Por Omar Arriaga
Uno de los asuntos más arduos llegando a la crisis de los 30 es la de los hijos.
Si se los tiene, este solo suceso hace que nos sintamos en el principio del fin: ya estamos chocheando, ha pasado el resplandor primero de la primera parte de nuestra vida y experimentamos cierto vértigo, cierta ineludible melancolía.
Por el contrario, si no se cuenta con algún pequeño engendro, imagen y semejanza de uno mismo, empezamos a preguntar si no será buen momento para conseguir uno de una vez por todas, si es que se planea procrear alguno alguna vez.
Entre estos dos individuos a punto de alcanzar edad tan fatídica, se yergue una tercera clase: aquellos que cuentan con prole, pero que por circunstancias que escapan a su dominio no ejercen eso que, de sólo sugerir, hace que se me ericen los vellos de la espalda: la paternidad.
Esta clase de individuos debe, así, padecer la paternidad sin vivirla realmente, imaginando a sus hijos; hijos pródigos que puedan convertirse en mejores seres humanos que aquellos que les dieron la vida.
Sin embargo, de sólo ver la cola afuera del Nacional Monte de Piedad y discurrir sobre la cuesta de enero, sobre los juguetes que año con año deberán adquirir los reyes magos, la imagen de los hijos pródigos se desvanece.
Peor aún: ¿qué tal si nos equivocásemos y tuviéramos un pequeño o una pequeña hija pródiga con aquella chica darketa con la que uno salía a los veinte años?
¿No sería una maldición pagana más que terrible que un acto de exorcismo el concebir con la persona incorrecta, siendo que el retoño (seamos realistas) quizá no herede lo mejor de cada uno de sus padres?
Si nos remitimos a La biblia, Caín no es exactamente el prototipo del hijo que uno quisiera tener; pero, ¿lo es Abel? Entre un maricón que hace cuanto se le ordena y un asesino precoz, me quedo con mis gatos y mi perro, gracias.
Pero bueno, reproducirse es tan inevitable como el azul del cielo así que hagamos de cuenta que, de todas formas, estos hijos llegarán a la tierra de la mano de dos de nuestros millones de espermatozoides.
En cuanto pasa la adolescencia Caín nos dice: “Padre, ya heredaron a mi amigo y se fue a vivir al DF. Si tienes algo que heredarme, hazlo ahora”.
Años después, el vicioso que perdió cuanto tenía en dos divorcios y varias demandas legales, regresa a la casa. Abel, que se ha quedado toda la vida a nuestro lado, más por miedo que por cariño, se opone: “¿vas a dejarlo que se quede luego de lo que ha hecho…?”
Y se queda uno pensando: “¿por qué no me operé las pelotas a los 30, si la vasectomía era gratis?”