Los primeros recuerdos que tengo sobre Irlanda del Norte son aquellas imágenes relacionadas con la huelga de hambre de Bobby Sands, los constantes atentados con explosivos y los enfrentamientos callejeros entre católicos y protestantes.
Tanta violencia cotidiana pronto sobrepasó los noticieros televisivos para llegar tanto a la música (¿cómo olvidar Zombie de The Cranberries?), como a las pantallas de cine. No es necesario buscar mucho para advertir que desde principios de la década de los noventa decenas de películas han abordado el conflicto norirlandés con mayor o menor fortuna y desde diferentes puntos de vista.
Kenneth Branagh nació en la capital de Irlanda del Norte. Es muy conocido por su trabajo teatral, así como por sus adaptaciones cinematográficas de las obras de Shakespeare y otros clásicos de la literatura inglesa. En Belfast (2021), Branagh rememora su infancia como un chico de origen protestante en un barrio predominantemente católico. La historia comienza durante los disturbios de agosto de 1969 y termina cuando la familia decide marcharse a Inglaterra, huyendo de la violencia.
A través de Buddy, un niño rubio de nueve años, Branagh hace un recuento idealizado no propiamente de la ciudad ni del contexto social, sino de su infancia. Sus primeros acercamientos a la violencia entre facciones, los patrullajes con vehículos militares y las barricadas en las bocacalles, alternan con estampas de felices reuniones familiares y los inocentes escarceos amorosos con la chica más inteligente de la clase.
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Mientras el hombre llegaba a la Luna, el conflicto norirlandés alcanzaba cuotas cada vez más altas de intolerancia, pero eso no impedía que los más pequeños persiguieran una pelota en las calles y los mayores chismorrearan en las aceras. En elegante blanco y negro, con una gran cantidad de tomas en picado simulando el enfoque infantil, el cineasta cuenta con un sentido del humor no exento de cursilería, una serie de anécdotas que transforman paulatinamente la terquedad de no abandonar el terruño en una justificación de la partida.
Belfast fue rodada en digital debido a temas presupuestales y con las restricciones que imponía la pandemia. El director decide no ponerse en tono grave, ofrece en cambio un entorno irreal, con calles que simulan una escenografía teatral, para distanciarse de los aspectos más espinosos del conflicto. En ese sentido, el cine es el único elemento presentado en color durante el metraje y funciona para su protagonista como un instrumento para evadirse de la realidad. Lo mismo da que sea una cinta familiar como Chitty chitty bang bang (1968), o un estupendo western como High noon (1952), Branagh insinúa que el cine ha sido su tabla de salvación.
Belfast abre con imágenes fijas, silenciosas y actuales de la capital de Irlanda del Norte, que sugieren que los derramamientos de sangre son cosa del pasado. Al final, Branagh dedica su película a todos aquellos que se fueron, a los que se quedaron y a los que perdieron la vida durante esos años aciagos. En manos de un cineasta menos competente, este memorial selectivo de corte marcadamente optimista se hubiera convertido en lacrimógeno insufrible, aunque aun así, su excesiva candidez tal vez no haga justicia a las víctimas del conflicto.