La íntima noche de la infancia
Por Omar Arriaga Garcés
Creo que la primera vez que me sentí embriagado, realmente embriagado ante la contemplación de la belleza, por la sola presencia de alguien, sin acertar a proferir más de tres palabras urdidas coherentemente, fue cuando cursaba cuarto de primaria.
No era febrero como ahora, no se presentía la inminencia del calor de la primavera; estábamos en septiembre u octubre y, sin embargo, nunca los meses de los años anteriores me habían parecido tan tórridos como aquellos.
A decir verdad, sentía que la mayor parte del tiempo la pasaba dentro de una burbuja de aire caliente que no me dejaba moverme a mi antojo; así como cuando se visita por vez primera la playa y un vientecillo ardiente no lo abandona a uno tan fácil.
Me gustaba alguna que otra niña; es cierto. De hecho, en mi clase había una muy bonita: Jeannette, a quien a veces conseguía acompañar a la salida de la escuela, platicando a través de las calles de ese fraccionamiento en que abundaban los nombres de frutas.
No obstante, el tiempo se detuvo cuando la vi a ella entrando al salón. Para entonces había dos o tres compañeros nuevos, entre los que se contaba una niña que, desde los inicios de aquel año escolar, se volvería parte integrante de mi vida.
Esta chiquilla cizañosa, inseparable aún al día de hoy y a la que llamaré B para evitar cualquier suspicacia, debió notar el interés exagerado que despertaba aquella niña nueva a la que, para no caer en alguna muestra de mal gusto, simplemente llamaremos A.
A no lo sabe, pero a la sazón me imaginaba que la invitaba a salir, no sé con qué palabras, y ella aceptaba, y le pedía que fuera mi novia, y ella volvía a aceptar. Así, casi todos los minutos de escuela pasaron a estar consagrados a esta ensoñación.
Quizá B se percatara de ello y, no queriendo perder la primacía que ya había ganado en el salón de clase, empezó a utilizar su tiempo en verter malos comentarios sobre A. Los decía en voz alta para que casi todos la escucharan, excepto la misma A.
A veces, cuando más absorto estaba, iba a preguntarme: “¿de verdad te gusta?, pero si tiene ojos de gargajo, parece conejo de la cara, sus dientes…”, cosas por el estilo. Mentiras. Puesto que A era perfecta.
Cosas bobas que, empero, me hacían sentir vergüenza de mí mismo y me sacaban momentáneamente de mis ensueños diurnos. Pero por la noche, esto no evitaba que su figura volviese. Antes de dormir la pensaba, no sin cierto temblor, y fantaseaba otra vez.
Recuerdo la luna de aquellos días antes de quedarme dormido: redonda, grandísima y encendida, un tanto macilenta, como la de hoy… No tiene importancia, pero a mi tía que le gustaban Los caifanes, acababan de regalarle El nervio del volcán, el cuarto disco de la banda.
Cuando miraba la luna en medio del cielo nocturno, acudía a mi mente el estribillo de “Miedo”, pensaba en A y la sensación de vergüenza y culpa mezcladas que B me hacía padecer con sus suplicios mentales, reaparecía y me hacía dar vueltas sobre la cama.
“Antes que muera, déjame amarte en vida, hasta que el cielo se caiga por nosotros…”. No entendía lo que tales palabras querían decir, aún no creo entenderlas del todo, pero ya percibía en ellas algo prohibido, inmenso y, por lo mismo, inalcanzable. La infancia es el verdadero paraíso, han comentado muchas veces.
No contaré los juegos ingenuos y felices en los que los propios maestros nos ponían a hacer equipo ni las veces en las que nos hacían competir uno contra el otro. Tampoco, hablaré de las ocasiones en las que nos casaron, a la fuerza, claro, en el registro civil de las kermeses escolares.
Mucho menos mencionaré el preciadísimo tiempo que pasamos platicando dentro de la cárcel cuando no podían obligarnos a contraer nupcias: el único tiempo que tuvimos para hablar. Esos capítulos permanecen sólo en la memoria, guardados como tesoros intocables.
Aquel primer mítico beso no se lo debo a ella; pero, a decir verdad, no puedo recordar el rostro de otra niña. Con todo, al igual que María Zambrano, y sin la necesidad de chismógrafos, intuía que el amor, de llegar, no puede concretarse en esta vida.
Tal vez por eso el “Romance sonámbulo” de Federico García Lorca, henchido de todas estas sensaciones, me ha traído de vuelta esta visión de la infancia y del amor como algo próximo, mas imposible de poseer:
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana,
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas […]
Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
–– ¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está tu niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara,
cara fresca, negro pelo,
en esta verde baranda!
Sobre el rostro del aljibe
se mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche se puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.