Como algunos de los lectores recordarán, hace unas semanas (17 de agosto) di a conocer al mundo uno de los capítulos de un libro de mi autoría próximo a publicarse en dos formatos. El primero será en la clásica “edición de autor”, en papel y con forma de… pues de libro. Esos ejemplares serán regalados para tres tipos de personas: a) para los amigos cercanos (con la esperanza puesta en su condición de lectores incorruptibles); b) para los lectores “certificados” de mis ocurrencias (para ello es muy valiosa la información de Feisbuc y los comentarios dejados en ese espacio por quienes gustan de mis textos) y c), para aquellas personas a quienes -creo- les caigo bien.
El segundo formato será a través de los buenos oficios de Amazon y su plataforma publicadora de libros. En esa tienda cualquier ser humano podrá comprar el volumen en formato electrónico o en papel.
No habrá presentaciones públicas, ni entrevistas previas, ni reseñas. Circulará bajo las rigurosas cláusulas del secreto, el amiguismo, la simpatía y por la bondad de lectores generosos dispuestos a gastar su dinero en mis fábulas a través de Amazon.
Pues bien, sigo con mi tema central: ese libraco pude terminarlo a la mitad de este año (2022). Transcurría el mes de abril cuando una idea extravagante me tomó por asalto esa mañana. Cuando a uno lo amagan es mejor relajarse y no pasar por héroe. Se trataba de una idea cien por ciento fifí, mamona, burguesa y moralmente derrotada.
¡Ay, lo recuerdo como si fuese ayer!
Estaba en el café del Centro Cultural Universitario de la ciudad de canteras rosadas observando, entre las ramas de un árbol, a un par de pajarillos pecadores haciéndose sospechosos arrumacos entre melódicos trinos. Suspiré y mi mente, caprichosa, se trasladó de Villalongín -en el jardín de la Nueva España- a una región del noreste de Francia: Alsacia. Concretamente a un lindo pueblecillo diseñado por duendes y gnomos en donde viven dos amigos muy queridos. Ella, una guerrera azteca rubia (cosa rara, por cierto); él, nativo de una irreductible aldea gala y primo lejano del bardo Asuracenturix.
Con ese par en mente pensé en la posibilidad de irme dos meses a su casa, insertada en Eguisheim (Alsacia) y luego mudarme, por cuatro semanas, a la casa de una sobrina incrustada (ella y su casa) en la región toscana, casi a la mitad de Italia pues.
¿Cómo ven? ¿No es una imagen hermosa esa de instalarse en lugares lindos para escribir cual si fuese un escritor de verdad? Sí, de esos con talento y recursos como para alejarse de los jardines de la Nueva España, tal como lo hacía Carlos Fuentes cuando se escapaba de la región más transparente del aire.
No sé si lo sepan, pero igual se los digo: ese Carlos solía restregarnos sus cosmopolitas costumbres a los nativos del altiplano. Apenas sentía la comezón de una nueva novela agarraba su mochila y se mudaba una temporada a su departamento londinense en donde las musas le llegaban en tropel.
Esa costumbre del autor de Aura siempre me pareció asaz pertinente y de buen gusto. Nada se compara con la plenitud de vivir lo cotidiano, el día a día, en atmósferas permeadas por el aroma de los tacos al pastor o una rica barbacoa de borrego a la penca… y el goce vital de ejercer la creación artística en entornos brumosos y con olor a rollos de cangrejo con alioli de limón o los burritos coreanos -tan londinenses.
El cosmopolitismo de Fuentes siempre me gustó y pensé “mmh, en cuanto pueda haré algo así”, pero las posibilidades de lograrlo eran escasas por variados motivos… casi todos vinculados a la llegada de los hijos, los divorcios, la pensión alimenticia, la imposibilidad de ahorrar, la crisis endémica de liquidez y amenidades semejantes.
Esas cosas matan cualquier ilusión literaria y cosmopolita.
Les musitaré algo: durante casi medio siglo he traído en la mente las líneas de una canción del grupo español Mocedades. Las cito: “Mi padre soñaba todo el día con vender nuestra casa y marcharnos muy lejos. Pobre soñador, quería hacerse rico y se hizo viejo”.
Pues más o menos eso me pasó con la idea de ser escritor: me hice viejo. Por fortuna, la tercera edad me llegó cuando las redes sociales ya la rifaban bien machín en el universo. Un escenario en donde tenemos cabida todos los mediocres, forajidos y renegados del mundo. Eso me permitió dejar de preocuparme por la indiferencia con la cual me ignoraban algunas editoriales como Anagrama, Acantilado, Tusquets, Sexto Piso y otras de ese talante.
No fue fácil tener conciencia de esa indiferencia. Para nada. Hube de transitar más o menos hasta el 2006. En ese año todo me quedó claro: esos tipos nunca se interesarían (y no lo hicieron) en mi existencia como escribidor.
¿Cómo superé la crisis? Obvio, con líneas de canciones o con títulos de algunos libros como asideros explicativos. Aquí viene otro recuerdo para reforzar la analogía. Se trata de una novela muy entretenida de Jeanette Winterson -una autora inglesa con cara de aburrida- y su recomendable novela: ¿Por qué ser feliz cuando puedes ser normal?
Aviesamente, adapté el título de la novela de la Jeanette a mis conjeturas: ¿para qué quiero miles de lectores si ya tengo trescientos en feisbuc con quienes me la paso feliz, normal y sin molestar a nadie?
Mi plan, entonces, iba perfecto: en tres meses terminaría la redacción del libro y lo haría en un pueblo habitado por gnomos en Alsacia y en una villa toscana. Todo estaba logísticamente arreglado. Sólo se necesitaban dos factores esenciales: tener dinero y gozar de salud. Lo primero no era problema porque no pagaría hospedaje, soy frugal en extremo cuando de la ingesta se trata y soy -ya se percataron- un fifí mamón. Con esa cualidad encima, los costos de estar fuera de mi ciudad son accesibles.
No me interesa visitar museos (me bastan las vistas en algunos sitios de internet) ni andar como chile en comal tomándome fotos para ponerlas en las redes sociales. Eso sí: soy devoto de los puestos de comida callejera y me encanta caminar por los lugares que visito -sobre todo los mercados. La calle es lo mío.
Con lo segundo, ahí no hay margen para excentricidades. La salud es básica, esencial y condición sine qua non es posible cualquier emprendimiento.
Nada más chistoso en esta vida que los planes.
Sin son grandiosos, mejor.
Entre marzo y septiembre del 2022 me metí en compromisos de variada índole. Uno de ellos fue aceptar un trabajo agobiante: leer 144 novelas en tiempo récord y meterme a un curso para panadero en el negocio de don Fortis ubicado en el código postal en donde se ubica mi residencia. Don Fortis, además, es un experto arreglando lavadoras. Ese trabajo, el de la lectura libresca, me hizo posponer tres meses el viaje y lo trasladé a octubre. Salvadas esas contingencias, Europa me esperaba lista para quitarme mis Euros.
Aquí viene el título de otro libro (este sí muy recomendable) para ilustrar los acontecimientos posteriores. Es de un tipo llamado Alexei Yurchak y no hay versión en español (sorry): Everything was forever, until it was no more.
¿Cómo la ven desde ahí? Así de sencillo, señoras y señores.
Uno cree que las circunstancias, historias, sistemas, amores, países o las pasiones son para siempre… pero al final todo termina valiendo madre. Es natural pues.
Y sí, ahí me tienen a las siete de la mañana en el hospital.
En ayunas.
“Por favor, quítese la ropa y póngase esta batita” y obedecí.
“Lo vamos a canalizar para suministrarle los medicamentos por vía intravenosa; va a sentir un piquetito” y me picaron.
¿Cómo pueden cambiar las circunstancias tan radicalmente en unos días? Setenta y dos horas antes, mi paso por el hospital no pasaba de ser algo relativamente sencillo. Mero trámite. Era septiembre, mes de la patria. En octubre, de acuerdo al plan maestro, estaría bajando del avión en Luxemburgo para irme al pueblecillo de los gnomos, pero no fue así. A cambio de esa imagen de viajero frecuente, boina, barba de cinco días y actitud firme, estaba enfundado en una bata que dejaba mis nalgas expuestas al viento aséptico de un nosocomio. ¿En dónde me perdí? Eso pensaba en la cama, con una manguera conectada a una vena en mi mano y un frasco con un líquido colgado de un bastidor.
Media hora después emprendimos el camino al quirófano. Todos muy amables “¿Cómo está don Raúl?” Una pregunta retórica: estaba asustado.
“Usted no se preocupe, su hija nos acompañará en la operación. Eso lo tendrá tranquilo” -me confirmó el especialista.
Llegamos.
Me piden estar sentado un momento sobre la camilla. “Le vamos a poner un relajante; quizás se sienta un poco mareado” -me informa otro galeno y pone una sustancia en el frasco pendiente del bastidor. En un minuto me siento mareado. Apenas percibo la inyección anestésica en la columna vertebral. Me cambian de la camilla a una plancha. Casi de inmediato entro en la dimensión desconocida de Rod Sterling o a Una realidad aparte de Carlos Castaneda. Es igual.
Durante la intervención quirúrgica -sumergido en los vapores de la semi conciencia que permite cierto tipo de anestesia- el tiempo se alongó bien raro pero los hijos de Hipócrates no terminaban de arreglar mis desperfectos internos. Me empecé a preocupar: “esto ya está durando demasiado” -me dije muy suspicaz y llamé a mi hija. Le “pregunté” (en realidad sólo balbuceé incoherencias) si había algún problema. Ella me dijo (eso sí lo recuerdo) “todo va bien papi” y mesó mis cabellos. Casi en seguida sentí cómo manipulaban mi cuerpecito y lo ponían boca abajo para empezar a hurgar por la espalda. Algo fuera del plan original. ¿A qué se debía el cambio de estar “boca arriba” a estar “boca abajo”?
Ahí fue cuando pensé algo como “uta, esto ya valió madres, me cae”.
Really? ¿Valió madres?
Pos no se sabe. El misterio se develará en unas semanas, cuando luego de una serie de protocolos, análisis y cosillas así, me metan otra vez al quirófano.
Lo que sí puedo decirles es que la redacción del tantas veces citado libro implicaba, fundamentalmente, tener salud. Con esa gracia es posible abordar los temas engarzados en la trama. Sin salud -se los juro por esta- no dan ganas de ser escritor de verdad (ni de mentira) ni cosmopolita.
Eso ya lo sabía.
De hecho, cuando redacté el primer capítulo, en donde expongo los motivos para escribirlo, apunté lo perentorio de la salud.
Para no tenerlos con la angustia, les transcribo los últimos párrafos de ese inicio:
Como el único material a mi disposición es mi simplona vida y crear mundos no se me da, decidí escribir sobre los asuntos “propios de mi edad”, de las reflexiones en las que me meto bajo los influjos de ese “hacer nada” en donde estoy inmerso. Recopilé algunas de esas divagaciones escritas en servilletas, en textos pergeñados en el teléfono, en la compu, en libretas con notas de conversaciones con diferentes amistades. Muchas son producto derivado de la lectura de algún libro o ver una película.
Decidí, pues, tomar algunos temas e hilvanarlos a manera de sencillas perspectivas de un tipo en plena tercera edad, con algunos pocos amigos presentes en este trayecto de vida, los miedos y felicidades que padecemos y disfrutamos antes de que el dolor o una enfermedad nos excluya del mundo en donde el humor todavía tiene cabida.
De eso va este libro.
¡Háganme el recabrón favor!
Cuando estaba listo para seguir hilvanando reflexiones profundas y profundillas para mis doscientos lectores cautivos -y los que la vida me depare en Amazon- mi salud quedó en suspenso. Justo cuando había superado el trauma de no haber emulado a Carlos Fuentes y la edad ya me había dado la desfachatez de intentar el modelo de escritura de Emmanuel Carrère, la salud me puso “entre paréntesis”.
Varias semanas han pasado desde la primera intervención quirúrgica y falta otra. Joder. El dolor ha disminuido. En esa condición venturosa del no dolor quise ponerme a escribir. Saqué el archivo del libro (“No pise el pasto”, se llama) y terminé leyendo todo el legajo electrónico. Me percaté de errores, repeticiones, partes prescindibles. Todos los detalles dejados por acá y por allá cuando uno se ocupa del oficio de escribidor y espera el momento de la revisión final.
Intenté ponerme en el “mood” que tenía cuando aún no era excluido del mundo saludable y seguir inventando la realidad en el papel.
No pude.
A cambio de eso salió lo que están leyendo ahora mismo.
Tener salud (cemento del humor y de la vida toda) es fundamental.
Ya no se puede confiar en nada.
Menos en esa manía de hacer planes.