Por Raúl Mejía
Hace casi un lustro, en un pintoresco pueblecillo de delicadas reminiscencias medievales ubicado al noreste de Francia y pegadito a Luxemburgo, estábamos seis personas sentadas en la mesa de los progenitores de mi amigo Syl. Salió el tema de la amistad. Mi amigo dijo cosas bien bonitas sobre mí y no quise quedarme atrás: decidí atascarlo de elogios porque se los merece. Mediante una traducción simultánea -entre una mordida al queso y una untada de mantequilla al pan- le dije a su madre, luego de la tanda de elogios que le endilgué a su vástago, que el único defecto de su primogénito era que jamás acepta que de ciertos temas no sabe un carajo. La señora me miró con esa mirada clásica que puede significar “si quieres saber de dónde sacó esa tendencia de sabio, el modelo está a un lado tuyo”.
A mi lado, en efecto, se encontraba el señor Jean Jacques Provillard, padre de mi amigo. En el momento de la charla, éste se encontraba psicoanalizando una botella de vino blanco con interés enológico certificado antes de darle el visto bueno y escanciarla en las copas del personal ahí reunido. “Quel est le contexte de l’entretien?” -preguntó en un perfecto francés. Su esposa le dio las coordenadas de la charla: la inconmensurable sapiencia que dice tener en todos los temas. De ahí venía ese talante que su hijo ostentaba y exponía a la menor provocación con el auxilio de la perífrasis, ese complejo oficio de darle vuelta a todo hasta el punto en que uno termina reconociendo que, en efecto, le asiste la razón (aunque no sea cierto).
El jefe de familia sonrió con suficiencia. Con modestia aceptó que, en efecto, nadie sabía más que él (ni su hijo). Mi dominio de la lengua de Baudelaire y de Víctor Hugo no es muy fluida y eso complica un poco la comunicación. De hecho y en nombre de la claridad, no paso de Oui, Bonjour y el inefable Merci. Aun así decidí meter una variante a la conversación porque al día anterior el jefe del clan me había dado una barrida inmisericorde gracias a un dato del Imperio Romano de Occidente que yo dije incorrectamente.
Pedí ayuda y tradujeron mis palabras: dije que don Jacques era la encarnación de Monsieur Googlillard (por eso de asumirse como la versión humana de Google) y su hijo bien amado era un modesto aprendiz frente a él. Creo que el chistecillo les cayó bien porque se rieron de buena gana -menos la distinguida y flemática señora Bernardette, madre de mi amigo. A ella ya le empezaba a caer bastante gordo desde el día anterior, cuando hice un jocoso comentario acerca de su adorado hijito -esto demuestra que las mamás son iguales en todas partes.
Yo tenía leves sospechas de la proclividad de Sylvain a pretender saber de todo, pero lo atribuía a pertinentes y subrepticias lecturas en Wikipedia antes de poner (él) algún dato a discusión y con ello apantallar al personal. Por ejemplo, una gélida noche preguntó si acaso sabíamos cómo había sido la metodología seguida por los islandeses para determinar que ellos eran los más felices del mundo y -por si fuera poco- los máximos consumidores de cocacola en el Sistema Solar, un honor compartido con México.
¿A quién le importaba ese dato? A Nadie, pero escuchamos la cátedra como si sí nos importara.
Dos días después decidimos salir a fumar un cigarro al jardín. Dicho sea de paso y lo que sea de cada quien, afuera estaba muy frío (1.8 grados Celsius). Los cuatro la pasamos encogidos y dando brinquitos a manera de calistenia, de warm up pleno de tibiezas.
El tema de esa noche invernal, fumando un cigarro en el patio trasero de la residencia, recayó en Georges Perec. ¿Saben quién es ese tipo?
Yo tampoco.
Lo confundí con Daniel Pennac pero no. Una cosa es Perec y otra Pennac. Eso me quedó muy claro.
El joven Googlillard empezó a pontificar sobre la obra del tal Perec: fue parte del famosísimo grupo literario Oulipo (taller de literatura potencial… eso significan las siglas) que unió a escritores y matemáticos franceses para crear obras a partir de “técnicas de escritura limitada”. Era un grupo selecto, secreto y no convencional. Entre sus integrantes estaba Raymond Queneau y más adelante, en otro formato (cuando pasaron a ser parte del Colegio de Patafísica), se les unió Boris Vian.
-Órale, qué chido -exclamamos en formato coral sin dejar de dar brinquitos, pero Sylvain traía mucha pila y más conocimiento. Supimos que entre los dadaístas y los oulipistas había diferencias. Los primeros eran devotos del azar; los segundos del rigor. Cito: “Llamamos literatura potencial a la búsqueda de formas y de estructuras nuevas que podrán ser utilizadas por los escritores como mejor les parezca”.
Su esposa, pragmática y con tendencias a la empatía radical con todos los seres humanos, lo urgió a decir cuál era el meollo del asunto. La citaré: “A ver ¿cuál es el pinche pedo de todo ese rollo, mi amor?” El marido (o sea Sylvain, que es un chico a todo dar) la observó como lo hace un entomólogo cuando analiza a una abeja africana bajo una lupa. Carraspeó y se dispuso a poner en escena el famosísimo “parto de los montes” (ver Google). Anna y yo nos abrazamos cerrando los ojos, esperando un estruendo tectónico. No siempre se asiste a un parto de esa talla.
-Pues que George Perec hizo una novela sin la letra E -excretó el barbado Syl, oriundo de “una aldea ficticia al Noroeste de la Galia”.
Eso fue todo.
Sí, lo sabemos: el tal parto siempre ha sido de lo más insignificante, pero esto fue un abuso.
Nos miramos sin entender. La expresión de nuestros rostros era la de “¿qué le pasa a este sujeto?”, pero la cara del galo era de satisfacción plena. Implicaba que esperaba una reacción del tipo “ay, no mames, te cae?”, pero no, a cambio de eso y tratando de que el nombre de México no saliera muy estropeado, en eso de saber un chorro de cosas, le informé:
-Pues ¿cómo te diré, querido Syl? Augusto Monterroso escribió un libro con ese título y no la hizo de pedo.
El europeo me miró. Seguro pensó “te pusiste de pechito” porque de inmediato me informó:
-Sí, pero Monterroso, que no es mexicano sino guatemalteco, sólo usa el título; su libro es casi un diario, lo de Perec es una novela sin la letra E –me aclaró y reconozco mi sorpresa: “¿Syl conoce la obra del guatemalteco o lo había leído en Google antes de ponerse a discutir con nosotros?” –me pregunté.
-¿Y a quién carajos se le ocurre hacer eso? –preguntó Anna, una moscovita trashumante, egresada de la Ivy League, experta en literatura comparada y otras vainas que casualmente pasaba por Francia. Cuando la conocimos, unas semanas antes en Estrasburgo, estaba comiéndose una torta a la orilla del río Ell (por su nombre alemán) nos cayó bien y terminó acompañándonos en el viaje por algunas campiñas y viñedos de Italia.
-¡Deja eso de “a quién se le ocurre!» Más bien para qué carajos puede servir una novela sin la letra E –esgrimió la Jazzmine, esposa del galo; de hecho, por eso estábamos juntos todos en ese periplo: por su matrimonio.
-A Perec, por supuesto -puntualizó Syl, dándole una fumada al Marlboro con indiferencia aristocrática.
-Ok, ok… permíteme hacer una pregunta al estilo de nuestra famosa cantante Lucerito, querido Syl: el tal Perec hizo una novela sin la letra E. De acuerdo… “¿Y..?” -resoplé y me di varios golpes en la cabeza con los nudillos.
-Pues imagínate: ¡toda una novela sin esa vocal! Piensa en una sin la A, I, O, U o la Y.
-¡Por Tutatis! La Y no es vocal… mi amor –aclaró la consorte.
-Sí es vocal.
-No es vocal.
-Sí es vocal.
-No es vocal.
-Sí es vocal.
En esa contradicción dialéctica nos hubiéramos quedado un buen rato, pero al final todos en banda tratamos de hacer entrar en razón al chico rubio:
-¿En qué pinche idioma quieres que te lo digamos, Syl? ¡NO es vocal ni en español, ni en francés, ni en inglés!
-Antes de poner el punto final -expresó la rusa trashumante- creo que mi deber es exponer que en mi idioma tampoco es vocal, amigos. Lo aclaro para incluir a todos los idiomas oficiales en esta conversación.
Pero Sylvain, todos lo sabemos, no es un ser humano apto ni interesado en escuchar razones -y menos si son de “los otros- e insistió:
-En francés es una vocal. Muy suavecita y sutil, lo acepto, pero vocal a fin de cuentas.
La esposa del sabio Googlillard consideró pertinente zanjar la discusión de manera amorosa pero terminante:
-En el dialecto de Asterix será eso o será el sereno, pero en español no es vocal y ya. Fin de la discusión. Ya vamos a meternos a la casa, me estoy congelando, mi cielo –el marido sintió que por primera vez en su vida estaba a punto de perder una discusión (¡y en su país, en la casa de sus padres!). Fue cuando urdió una salida delirante:
-Acepto que en español no es vocal pero reconozcan que en francés sí… ¡porque hay una parcela de la gramática, la hermenéutica y la patafísica en donde la razón me asiste!
-Mi vida, mi cuchi cuchi, reconoce que no sabes un carajo de eso -lo conminó, ya un poco exasperada, su mujer.
Un rictus de impotencia se dibujó en el semblante hierático del barbado oriundo de una aldea ficticia al Noroeste de la Galia -vecina del campamento romano de Petibonum. Se recompuso y espetó:
-¡En la “realidad fonológica” sí son vocales! Se oyen igual. Sobre todo en inglés. A ver, rebatan esto: la palabra “Yale” no se pronuncia “Yale”, sino “iel”; en el sustantivo “yesterday” no se pronuncia fuerte la Y, sino suavecito. Así: “iesterdei”.
Nos miramos. A esas alturas, ya teníamos escarcha hasta en las pestañas. Propusimos irnos a un hotel y dejar al irreductible galo en su aldea, con sus papás, pero la noche era muy fría y en la calidez de la cocina, un té de menta nos esperaba.
Pero ni eso me hará dejar de querer a Syl. Lo quiero sin medida. Mucho. Reteharto.
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