Una de las cosas que más me asustaba de jugar ajedrez era perder. Sé que suena ridículo considerando existe en cada partida un considerable porcentaje de que ocurra, así como infinitas variables pueden provocar una derrota. La adultez también influyó en el miedo a través del pudor. Cuando se es niño el perder no es signo de debilidad puesto que el niño no pierde, juega; mientras que el adulto compite en todas las esferas de la vida para ser el mejor o al menos no ser el peor.
Al inicio jugaba con mi hija de nueve años, ganándole una y otra vez, en una patética zona de confort. Gracias a un gran amigo, Chava, salí de esa burbuja y comencé a explorar el ajedrez no sin seguir manteniéndome bajo la sombra de la inseguridad. Repito: maldita adultez. A los treinta puedes aprender a andar en bicicleta pero difícilmente a competir en el Tour de France, practicar fútbol pero difícilmente jugar en Primera División, comenzar a correr pero difícilmente lograrás una medalla de primer lugar en un maratón.
A la mitad de la vida se puede aprender a jugar ajedrez, sin embargo las posibilidades de que te conviertas en Gran Maestro son pocas. Al salir a explorar el mundo del ajedrez fue como colocarme frente a una inmensa montaña cuya cima me era imposible de ver y donde el mayor desafío radicaba en mí: romper esa vacilación que no me permitía ni siquiera colocar las piezas adecuadamente. Aún recuerdo la primera partida que jugué. Fui vencido no por la destreza del contrincante sino por mi impericia: cero táctica, cero estrategia: lancé a los peones a morir mientras el ganador impávido seguramente en sus adentros se decía: “¡Qué carajos está haciendo este hombre!” Afortunadamente lo fascinante del ajedrez es más grande que cualquier sentimiento de derrota, tan es así que ni el mayor de los ridículos me impidió seguir adentrándome en él.
Continué jugando y sigo perdiendo. Pierdo contra mis alumnos en el colegio, pierdo ante mi amigo Chava (que actualmente me entrena) quien entre regaños me forma: “¡¿Por qué regalas piezas!?” “¿¡Para qué mueves esta pieza!?”, “El que entre dos piezas se pone, una se come…”; casi pierdo contra mi hija (en el colegio lleva una asignatura de ajedrez y su nivel ha mejorado bastante). Ayer perdí contra mi amigo y compañero de trabajo, Conrado, exponiendo la reina estúpidamente y debilitando mi juego y mi moral. Por la tarde, impulsado por un par de cervezas, visité un lugar de tradición en la ciudad (El café Parroquia) donde se solía jugar bastante al ajedrez y en el cual hoy predomina el dominó, apenas manteniendo un par de mesas con tableros viejos, piezas sucias y rotas.
Al no encontrarme a alguien con quien jugar, saqué mi celular y comencé a analizar sobre el tablero una partida entre Carlsen y Nakamura. “Leer” los juegos es una de las cosas que más me gustan del ajedrez, siento como si jugara a descifrar un enigma, el pensamiento del otro. Uno puede estar horas observando un solo movimiento, absorto, alejado del mundo. Entonces llegó un señor de alrededor de setenta años, jubilado -dijo después-. Silencioso tomó asiento y miró lo que hacía.
Apenado, le propuse jugar. Aceptó. Jugó la primera partida sin decir nada, planificando cada movimiento sin prisa, colocando las piezas sobre las casillas con el tacto de quien mueve una pluma de ave de un punto a otro. La lección de ese juego fue la paciencia. Yo realizaba los movimientos rápido, seguro de tener una buena posición en el tablero. Creí todo marchaba bien hasta que comenzó a atacar. Perdí la reina. Un par de jugadas: jaque mate.
Sin siquiera preguntarme volvió a colocar las piezas. Se me hacía tarde, no obstante el orgullo me hizo pensar podía ganarle la siguiente. Al final quedé solo con una torre y me perdonó un movimiento donde expuse la dama. Al rendirme le pregunté si le había dado batalla, respondió sereno que no: estaba perdido desde hacía tiempo. Nos estrechamos la mano y se presentó. Me presenté. Tímido -casi excusándome por mis derrotas- dije apenas estaba aprendiendo. El hombre amablemente respondió que no me preocupara y compartió algo que llamó mi atención: “No importa cuántos libros sobre ajedrez leas, para ser mejor hay que jugar y perder, sobre todo perder.” Cuánta razón. Salí derrotado del juego pero triunfante en experiencia.
Comprendí que lo maravilloso del ajedrez no es ganar sino el acto casi místico que se da al estar sentado frente al otro ante infinitas probabilidades. Sobre el tablero uno entra en una introspección mental y emocional tremenda. En un taller que cursé el verano pasado, el reconocido maestro de ajedrez michoacano, Jesús Izarraraz, hizo mención de una muy buena metáfora sobre el ajedrez que me ayuda a explicarme mis propias motivaciones: “el ajedrez es como la vida, se trata de una continua toma de decisiones.” ¿Cuántas veces no vamos por la vida tomando decisiones a la ligera, sin pensar o meditar las consecuencias? ¿Nos damos cuenta de que quizá esas decisiones ya nos auguran un jaque mate a favor o en contra?
Por lo pronto creo pasé de ser un gran perdedor a sólo un perdedor. Si con el paso del tiempo llego a ganar, las derrotas serán orgullosamente la base de mi formación como ajedrecista, estoy seguro de ello.
Imagen arriba: Prinsje11/Flickr
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