Por Raúl Mejía
Una de las prácticas que más disfrutan los nativos de cualquier sitio cuyo clima ofrece experiencias extremas es asustar a los fuereños. Es una sana forma de diversión a costa de los fuereños azorados. Pienso en la etnia de Toluca y su mítico clima frío. Ansían que alguien les pregunté si es normal tanto frío para soltar su emblemático “uy, si piensas que esto es una temperatura baja, espera a que sea enero”. Pienso también en las huestes de Huetamo: “no, señor, esto apenas es un calorcito… espérese a mayo para que vea lo que es bueno”.
Disfrutan asustando con el petate del muerto porque saben que las estupefactas víctimas de sus atractivos municipales (mucho calor, excesivo frío, hartas lluvias, mucho viento) entran en pánico y en discretos conciliábulos murmuran “no mames, si esto es el principio no quiero estar aquí cuando de verdad llueva”. Pero -no es por presumir de mundano o cosmopolita- nunca he estado en ningún sitio extremo en donde las cosas se pongan peor a lo que de entrada y personalmente, ya había experimentado.
Va un ejemplo: en alguna ocasión pasé una temporada en una ciudad “allende nuestras fronteras” y el calor -en julio- ya era una cosa demencial. Es más, jamás en mi vida había sentido el rigor inclemente de esa temperatura (ni en infiernos nacionales). Por supuesto, esa experiencia primigenia me desquició llegando al extremo de sentir nostalgia por el puerto Lázaro Cárdenas y por supuesto que pregunté a los aborígenes de ese país si semejantes temperaturas eran las primeras que se vivían en esa parte del planeta desde que hay registros históricos en los últimos dos mil años.
Los nativos, sonriendo con la suficiencia propia de aquellos que vienen de regreso de todas partes me advirtieron. “Questo è l’inizio… le cose saranno peggio tra tre settimane”, o sea: lo mismo que dicen en todas partes -excepto por lo de las tres semanas. Yo estaba en shock desde hacía, justamente, tres semanas, porque el calor hace que mis funciones cerebrales vitales disminuyan feamente. Me cuesta trabajo entender lo que la gente dice, poco a poco me convierto en un vegetal y la sinapsis se suspende.
Me la pasé aterrado esperando lo peor en el día 21. No sé porqué di por hecho que esa zona geográfica y medieval cambiaría a las cero horas. Al despertar del día 22 entreabrí los ojos y todo estaba igual a como estaba desde el momento en que el calor flageló la ciudad semanas antes y sin variedad respecto a lo que había experimentado cuando caminé (error fatal) por una calle a 40 grados centígrados, pero con una “sensación térmica” de 44. Eso no era de Dios. Es más de lo que un cuerpecito puede soportar (ya sé que hay casos peores). En otras palabras: mi experiencia calórica, desde el inicio ya era extrema. No sólo para mí, sino para cualquier ser humano. Eso sí: lograron asustarme, pero eso no volvería a ocurrir… bueno, sí volvió a ocurrir, pero juro que eso se acabó.
En el viaje que con la Jazz llevamos a cabo por toda la Baja California en la poderosa y siempre noble Honda Shadow ocurrió algo muy raro, pero como nuestra condición es de fuereños en tierra inhóspita y caprichosa -¿qué podemos saber nosotros de Su Majestad el Desierto, viles gnomos del centro del país?- asumimos que la sabiduría, como todos lo sabemos, radica en el pueblo y si queríamos saber la neta de cualquier cosa, habríamos de acudir, con humildad, a sus oráculos.
Y ¿saben una cosa? Se nos advirtió del riesgo de hacer semejante viaje a partir de la segunda quincena de un mes fatídico, pero el 25 de mayo iniciamos el periplo en Tijuana y enfilamos a Ensenada para pasar cuatro días con Araceli y Edgar. Todos los días bebiendo los vinos que el matemático (Edgar) elabora en los sótanos de su casa. Es más: ya no queríamos seguir el viaje soñado, pero el quinto día cargamos, resignados, la Honda y llegamos a San Felipe. ¿Hacía calor? No. Seguimos felices la ruta del Mar de Cortés y decidimos dormir a nivel de playa en Bahía de los Ángeles. Nos desviamos sesenta kilómetros para llegar a ese lugar. ¿Hacía calor? No. Fue la primera vez que dijimos, seguros de nosotros mismos y nuestros poderes, “el pinche calor nos la pela”.
Dos días después enfilamos a otros destinos, pero les ahorraré tiempo. En Guerrero Negro nunca nos quitamos las chamarras -esas prendas que creímos ridículas, obsoletas, innecesarias. Fue la segunda vez que graznamos “el pinche calor nos la pela” y seguimos. Para esto que les cuento, ya llevábamos la mitad del camino y el calor no se presentaba. En un momento dado, decidimos conocer un oasis de verdad y no mamadas (por decirlo claramente) y nos pusimos a chelear en San Ignacio. ¡Ay, que bonito lugar! Si andan algún día por acá no dejen de visitarlo. El contraste entre desierto y oasis es sorprendente.
Apenas nos acercábamos a Mulegé el termómetro empezó a ponerse al alza, pero nada anormal. Decidimos quedarnos a dormir en la playa de El Requesón, uno de los lugares más lindos del viaje (luego les cuento sobre este lugar con detalle) y ahí sí, para que vean, nos cayó el chahuistle. Ahí llegó a su fin nuestro orgullo clasemediero y más caros anhelos. Era tanto el fuckin calor que nos preguntábamos si estábamos enfermos o qué pedo. ¿Por qué la vida puede cambiar tan inmisericordemente en menos de setenta kilómetros?
Amonados en una palapa provisional, veíamos transcurrir el tiempo como si estuviésemos en la dimensión desconocida. Una mujer directamente extraída de las páginas de Juan Rulfo (de Comala, para mayores señas) nos observó mientras se acercaba tranquila, acá, si hacerla de pex. Nos preguntó de dónde proveníamos. Le dijimos, pero la Jazz traía otras urgencias y un interés antropológico perentorio y quiso saber cómo pinches le hacían para sobrevivir a semejantes temperaturas.
La mujer nos miró divertida y dijo que si la lectura que había hecho del viento, las nubes microscópicas y el canto de las gaviotas era correcta (y la mujer era infalible) “esto apenas comienza” -sentenció. Cuando la mujer de Comala hizo su vaticinio, yo ya estaba pensando en volver al valle de Guayangareo. La mujer continuó: “según mis cálculos y lo que sea de cada quien, apenas vamos por la mitad”. O sea… lo mismo de siempre.
A ver, seamos sensatos: ¿de verdad sólo la Jazz y yo estábamos sufriendo una quemazón integral? ¿De verdad los nativos se sentían frescos como dicen que se sienten las lechugas y están genéticamente preparados para algo peor?
La evolución climática al alza no hizo sino agravarse a partir del Requesón. Salimos y nos instalamos en Loreto. ¡Ay, amigos y amigas! Ese destino fue, como bien lo sentencia un personaje de El corazón de las tinieblas, “el horror, el horror” pero, en medio del deliro la luz se hizo en mi espíritu gracias a la inmarcesible Gertrude Stein y su célebre frase inmortal (que luego los del grupo Mecano popularizaron en 1991): “Rosa es una rosa es una rosa es una rosa”… ¿ya se acordaron del estribillo?
Pues hagan de cuenta: mi experiencia decía que cuarenta grados centígrados eran cuarenta grados centígrados, cuarenta grados centígrados, cuarenta grados centígrados… pero no. Los malditos grados centígrados se viven de diferente manera si se experimentan en Monterrey, en Apatzingán, en Florencia, en Oslo, Morelia… o en el desierto de Baja California.
La Jazz y quien esto les chismea llegamos azorrilados a Loreto, rentamos un camper en medio de palmeras y nos preparamos sendos gin and tonics felices de por fin disponer de un techo, cama, sombra y todo lo que puede ofrecer un camper (menos aire acondicionado). Pasamos cuatro días en esa ciudad. Sería ilustrativo que hubiesen podido vernos a eso de la una de la tarde, con el sol en su mero mole y nosotros luchando por un metro cuadrado de sombra.
Eso, de verdad, era la cima del sufrimiento, pero juramos no volver al esquema del fuereño chillón que de todo se queja. El calor y la novedosa “sensación térmica” (que incrementa, en la vida real, la temperatura aproximadamente tres grados más allá de la que marca el termómetro… por si no lo sabían) la hemos llevado con decoro. Nada de quejas. Nada de pedir privilegios. En este mundo todos somos iguales, pus qué.
Le pedí a la Jazz que por piedad ya no me dijera los grados a los que estábamos quemándonos, que mejor me diera “la sensación térmica” para resignarme. ¿De qué sirve saber que estamos a 38 grados si la “sensación” es de 41 y mi cuerpo registra 44?
Al tercer día en ese infierno humeante que es Loreto recordé un lugar que -para el momento que les cuento- ya no sabía si era real o producto de mi febril y combustible imaginación: Nopolo (los nativos le llaman Nopoló). Le dije a la Jazz, ese día que decidimos que la única circunstancia biológica en la que podríamos sobrevivir era estando pedos (al momento de los hechos narrados, ya llevábamos ocho horas en ese noble proyecto), que fuéramos a Nopolo. Un lugar de ensueño, con sombras generosas, servicios de primera. Nada de tienditas de a peso en las esquinas, nada de casas a medio terminar con varillas saliendo de los techos, nada de perros en las calles. No.
Ese pueblo parece una ilusión óptica, una aberración hermosa y en suma, la muestra aristotélica de que los gringos son de otra pasta. Nopolo es como el suburbio perfecto de una localidad en California. Piensen en Pacific Palisades, en los Hampton (que no es en California) o ya de jodido en Santa Monica. Una vez que tengan en su mente esas imágenes… piensen en Nopolo. No le pide nada a esos lugares.
Nos metimos a un bar, seguimos con gin tónica y una variable aleatoria de Whisky, bien dispuestos a no recobrar la cordura de los sobrios mientras la sensación térmica rondara los cuarenta grados. Observábamos a los gabachos en su ciudad con cara de felicidad. Salimos a fumar un cigarro y un mesero nos acompañó. Lo vimos muy angustiado y le preguntamos qué le pasaba. Ahí fue donde nos dimos cuenta de que no éramos los únicos acalorados in extremis. El sujeto, loretense químicamente puro, dijo “es insoportable esta temperatura. Hace dos semanas todo funcionaba de maravilla: una brisa por aquí, un viento fresco por allá, pero esto no lo había vivido en décadas. Es insoportable”.
O sea… eso de ser usufructuarios de experiencias extremas es puro choro, pero aceptemos: si usted anda por la vida a cuarenta grados centígrados en el desierto, eso es peor que andar a esa misma temperatura en Morelia, pero no es nada que sólo los nativos sufran, sino todos.
Andar diciendo que el calor “apenas comienza” es un lugar común. Terminemos de tajo: luego de treinta grados centígrados hace calor. Mucho. Ya. Punto.
Cuando nosotros llegamos a El Requesón, el mundo cambió y nosotros con él. No sólo nosotros estábamos agobiados, sino todos.
Estuvimos cuatro días en Loreto. ¿Por qué semejante despropósito? No tengo la menor idea. El caso es que al quinto día trepamos todo a la moto y en una jornada de cinco horas -la más pinche cansada que me he puesto- llegamos a La Paz y aunque hacía más calor que en Loreto y una perra sensación térmica que superaba los 41 grados… pues estamos en una ciudad. Los lugares con aire acondicionado son muchos y es cosa de estar listos a gastar una lana y las horas pueden pasar plácidas.
Nadie nos obligó a hacer este viaje en fechas tan difíciles y aun así ha sido una experiencia extrema y muy muy muy aleccionadora, interesante y feliz. Mucho nos quejamos, pero bien lo dijo un amigo recordando un dicho italiano: “¿Querías una bicicleta? Pues pedalea”.
Llevamos tres semanas de viaje. Seguro nos echamos otras dos antes de regresar. Hay anécdotas en Todos Santos (no, en ese pueblo no está el Hotel California de la canción de los Eagles, es puro choro), San José, Los Cabos, Cabo Pulmo y puntos intermedios.
Otro día les chismeo sobre el viaje… gracias por leer este texto.
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