A los ocho años de edad no debería ser natural conocer el sufrimiento, pero cuando dentro de tu herencia familiar están los genes de la pasión por el futbol, lo mejor es que te suceda lo más pronto posible, que desde que tengas consciencia aprendas sobre ese sentimiento que te acompañará en muchos momentos de tu vida, pero que al mismo tiempo y paradójicamente, te sujetará como la más tóxica de tus relaciones amorosas.
Aquel inolvidable verano de 1998 en el que Francia albergó la Copa Mundial de Futbol, significó la posibilidad de que mi hermano y yo pasáramos los ratos libres frente al televisor viendo partidos diferidos, resúmenes, cápsulas de Andrés Bustamante y cuanta dosis mundialista nos ofreciera la señal abierta de Tv Azteca y Televisa.
Por fortuna, mi padre secundaba nuestra naciente enfermedad por el futbol, por lo que los días en que México entró en acción, se convirtió en una obligación mirar el partido totalmente en vivo y acompañados de una Coca-Cola y unos Fritos sabor chipotle. ¿Se le puede pedir algo más a la vida?
El debut ante Corea del Sur fue emocionante. La cosa vino mal en un inicio con el 1-0 en contra, pero ver a Ricardo Peláez emparejar el marcador y correr como un niño que acaba de anotar el gol en la cuadra de su casa, a Cuauhtémoc Blanco aplicar lo que hasta ese momento era la impopular “cuautemiña” y al “Matador” Hernández iniciar con su propio concierto pambolero, nos arrancó una sonrisa de norte a sur.
Lo mejor estaría por venir. Ese sábado ante Bélgica aprendimos mucho de lo que se entiende por gallardía en el deporte. Después de 47 minutos no había frituras ni refresco que quitara el mal sabor de boca del 2-0 que hasta ese momento los europeos nos estaban propinando. Mi hermano y yo estábamos helados, pues.
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En la medida que uno va creciendo, se comienza a medir la vida de acuerdo a la cantidad de mundiales que le ha tocado vivir y yo me siento muy orgulloso de tener intacto el recuerdo de aquella bravía reacción de unos jugadores nacionales que vestían un uniforme blanco con el logo azteca en el pecho.
Alberto García Aspe fue el encargado de descontar por la vía penal y a partir de ese momento, lo que se vino fue una secuencia a cuadros de sufrimiento, angustia y esperanza que terminó en lo que debería ser catalogada como una obra de arte incomprendida en el futbol: Ramón Ramírez centró por la banda izquierda y ahí, quién sabe cómo, apareció Cuauhtémoc Blanco suspendiéndose en el aire por unas centésimas de segundo para posteriormente empujar el balón a las redes. Ese grito de gol, producto de una emoción genuina, lo sigo reservando como parte de mi memoria selectiva.
Días más tarde, el equipo nacional mantuvo la misma postura aguerrida y le arrancó un empate sobre la hora a Holanda. Hasta la fecha, se me enchina la piel cuando reviso ese video en el que el “Perro” Bermúdez está contando los segundos finales del partido con un “10, 9, 8…” y de la nada aparece Luis Hernández ganándole la espalda a tres defensas para puntear el balón y mandarnos directamente a los octavos de final. Los gritos desaforados de gol de Hugo Sánchez también fueron los míos.
Nunca me han gustado los lunes, los detesto. Y salvo lo que diga mi psicoanalista, la razón tiene que ser ese 29 de junio de 1998. México tenía una cita con Alemania y con la historia. A sabiendas de que no era garantía de que en mi Primaria nos permitieran ver el partido, rogué a mi mamá durante todo el fin de semana para que me dejara no asistir a clases. “Es un mundial”, le decía sin ser consciente de que ese seguiría siendo mi argumento hasta el día de hoy.
Como a las madres no se les puede ganar nunca, a lo más que pude llegar fue a una negociación en la que ambas partes quedamos satisfechos. Faltaría a clases con la condición de que la acompañara a su trabajo, es decir, a la escuela Libertad, donde sin pretexto alguno, pondría en televisión de 30 pulgadas los octavos de final.
Y ahí estaba, acompañado de unos treinta niños que no conocía. Pero no era una situación que me incomodara, debo reconocer que como compañeros de estadio improvisado se comportaron a la altura. Había nervios, expectativa y un “¡uhhh!” colectivo cada que Alemania amenazaba la portería de Jorge Campos.
No sé qué tan sano sea que a los ocho años un niño se someta a altos niveles de intensidad, pero cuando el “Matador” se metió al área para rematar y poner el 1-0, el grito de júbilo alcanzó las calles aledañas de la escuela. México estaba eliminando a Alemania y yo ya estaba seguro de que eso no podía cambiar. Lo sé, la inocencia me hizo pagar y caro.
En quince minutos absolutamente todo se derrumbó. Llegó Klinsmann y Bierhoff para recordarnos que la frase de “El futbol es un juego simple que inventaron los ingleses, en el que juegan once contra once, y siempre gana Alemania” no era un producto de la casualidad. Pura, dolorosa y directa verdad.
Mis compañeros de estadio superaron rápidamente la derrota, pero yo no. Por muchos días me sentí triste, imaginando realidades paralelas donde el disparo del “Cabrito” Arellano no pegaba en el poste y en, cambio, se incrustaba en el arco para dejar malherido a los alemanes. ¿O qué sería de nuestra historia pambolera si Luis Hernández hubiera rematado con más decisión aquel pase de Cuauhtémoc Blanco para el 2-0? Son preguntas que me sigo haciendo y con las que moriré.
El futbol es bondadoso y uno tiene que amar ese cliché tan necesario como lo es el hecho de que este deporte te da revanchas. En ese momento no lo sabía, yo tenía ocho años y sufrí con la misma honestidad que se vive a esa edad. Veinte años tuvimos que esperar para que llegara mi día, el de mi generación y la de nuestros papás y abuelos. Pero esa es otra historia y afortunadamente, todavía nos queda mucho mundial para contarla.