Por Raúl Mejía
1
Para la redacción de este texto de la gustada serie Viejos impertinentes de sabiduría inútil, primero les chismeo: hace meses quería escribir sobre las publicaciones y lectores. Sí, amigos y amigas, ese conglomerado voluble y amado que de repente se pone a leer nuestras ocurrencias y nos colma de dicha con sus comentarios, likes, corazoncitos y memes. ¡Ay, qué bonito se siente! ¡Casi nada somos sin ustedes!
El tema que fatigaba mis noches jubiladas lo alentó la máxima graznada a la mitad del siglo XX por (dicen) un tal Kimball Atwood: “publicar o perecer”. Para quienes le dedicamos tiempo y vida a la escribidera, el asunto es serio. Todos queremos ser leídos como si nos lo mereciéramos -y si es por miles o cientos de miles de personas, mejor. ¿Es razonablemente posible ser leído por miles? Pos la mera verdad, no, pero para eso están los amigos que suelen ser, también, nuestros feisamigos. ¿Con cuántos lectores uno dice “no mames, tengo fans de a madres y todos leen lo que pongo en mis redes”?
Pues depende, como en todo.
Para intentar una respuesta me acojo a un ejemplo futbolero al alcance cognitivo de todos: en esta vida sólo hay unos cuantos seres como Messi, Ronaldo, Modric, De Bruyne o Hazard y luego, a unos tres años luz de distancia, encontramos una franja amplia de talentosos VIP en ligas europeas; cerca de esas deidades del profesionalismo FIFA tenemos a miles de pelados que reptan en las divisiones del soccer mundial… y luego, muy lejos, en la periferia de todo el sistema solar, la rolan millones de felices pateadores de balones que juegan en las ligas municipales o simplemente en las calles -y creen serán como Messi o que el Manchester City los va a llamar.
Pobres.
Este entorno capitalista perenne, de clases separadas por muros reales e imaginados y sus vasos comunicantes, lo ilustró de manera sublime Georgie Orwell a través del burro letrado Benjamín, de Animal farm. Escuchen al asno alfabetizado: “en esta granja todos los animales son iguales, pero hay unos más iguales que otros”.
Es igual en la escritura y las publicaciones. Igualito: pocos allá, en las alturas celestiales y los demás acá, mero abajo, pero en verdad os digo: hay un Dios que todo lo ve y cientos que escriben mejor que, por ejemplo, Juan Villoro, pero no están en el radar de las editoriales transnacionales, esas entidades capaces de encumbrar a quien elijan. Incluso a un despistado que cascarea en la calle.
2
Para empezar este escrito que ahora está bajo su paciente mirada me fui a mi vetusta biblioteca de papel y busqué un libro que en 1975 me dejó muy inquieto y feliz. Ese libro -recordaba con nostalgia- tiene un prólogo sorprendente de un tipo que se llama Octavio Paz. Lo busqué y, como dicen los franceses: le voilà!
Ahí estaba el volumen, todo amarillento y casi deshojado: Las enseñanzas de Don Juan, de Carlos Castaneda, segunda edición, FCE, 1975. Me puse a leerlo hasta que recordé los motivos de la búsqueda: escribir este texto.
Volví a las primeras líneas del prólogo porque son pertinentes para lo siguiente. Dice Octavio que un día andaba rolándola bien tranquilo y sin molestar a nadie, con Henry Michaux (así, casuales los dos) y éste le soltó lo siguiente: “Yo comencé publicando pequeñas plaquettes de poesía. El tiro era de unos 200 ejemplares. Después subió a 2 mil y ahora he llegado a los 20 mil. La semana pasada un editor me propuso publicar mis libros en una colección que tira 100 mil ejemplares. Rehusé: lo que quiero es regresar a los 200 del principio”.
A partir de esa cita, Paz suelta a la loca de la casa y nos deja quince páginas seductoras sobre antropología, poesía, ficción, ciencia, publicidad, fama… ya sabemos cómo desplegaba metáforas, analogías e imágenes nuestro único premio Nobel de literatura (de una vez les advierto para que no estén con el canijo pendiente: voy a hacer un texto sobre los mejores prólogos que he leído, por ahora, vuelvo a mi asunto).
Los hombres y mujeres del siglo XXI ya pueden ostentar que son leídos por al menos doscientas personas de manera cotidiana -aunque escriban cosas irrelevantes. Todo gracias a las redes sociales. Uno puede colgar del feisbuc su felicidad por estar comiendo una torta de mole verde y docenas de lectores se sentirán felices de saber la noticia.
En un entorno sociocultural donde el libro de papel sigue gozando de prestigio y estatus, muchos soñamos con ser leídos por cientos o miles. Ansiamos -aunque lo neguemos- ser alfaguarizados (vocablo chistoso que Gustavo Ogarrio atribuye a Francesca Gargallo) por alguna editorial de prestigio, pero eso no va ocurrir. La inmensa mayoría, utilizando la analogía futbolera, jugamos en la calle, somos de puras cascaritas.
Hasta ahí todo va bien. No incomodamos a nadie.
El problema empieza cuando se concibe la locuaz certeza de dar un salto (si es cuántico, mejor) y debemos acceder a otra realidad. Entonces pensamos en publicar un libro y en ese momento las cosas se ponen del nabo porque no hay editorial que se arriesgue con nuestros escritos. Si se tienen contactos o se viven circunstancias profesionales especiales, alguna institución de gobierno o universitaria publicará el mamotreto con cargo a los impuestos ciudadanos: ¿quién lee esos tabiques, esos líbelos, esas aportaciones a la ciencia y la cultura? ¿Quién los compra? Respuesta para fines prácticos: nadie. Podrían imprimirse unos cincuenta para los cuates/colegas y listo, pero no: hay que sacrificar arbolitos con tirajes de, al menos, mil piezas. ¡Insensatos!
El negocio de los libros en su versión comercial -y en papel- ha sido documentado por al menos dos intelectuales de alto pedorraje: Gabriel Zaid (Los demasiados libros) y Fernando Escalante (A la sombra de los libros: lectura, mercado y vida pública). Ambos exprimieron el tópico del negocio editorial transnacional, nacional y municipal pero no se ocuparon de quienes jugamos en los llanos, disfrutando de las cascaritas. En su descargo, apunto: no tenían motivos para hacerlo. Cuando publicaron sus libros no había internet, ni feisbuc… al menos no como conocemos esas plataformas en la actualidad. El libro de Zaid es de 1996; el de Escalante de 2007. Mucha agua ha pasado bajo los puentes de la tecnología digital.
3
Para contextualizar adecuadamente esta clase magistral, pondré el ejemplo de un amigo escribidor. Él pidió enfáticamente se protegiera su identidad y exigió un nombre ficticio: “Munguía”. Este ciudadano responsable lleva casi tres años deambulando con su obra cumbre en el mood de Pirandello: “un escritor en busca de editor”.
Se gana premios de vez en cuando, le hicieron creer que Tusquets estaría feliz de tenerlo en su catálogo y tiene cientos de lectores en sus redes sociales -este dato es importante para lo que pondré más adelante.
Una tarde de otoño con tonalidades dublinescas, Munguía llegó a mi hogar. Gemebundo, pidió mi sabia orientación editorial y lo encaminé con un amigo que intentó ser editor de libros en papel y ¿qué creen? Así es: “por poquito” imprime el libro de Munguía. Lo impidió el realismo económico: no hay suficientes compradores de sus inspiradas letras. El autor se fue desolado con su legajo cibernético en la bolsa, pero la Morenita del Tepeyac se apiadó de él: una modesta editorial se interesó en publicarlo “en cuanto sea posible”.
Esa frase es polisemántica. Puede significar “aguanta un rato” o “tú tranquilo” o “no te desesperes”. Lo normal en nuestra cultura y entorno, pero si un virus mundial aparece y nos castiga, se convierte en preciso pragmatismo crematístico: “si pagas el 50% de los gastos, seguro sale en chinga”.
La vida es cruel.
Una editorial (no una imprenta) con ese porcentaje saca sus costos de producción, pero cualquier escribidor se queda en la ruina. Lo sé porque uno de esos negocios me hizo la propuesta indecorosa. La cifra con la cual me pedían colaborar era escandalosa, pero garantizaban que mis crónicas estarían a la venta incluso en las farmacias del doctor Simi.
Una imprenta modesta, pobre pero honrada, puede imprimir 250 ejemplares por poco más de diez mil pesos (dependiendo de la calidad) pero lo importante, para un escribidor digno de ese nombre, es ser parte de un sello editorial. Un libro en papel, con distribución regional (mínimo) y foto en la cuarta de forros.
Eso da caché pues.
Munguía se mesaba el cabello desolado. Le arrimé un vaso de Glenlivet 18 años y le dije la solución: “súbelo a Amazon, es gratis” y reaccionó como si le hubiera dado un manotazo en su ya famosa y legendaria rodilla lesionada. Primero soltó la retahíla de cuestionamientos a ese monstruo empresarial y la forma en que explota al tercer mundo, daña el medio ambiente, precariza a sus empleados y cada hora hace más millonario a su dueño, Jeff Bezos.
Abundó en la necesidad de boicotear a Amazon y orar porque -en breve- se declare en quiebra. Con la tranquilidad que dan los años y la edad provecta, le solté una homilía: “la regulación de las ansias y excesos capitalistas del buen Jeff son un asunto de los Estados y mientras las naciones se ponen de acuerdo para sosegar al CEO de Amazon, puedes subir tu libro en su plataforma y ver si en realidad hay personas interesadas en leer tus aportes a la literatura”.
La “tecnología Amazon” en materia de publicación de libros es el esquema que satisfará la irrefrenable vanidad por publicar. Por ahora, el formato de impresión “bajo demanda” es una novedad tecnológica explotada por pocas empresas en el mundo pero en poco tiempo será lo normal y las editoriales modestas, esenciales como la savia en el mundo vegetal, habrán de refundarse y ver de otra manera el negocio. Muchas dejarán de existir. Lo juro.
En Amazon somos millones y millones de perros tiernos quienes publicamos nuestros libros, pero debemos ser conscientes de la realidad: el infinito catálogo de títulos “amazoneados” está constituido, conservadoramente, por un 91.345% de detritus literarios. Los aficionados suben a esa plataforma pura basura sin valor (porque hay basura muy valiosa, o sea, la nuestra).
También es cierto que esos escribidores aficionados suelen ser lectores avezados en el arte gambusino de encontrar perlas en ese océano cibernético de sustancias radioactivas y materia orgánica en mal estado… tal como ocurre, hasta la fecha, en el mundo de las librerías tradicionales. A las pruebas me remito: para el tipo de lector que soy, el catálogo de la famosa librería Gandhi tiene un 98% de libros irrelevantes, pero sé dónde están los filones de oro, mis joyas preciadas.
Lo mismo en Amazon.
Para esos pateadores de balones en la calle (soy de esos), los grandes tirajes y los miles de lectores son un sueño húmedo pero -al menos en mi caso- me precio de tener 141 feisamigos, unos doce amigos solidarios y unos cien conocidos que pagarían por un librillo de mi autoría. Pueden desmentirme si lo desean.
En el formato tradicional de la autoedición vía las imprentas tradicionales, con su sobado discurso de “no me conviene imprimirte menos de 250 ejemplares”, la aventura es incosteable. Pues bien, señoras y señores, ha llegado el momento de la verdad pandémica, de saber (por fin) “de qué lado masca la iguana”. ¿No acaso hasta pagamos por leer a algunos articulistas en ciertos periódicos y revistas? Yo lo hago y sale caro. Ese modelo operativo del “nuevo periodismo” será la norma mundial pasado mañana.
¿Hay quien pague por leer a nuestros persistentes escribidores locales? A ver: si las revistas electrónicas del afamado “jardín de la Nueva España” anunciaran a sus lectores algo como “si le interesa seguir leyendo a Sergio Monreal suscríbase y accederá a TODAS sus colaboraciones”. ¿Alguien pagaría por ello? Chance no, pero por una novela de este talentoso escritor, creo sí.
Pero no sólo Sergio. Hay talento en estas latitudes. Cuando Munguía se lastimó la rodilla y lo anunció urbi et orbi en su muro feisbuquero (con todo y foto) más de cien lectores se interesaron en su tragedia. Mmh… interesante ¿no? Pues cuando menos setenta de sus fans comprarían su libro porque escribe bien. Con humor. Algo poco frecuentado en la literatura pergeñada en estos lares.
Todo es un asunto de escalas, de tamaño y de lo que Gabriel Zaid denominó, hace décadas, como una “oferta pertinente”.
Ora si que bienvenidos al “valiente mundo nuevo”.
4
En este asunto también hay casos esotéricos, atípicos y admirables. Pienso en mi querido amigo Syl (un chico a todo dar) quien decidió hacer un libro como a él le dio su regalada gana. No le interesa el ISBN, ni comercializarlo, ni subirlo a Amazon, ni hacer una presentación vía Zoom. Nada. Un tipo raro y entrañable este sujeto. Un alma vieja y sabia en un cuerpo joven (nota: es correcto decir “un alma”). Solo necesita cincuenta piezas para regalarlo a las personas más cercanas a su afecto.
Eso está bien, porque el tema es de lo más árido y sólo para expertos o personas que le tienen en alta estima (como yo… o sea, espero me regale uno). Hace tres semanas me enseñó el escrito en versión PDF e inminente impresión. Le di una hojeada y luego una (inútil) ojeada. No le entendí nada porque no leo en francés, pero eso sí, está bien bonito. Circunspecto, le pregunté “¿y de qué se trata este mini libro, querido Syl?”. El oriundo de una aldea ficticia al Noreste de la Galia excretó su respuesta.
En ese momento supe que a veces uno no entiende lo que pasa… o ya pasó lo que estaba entendiendo (Monsiváis, dixit): “Es la adaptación poética de un ensayo de divulgación científica y filosófica sobre cómo el funcionamiento del cerebro influye sobre nuestras vidas. Está basado en el texto original de Henry Laborit titulado Elogio de la huida” -me dijo, impertérrito.
Yo sólo berreé un “ah, órale, chido”.
Syl no pretende ni poner su nombre en la portada pero seguro habría unos cincuenta amigos listos para comprarle su opúsculo (tema sin importancia para él). Es cosa, reitero, de escalas, tamaños. Ya lo cacareó un tal Ernst Schumacher: “lo pequeño es hermoso”.
4.1
Permítaseme abrir un corchete luego de un punto y aparte porque quiero dejar constancia de este asunto de las escalas. ¿Importa el tamaño? (suspicaces, absténganse). Ora sí que es el mismo tema, pero en otro ámbito. Va el corchete y todo en tres párrafos en cursivas:
[El caso de los escribidores en busca de editor reacios a pedirle chichi a Anagrama puede extenderse a otras parcelas, ejidos o pequeñas propiedades. Alejandro Ontiveros (usufructuario de más heterónimos que Fernando Pessoa), es un compositor e intérprete de alta calidad y ha hecho de sus incursiones en Youtube el mecanismo ideal para dar a conocer sus propuestas. ¿Anhela llenar estadios? Chance sí, pero lo que tiene por seguro, gracias a su talento, es una franja de miles de fieles seguidores en varias partes del planeta… y lo hace desde Morelia. Es casi lo mismo que hacemos quienes metemos nuestros textículos en Amazon.
En ese orden de cosas, hay una lista de creadores locales que disfrutan las mieles de la fama y la difusión de su talento sin necesidad de Televisa o la NBC. Van algunos ejemplos: ¿conocen a una escuincla cuyo nombre artístico es Dama G. ¿No? Pues muy mal hecho porque sus videos son como para exclamar, extasiado, “¡no mames porque me enamoro!”. Son de una calidad pocas veces vista en esta zona del bajío y tienen, cada uno, más de medio millón de vistas. No se pierdan el que se titula “Dios no existe”.
Otro ejemplo: ¿conocen a Mamá TV? ¿No? ¡Joder! ¿Pues dónde andan metidos, por vida de Dios? Es un dueto formado por Néstor Cira y Temo Rodríguez. Por último, les pregunto: ¿conocen a Negrø? ¿Tampoco? ¡Esto no puede seguir así! Negrø transita por la pirekua, el norteño, la balada y lo que se ofrezca. Es más: ya tiene casa disquera: Universal Music. Los sujetos y sujetas arriba mencionados eran para mí perfectamente desconocidos hasta hace cinco días. Fue gracias a los buenos oficios y videos enviados por Joaquín Santomé quien me conminó a salir de mi zona de confort “y ver lo que se anda moviendo a un click de distancia”. Ahora sí, cierro el corchete y regresamos a nuestro asunto original].
5
¡Ay, como cambian las cosas! Vean si no: las tres hazañas prescritas para considerar digna la existencia eran plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro (y si se puede, publicarlo en papel). La más compleja era la del libro… hasta hace unos años.
Hoy, ya no.
Todos podemos “subir a la red” nuestros delirios y tenemos un mercado cautivo entre los feisamigos, seguidores y amigos solidarios. Nomás pruebe y ponga en su muro su decisión indeclinable de ser poeta y verá cuántos se interesan en sus ripios.
Ahora sí, termino este rollazo (ya era hora) con un anuncio: en un mes aproximadamente “subiré” otro de mis libros a Amazon: Sueños húmedos, edición revisada, depurada y mejorada. Será en versión impresa y electrónica.
¿Se acuerdan de ese libro? ¿No? (ya lo sabía).
Imagen superior: Flickr/Marcos Cousseau
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