Por: Raúl Mejía
Me informan que el mundial de futbol empieza en unas horas. Es la primera vez que arribo a esta cita sin emoción ¡y vaya que sobre mis espaldas se acumulan campeonatos!
Pongámoslo en perspectiva histórica: mis primeras nociones de esta competencia datan de 1966. En ese año era un escuincle y no me importó ver algún partido, pero tengo vagas nociones de la frustración de los adultos a mi alrededor. Por segunda vez estuvimos “a un pelito” de pasar a la siguiente ronda (la primera fue en Chile 62) y esto empezaba a ser una bochornosa costumbre sólo atribuible al fatídico destino cebándose en nuestras guadalupanas certezas, la conquista española y los pinches gringos.
Los periodos de mi vida empezaron a ser comprensibles, analizables y valorados por cada mundial a partir de 1970. Luego de ese cotejo, casi toda mi vida está sectorizada -para fines de ubicación histórica- por reflexiones como “empecé a trabajar en El Limón de Papatzindán unos meses antes del mundial en España” o “el Renault 5 lo compré luego de Italia 90 cuando nos prohibieron participar por transas” o “debió ser antes de México 86 porque Fabrizio aún no nacía”
Así estuvo estructurada la narrativa de mi vida al menos hasta el mundial pasado, pero esta vez no. Qatar me llega como la noticia del próximo disco de Los Tigres del Norte: un acontecimiento irrelevante, sin peso ni alma. ¿Cambió el futbol, la vida o ya no entiendo lo que pasa?
Por décadas pretendí dar la impresión de que el destino de la patria no me importaba cuando de futbol se trataba, pero la mera verdad era otra: mi vida tuvo algo de sentido cuando el Tri fue dirigido por Menotti, Mejía Barón, Lapuente, Lavolpe y El Piojo Herrera… y ya. Ahí se detuvo.
Como todo en esta vida, son varios los factores que contribuyeron a diluir mi interés en el futbol local. Uno, claro, la globalización. Mi devoción por el Atlético Morelia se alimentó de la inocencia. No tener acceso a partidos de otras latitudes y geografías convertía en gigante al Mudo Juárez, pero apenas pudimos acceder a los partidos de otras partes del mundo empecé a ver lo limitado de nuestros alcances.
MÁS DEL MUNDIAL:
Lo mismo con la selección nacional. No fue culpa del Tata Martino mi alejamiento. Ese chico sólo tiene el material humano de todos conocido -y su necedad hace el resto. Pasó algo más contundente: tenemos acceso al mejor balompié y en esa categoría no cotizamos. No debemos ser escarnecidos por preferir la calidad sobre los productos nacionales de a peso. Se siente gacho pues, pero incluso las fidelidades nacionales se han desdibujado. Hoy nos podemos sentir más del Bayern que del Necaxa y estamos lejos de las fidelidades inglesas por los equipos de media tabla.
El Tri me da un poco de pena y lo diré como si me importara: no somos capaces de articular un ataque, llegamos al área exangües y sólo tenemos uno o dos jugadores de talla mundial. Lo digo sin un ápice de pesar: es la primera vez que el destino futbolero de México dejó de angustiarme.
¡Ay, el amor acaba! ¡Cuánta razón tenía el príncipe de la canción!
Nunca he creído en los milagros, pero en esta ocasión se necesitará uno para una mediana sorpresa. Dije “no me importa el destino futbolero de México” pero tampoco me voy por el azote y la victimización.
Seamos realistas: las posibilidades de salir estropeados de Qatar son altísimas, pero tampoco nos pongamos intensos. Polonia no es la gran cosa aun con su preciado Lewandowsky… y si no le ganamos a Arabia Saudita será una vergüenza que ni el recuerdo de Argentina 78 podrá opacar.
Para terminar, les dejo algunas preguntas siempre presentes en los mundiales cuando se trata de dar la nota en el extranjero:
¿La valentía mexicana se hará presente con el ridículo grito de “eee… puto”?
¿A cuántos paisanos meterán al bote por infringir las leyes de ese exótico país?
¿Se superará el número de sombrerotes charros en los estadios?