece escuchar música. Comienzo a ver a los pasajeros. Nada en particular hasta que aborda una madre con dos niños de alrededor de ocho o nueve años. La mujer se percibe cansada en la mirada, carga varias bolsas en sus manos y camina sin dar indicaciones a sus hijos, quienes juguetones se avientan uno al otro para alcanzar lugar aunque el transporte va casi vacío.
Su madre se siente detrás de mí, ellos en los asientos de adelante. Pienso en retomar la contemplación del paisaje cuando de reojo veo que el mayor, apenas quizá por un año o meses, comienza a pegarle al otro en la parte alta del brazo sin motivo aparente. Su hermano ríe y la risa es como si le retara a elevar la intensidad de los topetazos. El puño hace un sonido raro al chocar con la piel, ese que constata al que lo escucha que duele. La mamá asumo también oye, empero no hace nada y no quiero voltear para descubrir la razón de su indiferencia. Minutos después -probablemente harto- el menor trata de defenderse.
Empuja a su hermano y comienzan una estira y afloja entre coscorrones, pellizcos y puñetazos en brazos, piernas, caras y estómagos. Las afrentas crecen y pasan a lo verbal: pendejo, cabrón, menso, pinche… Si la madre no ve seguro escucha, mas actúa como una desconocida. Comienzo a preocuparme, cuántas veces no viví en primera persona el que “llevarse” así siempre terminaba mal. Noto la voz entrecortada de ambos e incluso creo ver lágrimas aprisionadas en los ojos. Lo más sorprendente es que mientras todo pasa las risas no cesan.
No sé si se ríen para camuflar el dolor o sobrellevarlo. Casi llegamos a la estación. La madre no espera a que se detenga el metro, se levanta y con una palabra que no alcanzo a escuchar indica a los hijos bajen por la puerta de atrás. El mayor, como si fuera una máquina sin energía se detiene, baja los brazos y así permanece un momento, después abraza a su hermano y le dice que “ya estuvo”, también que lo quiere. Antes de separarse por completo le da un beso en la mejilla.
El otro le pone el puño enfrente para “chocarlas”, hacen un malabar amistoso con los dedos y tomados de la mano van detrás de su madre. Me siento en una obra de teatro en la que los actores contienen las reales emociones para transmitir otras establecidas en un libreto, pero no, reiniciado el trayecto hasta mi destino pienso que eso también es la hermandad, quererse a chingadazos.
Imagen superior: Mauro Entrialgo/Flickr