Me tallé los párpados. Suspiré. Presioné con furia el botón de apagado en la computadora. «Me lleva la chingada», pensé.
Bajé las escaleras tratando de que cada paso cimbrara el suelo. «Carajo, carajo, carajo», repetía.
En la cocina, mi novia preparaba milanesas: advirtió mi molestia.
—¿Qué tienes? ¿Por fin te volviste loco?
—Pir fin ti vilvisti… tsaa —la arremedé y luego abrí con furia el refrigerador.
—¡A ver! —dijo y se volvió hacia mí. Dejó la espátula en el fregador mientras la carne chillaba en la sarten—, le vas bajando dos rayitas, güey. ¿Qué traes?
—Estoy frustrado.
—Porque…
—Es muy complicado.
—Pues descomplícalo antes de que nos chingues la puerta del refri.
—Vi algo en internet.
—¿Algo malo?
—Mucho. Un cortometraje.
—…
—Un cortometraje nuevo —reafirmé.
—¿Y por eso nos vas a dejar sin refri?
—En esencia… pero es que no entiendes, me enfurece.
—A ver, basta de darle largas. —Apagó la estufa y me llevó a sentarme.
—De verdad, Laura, me perturbó.
—¿Estás temblando? ¿Algún trauma por ahí escondido que se revelara con el corto?
—No, solo los diálogos: eran horribles.
Frunció el ceño e inclinó ligeramente la cabeza hacia un costado, como tratando de descifrar mi idioma.
—Creo que no estoy entendiendo —dijo.
—P’s eso, los diálogos eran una mamada… pero lo que me molesta no es eso, es que la historia era buena y la arruinaron.
Luego de una pausa, mi novia suspiró y volvió a hablar.
—Eres un exagerado —afirmó—, pero te voy a oír.
—La cosa está así, una chica que iba conmigo en la facultad, que nunca fue mi amiga, aunque tampoco me desagradaba, no creo que ella sepa con exactitud quién soy yo…
—Sinué… —así me llama cuando mis palabras pisan la cuerda floja, escuchar mi segundo nombre es la recepción del infierno—, sé conciso.
—Ya sé, ya sé, bueno, pues ella hizo una historia, y la adaptaron a un cortometraje. La trama era interesante, pero los diálogos, Laura, los putos diálogos…
—¿Eran vulgares?
—No, espérate, los diálogos eran…
—¿Machistas?
—No, peor…
—¿Hembristas?
—¿Me vas a dejar terminar? Eran… pfff… eran falsos.
Sentí que mis ojos se anegaban de lágrimas.
—Si no te conociera ya te hubiera mandado a la verga. Eres un exagerado, en serio.
—Es que, mira, la trama era de un chico que habla por Zoom, sus amigos se vuelven locos, pero resulta que no existieron nunca y el güey estaba mal… ya sabes… mal.
—Muy Shyamalan la historia, ¿no? Alguna vez leí que…
—Sí, sí, pero eso no es lo importante, lo cabrón son los diálogos.
—A veces eres pesadito, pareces miembro de la SEMICH.
—Dijiste que ya no hablarías de eso… —Mi voz se quebraba ante la marea de recuerdos de un adolescente que quiere ser escritor y es rechazado por la sociedad de escritores.
—Bueno, bueno, y luego…
—Pues luego pasó que en un diálogo, cuando anunciaban el destripamiento de alguien, solo dijeron… «¡caramba!, qué terrible», cuando un «¡no mames!» o un «¡cállate el hocico!» quedaba más que bien, más natural, con más vida.
—Ya te lo he dicho: se llama estilo.
—Ah, cómo chingas con lo del estilo —retrocedí y lleve la palma de la mano a mi frente—, el estilo solo existe cuando se es constante, si no, no es estilo, es estarla cagando nomás.
—Bueno, ¿y qué esperabas?, ¿que gritaran leperadas al viento en un cortometraje?
—Noooooo, tampoco, no, no, no, no, Laura, por favor. Eso es peor, es como estar con los hijos de Bukowski que toman pulque y se aplauden a sus textos cada jueves. Esos darketos que solo conocen el sustantivo ««mierda» y lo usan para todo.
—Lo que pasa, Valdo —se levantó del asiento y fue de nuevo a encender la estufa—, es que tú eres un envidioso y lépero, no soportas que alguien haga cosas, ¿no acaso lloraste tres días cuando perdiste el concurso de cuento?
—No creo que eso tenga mucho que ver.
—Ah, ¿no?
—Ni un poco.
—Okay, okay, y a todo esto, ¿les comentaste algo en el corto?
—Claro, que sí —serví un vaso de leche fría—, no me iba a quedar callado.
—¿Y luego?
Tomé la leche. Siempre me ayuda con la gastritis de los corajes. Me limpié los bigotes.
—Estoy bloqueado de Facebook por una semana por decir «puta madre» —sentencié.
Mi novia rió, yo reí, luego se calló y sacó las milanesas del fuego. Las sirvió con lechuga, cebolla y jitomate.
—¿Qué te hace pensar que eres mejor que ellos? —preguntó.
—Ni lo pienso ni lo soy, pero no es tan difícil escuchar un poco a la gente, saber que casi nadie dice «mantecado» o «piscina», sino «nieve» y «alberca».
—Tú la otra vez dijiste que habías «despencado» la llave del lavabo, tampoco eres una autoridad en eso del lenguaje, eh.
—Yo lo sé, pero es más natural… espontáneo.
—Pues escribe un artículo entonces.
—No, un artículo no, a nadie le importa la opinión que sobre el lenguaje tenga un asistente de farmacia. No voy a pontificar sobre un tema que ni Chomsky ha podido desentrañar. Mejor voy a escribir un cuento.
—Hazle caso a tu amigo Raúl, los cuentos ya no se leen. No aquí. No ahora.
—Lo sé, y por eso lo haré excesivamente largo, más de lo necesario, le pondré cacofonías, palabras repetidas y deformadas. Será una especie de venganza contra el lector, por su indiferencia hacia los cuentos y a los diálogos sin contexto.
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