Con cariño para mi padre
En un día como hoy pero de 1954, en Morelia, Michoacán, nació Salvador Munguía, mi padre, mejor conocido como “El Chavita”. En 1971 asistió al Festival de Rock y Ruedas de Avándaro, el primer encuentro masivo de rock en nuestro país, un evento que resultaría decisivo en su futuro. A los 17 años se da cuenta lo que quiere hacer de su vida: organizar conciertos de rock.
Sus primeros conciertos fueron como los últimos: un desastre. Además de ser un pésimo organizador, fue un promotor incansable, periodista y locutor sencillo y culto de programas de radio y televisión relacionados a la música. Estudió derecho y economía para decir que estudió algo. Quizá nadie los recuerde, pero organizó conciertos míticos en una ciudad que censuraba el rock, ciudad en donde la policía te detenía por usar el cabellos largo y el pantalón acampanado. Tiempos difíciles para una ciudad acostumbrada a la doble moral, que creía –y que sigue creyendo- que el rock era música para afeminados y admiradores del diablo.
En los setenta viajó en repetidas ocasiones a California. Además de una infinidad de acetatos, trajo consigo material fílmico imposible de conseguir en aquellos épocas: Gimme Shelter y un par de óperas musicales como Jesucristo Superestrella y Tommy, fueron películas que se exhibieron en salas de cine que hoy son centros comerciales: el cine Morelos y el cine Victoria. A finales de esa década, junto a algunos funcionarios de la Universidad Michoacana, trajo a B.B King al peor lugar de la ciudad: el Auditorio Municipal. Un concierto que si se recuerda por algo, es por los portazos, el mal sonido, un motociclista que apareció en pleno recital, un tipo convulsionándose a mitad del espectáculo y al rey del blues, B.B King, cagado de miedo con los ojos y los labios más apretados que nunca.
En 1979, entre conciertos de rock, se casó con una bella mujer como lo fue mi madre, la que por cierto pagó los platos rotos en más de alguna ocasión. Durante los ochenta, el Salón Arena de “la Cueva de Chucho”, el teatro Samuel Ramos, el teatro Stella Inda, el Instituto de la Juventud, el Lienzo Charro, fueron los foros que sirvieron para presentaciones memorables. Toncho Pilatos, Three Souls in my Mind, los Dug Dugs, Real de Catorce, Botellita de Jerez, por citar algunos, fueron conciertos que terminaban como los que se vivían en otras partes de la República; en redadas, portazos, músicos descalabrados, y para la anécdota, “rockstars” durmiendo en la sala de mi casa porque no había salido pa´ la raya, o “mejor” aún, la ausencia de mi señor padre por varios días por irse de fiesta con aquellos rockastarcillos.
En 1986 fundó el programa Los Clásicos del Rock en radio Nicolaita, no obstante, siguió organizando conciertos, uno peor que otro. En los noventas, con el efímero “rock en tu idioma”, se embarcó en apoyar al incipiente rock moreliano. Incluyó como teloneros a grupos que destacaron en aquellos años como las Imágenes Sagradas o La Parca, conciertos que si bien fueron un éxito en la taquilla, nunca se reflejaron en los bolsillos de mi padre.
El homenaje al Rey Lagarto
Como si no bastaran los antecedentes, en 1994 formó parte de la peor organización que se recuerde en la historia del rock moreliano: “Homenaje al Rey Lagarto, Woodstock 94”, festival celebrado en el estadio Venustiano Carranza, con músicos en franca decadencia. A excepción de Eric Burdon y Edgar Winter, lo demás era puro relleno. La poca asistencia del público no solo era culpa del mediocre cartel, se debía al costo excesivo del boleto, a una mala campaña publicitaria, a la incredulidad de la gente, a boletaje falso y a demasiadas manos en la organización, que incluía a personajes turbios de la política. Como consecuencia, los patrocinadores demandaron, meses después nos embargaron la sala, el comedor y las recámaras.
El concierto tuvo repercusiones en el ánimo de mi padre. A partir de entonces se alejó de organizar conciertos. Fue un padre cariñoso y atento. Por esas fechas intentó llevar una vida normal, ser un padre de familia. Siguió escribiendo artículos y crónicas sobre música, a su vez, producía y conducía puntualmente el programa de radio Los Clásicos del Rock. Hasta el año dos mil. Una mañana de ese año, acosado por una esposa, tres hijos y muchas deudas, dijo que iba por cigarros. Sabíamos que no fumaba.
No regresó.
El legado
Como herencia familiar dejó algunas deudas, camisas, pantalones de mezclilla de la talla 30, dos chamarras de piel, un saco de pana y unos tenis converse negros. Unos elegantes mocasines, un chingo de botones, parches de infinidad de bandas, paliacates de todos los colores posibles, botas que habían sido adquiridas seguro en algún circo. Casi mil acetatos, muchísimos casetes, boletos de conciertos, un viejo tocadiscos, libros, revistas y un sinfín de recortes de periódicos amarillos. Ante la ausencia -y sin importar se me acusara de nepotismo-, yo me agandallé el programa de radio.
La breve, gris y voluble historia del rock moreliano –si es que la hubiera-, de la radio, de la televisión, de la prensa escrita, de la organización de conciertos y festivales (a pesar de todos los desaciertos), de la promoción, representación y en general, de su difusión, se deben en gran medida a un señor que apostó todo por el rock and roll.
Y perdió.
Hoy cumplió 60 años.
PD: Cuentan que hace poco lo vieron en Austin, la capital de la música en vivo. Cuentan que de vez en cuando sigue organizando conciertos.
*Publicado originalmente en septiembre de 2015
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