Aquella tarde me di cuenta de que México, mi querido país, estaba a reventar de políticos de media tinta corruptos que aprovechaban programas federales para hacerse de unos cuantos votos o de unos cuantos miles de pesos: ¿qué tanto es tantito?
Nos quedamos de ver a eso de las cuatro de la tarde. Eran las cinco y media y yo y mi compañero, el buen Armando, seguíamos esperando en el lugar acordado. No conocíamos a quien estábamos esperando, pero estábamos seguros de que lo reconoceríamos en cuanto lo viéramos.
Estábamos ahí esperándolo por órdenes de nuestro jefe, un gordo que había fracasado en el antiguo Distrito Federal y que ahora se ganaba la vida diseñando y gestionándoles proyectos a algunos campesinos de la región a cambio del cincuenta por ciento de lo obtenido. Nosotros –Armando y yo- formábamos parte de su equipo de trabajo porque no habíamos tenido la suerte de encontrar un trabajo en el que pagaran mejor haciendo menos.
Gonzalo -que así se llamaba nuestro jefe el gordo- se las había ingeniado para armar un proyecto que presentó ante el departamento de crédito y financiamiento del gobierno federal en un programa que promovía el otorgamiento de crédito a mujeres de bajos recursos para que pusieran un negocio. Un changarro, como les decía el entonces presidente de la República, y que de esa manera salieran de la pobreza extrema en la que años de despilfarro y corrupción gubernamental las había metido.
Se pretendía, de eso me enteré después, que el crédito les sirviera a las mujeres para montar un pequeño negocio y comenzar a “hacer crecer su dinero”. Nada más iluso que el querer erradicar la pobreza con aquel programa, sobre todo si no se les daba educación financiera. Con ello, las mujeres sólo terminaban ilusionadas cuando no endeudadas, porque a veces solicitaban más créditos en otras financieras en las que sí se les cobraban altos intereses. Aquello era, grosso modo, un clavo para sacar otro clavo.
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Como quiera que sea, nuestro Gonzalo era un campeón de la burocracia mexicana. Su logro significaba que había sabido cómo franquear miles de barreras, papeleos y mochadas. Después de todo, quizá no era justo llamar un fracasado: era un campeón de la corruptela.
Nos pagaba medianamente bien, pues el interés que generaban aquellos créditos no era devuelto a la dependencia federal porque el programa estipulaba, como uno de sus principios de operación, el que los intereses se quedaran en las empresas mediadoras, o sea, nosotros.
Así es que, después de un día de caminar bajo el abrazador sol de las colonias de la periferia de la ciudad de Morelia, en punto de las cinco treinta y cinco, llegó un sujeto con las características adecuadas como para que pensáramos que se trataba de un vividor con clase, es decir, de caché. Viajaba en una pick up blanca, no muy nueva pero tampoco tan vieja como para decir que era una chatarra, en realidad era más nueva que vieja. Más tarde, ya en su casa, nos enteraríamos de que se trataba tan solo de uno de los cinco coches que componían su garaje.
El tipo nos increpó con un “súbanse rápido porque se nos hace tarde”. Al subir a su camioneta, el único gesto de amabilidad que mostró para con nosotros fue ofrecernos un pepino de una de las seis cajas que traía y que le habían regalado como agradecimiento por algún trámite en alguna comunidad que había visitado más temprano.
Armando, que era un poco más quisquilloso y franco que yo, tan así que ni si quiera tuvo la consideración de responderle el gesto de aceptarle el pepino, me dijo: ¡Este es un vividor de la clase política! Mientras lo escuchaba, yo comía mi pepino sin increpar pues era el primer bocado que me llevaba a la boca desde que había salido de la casa a las siete y media de la mañana, después de dejar a mi mujer durmiendo plácidamente en nuestra cama todavía caliente.
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El asunto que nos había llevado a ver a este señor era que nos pusiera en contacto con un grupo de mujeres campesinas de la zona rural de Morelia para ofrecerles un microcrédito grupal.
Al llegar a la localidad, un pueblecito que por su cercanía con la ciudad casi casi podía considerarse como una colonia más de esta, un grupo de niños corrieron a encontrar a la camioneta blanca y al señor que viajaba en ella. Le llamaban padrino. Al llegar ya todas las mujeres parecían saber de qué se trataba y hasta tenían listos los documentos que nos exigían en la Ciudad de México para otorgarles el crédito. Obviamente, nuestro anfitrión se colgó el mérito dando a entender que si votaban por él en las próximas contiendas habría más “apoyos” como ése.
Y sí, en las elecciones próximas el fulano ése ganó las elecciones a diputado local por el distrito XI de Morelia. Las mujeres de aquella localidad se gastaron el crédito en celulares, televisiones y estéreos y más tarde Armando y yo nos quedamos sin trabajo.
Imagen: Flickr/Cris Lata