Encontró en el mundo exterior como real lo que estaba como posible en su mundo interior
James Joyce, Ulises
Esta noche me siento profundamente cansado de lidiar con mis propios fantasmas, con mis dudas interminables, con mi silencio abrumador, en una pugna que sospecho estéril. Para remediar la desesperanza, escucho a Bob Dylan, al que sin miramientos me atrevo a llamar “el último poeta maldito”. En la mañana, embargado por el ocio, vi una de sus entrevistas en Youtube; ante la pregunta insistente de un acartonado periodista sobre sus principales influencias literarias, Dylan nombró a Rimbaud (l’enfant terrible) y a Ginsberg, espíritus transgresores que habían descendido a los abismos más profundos del alma humana.
Perplejo, me pregunté: ¿Se puede retornar incólume tras semejante temporada en el infierno? No, invariablemente no. El olor a putrefacción se queda impregnado en el cuerpo, en todo tu ser. Bueno, al menos eso es lo que afirman los místicos, los visionarios y los soñadores. Ya nada vuelve a ser igual.
La armónica de Bob Dylan atraviesa lentamente mi corazón. Es una saeta ineludible. El autor de He was a friend of mine es un solitario, un incomprendido, un desconectado de los avatares políticos. Le dieron el Premio Nobel de Literatura; como era de esperarse, lo recibió con infinito desdén. Era natural. Es como si a Rimbaud, l’enfant terrible, le hubiesen concedido una distinción importantísima; no me cabe la menor duda de que le hubiese resultado amarga. Como la belleza. Es que hay individuos para quienes la fama, la reputación y el dinero resultan intrascendentes, incluso estorbosos. En todo momento les asalta el inevitable ¿para qué?
Decía Jorge Luis Borges: “La gloria es una incomprensión, y quizá la peor”. Eso lo sabe muy bien Bob Dylan, dondequiera que se encuentre en su Never Ending Tour. Acaso sabe que su guitarra vibrante y su armónica melancólica y sus canciones lentas, íntimas, espirituales, sobrepasan cualquier denominación de la crítica (literaria o musical) y que, por eso mismo, son inmortales.
Pocos poetas de la estirpe de Dylan. Espíritus trágicos, dolientes, solitarios, genuinos. En una época plagada de modas efímeras e ídolos cansinos, pocos poetas que entiendan el arte como una forma de transgredir y sobrepasar las propias circunstancias o, lo que es lo mismo, como un llamamiento impostergable del espíritu.