Me encontraba escribiendo. Bueno, eso es un decir, porque en realidad no había escrito nada en dos horas sentado frente al computador mirando cómo esa barra intermitente de escritura no paraba de aparecer y desaparecer, como diciéndome “a que ya no te va a salir otra historia”. Buscaba algo para salir del trance, pero no esperaba que fuera mi novia gritando “¡Oswaldo, algo le pasa al perro!”. ¿Oswaldo? No me dijo “Valdo”. Parecía urgente. Pensé en Chamuco, el pitbull que adoptamos mi novia y yo cuando éste ya era un adulto de dos años, ¿qué podría estarle pasando? Probablemente los vecinos otra vez le habían arrojado comida en descomposición, un hábito que tienen cuando nos encontramos trabajando.
—¿Qué tiene? —pregunté.
—No sé. Ven rápido.
Me levanté y fui a la cocina, ahí encontré una escena dantesca que será difícil olvidar. Chamu estaba parado en sus patas traseras, erguido, pero con las patas delanteras flexionadas como un dinosaurio carnívoro. Caminaba en dirección de mi novia, como queriéndole dar un abrazo, luego se volvió hacia mí e hizo lo mismo.
Desde ese momento, nuestro perro no volvió a caminar en cuatro patas, desconocemos por qué, solo tratamos de alentarlo, le aplaudíamos esa gracia. Cuando amigos nos visitaban, veían a Chamu y se sorprendían por su habilidad, nosotros nos jactábamos como si hubiésemos sido los que le enseñamos ese truco.
—Ya parece gente —dijo un amigo.
—Nomás le falta hablar —agregó su esposa.
Todos reímos, pero Chamuco nos vio confundido, inclinó un poco su cabeza. Me sorprendió que podía estar en esa posición todo el día, solo cambiaba cuando era hora de dormir.
Los días pasaron y ese truco empezó a parecernos indiferente. Ya era común verlo caminar en dos patas por toda la casa. No esperaba que se sentara junto a mí cuando estaba viendo una película en la sala. Me miró con esos ojos inexpresivos, luego se volvió hacia la pantalla. Echó la cola de un lado y acomodó lo que entiendo son sus nalgas sobre el sillón, yo seguí comiendo palomitas, y para disimular mi extrañeza, le di un puño de esas rosetas.
Creí que ese proceso de humanización era una etapa pasajera. Ni siquiera le conté el hecho a mi novia, pero luego no pude más. Metí la motocicleta a la cochera y ahí estaba el perro, me dijo “hola”, no me crean si no quieren, pero podría jurar sobre un libro, biblia o constitución, que el perro me dijo “hola”. Desde luego fue un saludo apenas entendible, bien se hubiera podido confundir con un eructo por croquetas.
Mi novia estaba en la sala, y también lo escuchó, me miró, yo la miré. Chamuco nos miró a ambos y sonrió, satisfecho por haber dicho su primera palabra.
Antes de dormir, saqué al perro. Me recosté en la cama y apagué la luz. Estaba en silencio, Diana, mi mujer, también se mantuvo así. Por dos horas, ninguno de los dos durmió.
—Tenemos que llevarlo al veterinario —rompió el silencio ella.
—No sé, no creo que sea para tanto —mentí al hacer cuentas mentales de cuánto costaría la visita con un veterinario que haría lo posible por vendernos un champú naturista o algún alimento de esos para perros elegantes.
—No seas pichicato, esto no es normal…
Diana continuó regañándome. Mi cabeza empezó a divagar. Veía cómo su boca se movía, mientras mi mente navegaba entre recuerdos y canciones “provócame, mujer, de piel a piel, provócame, a ver, atrévete”.
—¿Entendiste? —dijo.
Respondí “sí”, qué más daba todo lo dicho, la única respuesta posible era “sí” y esperar olvidara la plática.
No la olvidó.
Al día siguiente fuimos al veterinario. Era un hombre viejo, peludo de los brazos y el pecho, bien podría ser habitante de alguna de sus jaulas y pasaría desapercibido.
—Buenas tardes —dije, luego Diana también lo hizo y por último Chamuco espetó algo como “ruena warres”.
—¿Qué tal?, díganme —habló el viejo—, ¿en qué les puedo ayudar?
Me pregunté si acaso no se dio cuenta que teníamos con nosotros a Scooby-Doo.
—Pues venimos a traerle a este pitbull.
El médico sacó de un cajón su esfigmomanómetro.
—Ajá, ¿qué tiene?
—Pues está parado y parece que habla.
Mi novia lo dijo con solemnidad, muy seria.
—Alguna otra cosa.
—Gracias a Dios aún no fuma —dije y reí. Diana me miró. El veterinario me miró. Chamuco me juzgó.
Dejé de reír.
Luego de revisarlo, el galeno concluyó: “no parece tener nada grave”.
—No es el primer caso —dijo—, la gente se asusta, pero en realidad es más común de lo que creen. Las cuerdas vocales de los perros no están adaptadas para hablar como nosotros, pero su glotis y su caja torácica permite la emisión de sonidos similares. No será Pavaroti, pero se le entenderá. En cuanto a caminar, solo pasará por un proceso de adaptación en su columna, nada grave.
—Entonces… ¿podemos hacer algo? ¿Antidepresivos?… no sé —respondí.
—¿Para qué? Cuando llevas tanto tiempo en esto te das cuenta de que todos los animales han podido siempre caminar y hablar, solo que deciden no hacerlo algunos por miedo a que sus dueños reaccionen… ya saben… como ustedes.
—Bueno… es raro, ¿no? —le respondí.
—Es peculiar, sí… si quieren pueden llevarse un champú de aloe para cuidarle el pelo, se ve opaco.
Salimos de la veterinaria con muchas dudas y un tratamiento completo para el pelo.
Al llegar a casa, nos sentamos para descansar.
—No lo sé, no me gusta el rumbo que está tomando todo esto —hablé.
—Ni a mí, pero, ¿sabes? Hasta cierto punto creo es normal —dijo Diana.
—¿De casualidad eres veterinaria o solo psicótica?
—Es en serio, piénsalo, no tenemos hijos, pareciera que somos de esa clase de personas que han preferido a las mascotas.
—Discúlpame, pero en su perra vida le había comprado un suéter o una cama. Yo no lo humanicé.
—No, ya lo sé, pero… de verdad, considéralo, no es una situación tan descabellada, pareciera que sí, pero en realidad se comporta como un adolescente, se aferra a actuar como humano cuando nosotros insistimos en que no se lo tome tan en serio, que sea un poco más perruno, que acepte que en este mundo no hay lugar para los perros que se atreven a hablar. Entre más le insistamos más lo hará.
—¿Qué propones? ¿Qué lo alentemos? Cuando salga a la calle los demás perros se lo comerán vivo, ellos huelen lo diferente.
—No, solo esperemos y que él decida.
—Pff, esto parece una pésima analogía de buscar tu vocación… y de los hijos.
—Así parece… ¿Tienes hambre?
—Bastante, ¿quieres tacos?
Al fondo, Chamuco ladró. Luego se disculpó por el escándalo.