Por Armando Casimiro Guzmán
Dentro de la avalancha de estrenos previos a la entrega de los premios Oscar llegó después de siete años de ausencia, el cuarto largometraje del norteamericano Alexander Payne, Los descendientes (The descendants, 2011), una especie de comedia dramática, género en el que el señor Payne parece ser todo un especialista, y que con todo, resultó ser la gran perdedora de la ceremonia.
Ubicada en ese singular punto de la geografía norteamericana que son las islas Hawai, Los descendientes desmiente la aparente felicidad del archipiélago apenas en la primera secuencia de la película: “¿Paraíso? El paraíso puede irse a la mierda”, recita con cínica amargura el protagonista Matt King (un gran trabajo de George Clooney), cabeza de familia y administrador de uno de los últimos terrenos vírgenes de las islas. El resto de la familia lo componen: la madre infiel que cae en coma después de un accidente, la descarriada primogénita adolescente (muy bien Shailene Woodley) así como la regordeta y precoz hija menor (la actriz infantil Amara Miller).
La familia se reúne a partir de un trágico accidente, y es a partir de ese momento, que empiezan a descubrirse unos a otros: el padre distanciado, la hija que bebe en la universidad y la madre desleal que vive un evidente romance (es genial la secuencia de Clooney corriendo en chancletas por el vecindario). Mención aparte merece Judy Greer en el papel de la neurótica esposa del amante, quien lo hace muy bien a pesar de las pocas intervenciones que tiene en pantalla.
Los descendientes está basada en la novela homónima de la escritora hawaiana Kaui Hart Hemmings (quien por cierto tiene una breve aparición en el filme) y hasta ahora ha sido receptora de una impresionante cantidad de premios y nominaciones alrededor del mundo. Es el tipo de película que suele funcionar muy bien en las carteleras (prueba de ello es la enorme cantidad de dólares recaudados tan solo en los Estados Unidos).
Aunque desgraciadamente los cortos anticipan algunas de las escenas más interesantes del filme (el momento en que el protagonista descubre la infidelidad de la esposa, el tremendo puñetazo que le ponen al novio de la chica, el beso que le planta Clooney a la esposa de su rival), éste no pierde del todo su encanto. Payne aprovecha de maravilla la exótica rareza de Hawai para contar una historia simple con un reparto interesante. Si bien, repite el tono de sus anteriores trabajos: Las confesiones del señor Schmidt (About Schmidt, 2002) y la genial Entre copas (Sideways, 2004), en esta ocasión nos ofrece dosis equilibradas de humor y drama: no se regodea en los pasajes dramáticos para buscar la lágrima fácil y elude con habilidad caer en el folleto turístico o el panfleto ecologista. Es una tragicomedia que se mueve con naturalidad entre el melodrama devastador y la comedia absurda. No cabe duda, el tiempo que pasamos en la tierra es solo un drama salpicado de humor.
Nunca antes una película extranjera había ganado el Oscar en la categoría de Mejor Película (aunque la historia se desarrolla en California, es una producción franco-belga), un hecho que dará impulso a la carrera de los tres principales protagonistas de El artista (The artist, 2011), los actores Jean Dujardin y Bérénice Bejo, y por supuesto el director francés Michel Hazanavicius, a quien hace apenas unos años se le conocía únicamente por un par de malas parodias de películas de espías.
El tercer largometraje de Hazanavicius, para el que se cuenta tardó más de diez años en reunir los fondos necesarios, ha venido recogiendo premios por todo el mundo desde su estreno: Cannes, Globos de Oros, Goyas, San Sebastián, Oscar, BAFTA… en cada uno recibió reconocimientos y comentarios positivos. A estas alturas es difícil que alguien no esté enterado que se trata una cinta monocromática, filmada con técnicas de antaño y que está situada en el Hollywood de finales de los años veinte, cuando aparecen en Norteamérica las primeras películas con sonido. Es en esta etapa de transición que las historias de George Valentin (el carismático Jean Dujardin), estrella del cine mudo y Peppy Miller (una muy atractiva Bérénice Bejo), una novel actriz que empieza una carrera ascendente en el cine sonoro, se cruzan para ofrecer una predecible pero entretenida comedia, muy a tono con la época que retrata: ingenua y desenfadada.
Hace unas semanas se decía que en Estados Unidos debió ponerse un aviso donde se advertía a los espectadores que se trataba de una película silente, ya que muchos de ellos abandonaban las salas exigiendo la devolución de su dinero. Algo similar ocurrió aquí, me tocó ver como los mismos empleados de Cinépolis, les recomendaban a grupos de adolescentes que eligieran otra opción, con el argumento de que “no les iba a gustar”. Curiosamente El artista está colocada en la categoría de Tienes que verla, una especie de garantía en la que después de transcurrida la primera media hora, los clientes pueden salir de la función y elegir otra película de su agrado.
Hay muy poco para reclamarle al trabajo de Hazanavicius: como los bajones rítmicos que padece a lo largo de su metraje, además que puede resultar demasiado ligera para quienes somos amantes de la sangre y las escenas fuertes. Hay que resaltar que entró a nuestro país con la clasificación A (apta para todo público), aunque se ven muy pocos niños en la sala. La película supera sus riesgos con una estupenda fotografía y una eficaz banda sonora, que a la postre resulta el motor de la narración a falta de registro vocal. Es una pintoresca extravagancia, un garbanzo de a libra, ahora habrá que ver si hay vida después de El artista. Hazanavicius se ha puesto un techo muy alto… ya veremos si logra superarlo.
Otra de las nominadas que venía con una enorme inversión en publicidad, fue el lacrimógeno drama Tan fuerte, tan cerca (Extremely loud & incredibly close, 2011), cuarto largometraje del cineasta británico Stephen Daldry, trabajo que a pesar de todo, no ha tenido buen recibimiento ni en la crítica ni en las taquillas.
Ambientada en la ciudad de Nueva York en los agitados días de los atentados del 11 de Septiembre, cuenta la historia de Oskar Shell, un maniático niño de nueve años que hace de todo: es inventor, diseñador, pacifista y es capaz de hacer unas manualidades que envidiaría la mismísima Evelyn Lapuente. Tras la muerte de su padre en el atentado a las Torres Gemelas, Oskar encuentra un sobre con una llave y se lanza a la búsqueda de la cerradura que esa llave pueda abrir. Armado únicamente con un pandero y una pijama ridícula, el protagonista se aferra a ese misterio para mantener vivo el recuerdo de su padre.
Para entender de que va Tan fuerte, tan cerca hay que conocer algo del autor de la novela en la que está basada, Jonathan Safran Foer, de quien años antes se llevó a la pantalla su primer libro, la prescindible Todo está iluminado (Everything is iluminated, 2005). Se esperaban grandes cosas de Safran Foer, pero desgraciadamente sus obras han tenido más impacto entre el público cursi y sensiblero (ambas novelas están editadas en español por Lumen). Y lo último que se sabe del autor es la entrega del ensayo sobre el vegetarianismo Comer carne, que seguramente amarán los vegetarianos y aburrirá a los omnívoros.
La adaptación del cine de la obra de Safran Foer no ha sido afortunada: el argumento es inverosímil y las situaciones escapan al sentido común. Es increíble la forzada convicción que nos ofrece: después de una tragedia colectiva todas las personas serán buenas y solidarias. Además resulta molesta la constante aparición de aviones surcando los cielos de Nueva York y la repetición de las imágenes ampliamente conocidas de la tragedia, como si se nos fueran a olvidar.
A pesar de la gran cantidad de actores conocidos que participan en el filme (Tom Hanks, Sandra Bullock, Viola Davis…), muy poco hay para comentar sobre ello, salvo las cumplidoras participaciones del veterano Max Von Sydow y del niño protagonista Thomas Horn, quien lo hace muy bien. Para conocer los antecedentes cinematográficos de Daldry habría que ver El lector (The reader, 2008) y Billy Elliot (Billy Elliot, 2000), que no son grandes películas. Tal vez su trabajo más inspirado sea la depresiva Las horas (The hours, 2002), con todo y que Nicole Kidman aparece con una desafortunada prótesis nasal. Daldry se esfuerza, pero la suya es una película confeccionada para la caza de premios de la forma más descarada y censurable, apela al sentimentalismo del público estadounidense y termina por volverse un filme extremadamente falso e increíblemente histérico.
Presentado oficialmente en el Festival Internacional de Cine de Morelia, el documental De panzazo (2012), co-dirigido por Juan Carlos Rulfo y Carlos Loret de Mola, busca repetir el éxito que representó Presunto culpable (2008), que recaudó más de 78 millones de pesos. Cinépolis protegió su película al no programar durante dos semanas ningún estreno fuerte de Hollywood y lo lanzó nada menos que con 200 copias.
La fuerte campaña publicitaria y el tema (la educación en México), lograron encontrar eco entre los espectadores, cosa no del todo difícil si consideramos que todos hemos tenido algún o algunos malos maestros a lo largo de nuestra formación escolar. Si a esto le sumamos la campaña de descalificación financiada por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE), encabezado por la impopular Elba Esther Gordillo, tenemos los ingredientes necesarios para generar el interés suficiente por ver la película. Hay que hacer notar que los domingos 26 de Febrero y 4 de Marzo la entrada fue gratuita para todos los maestros que portaran su credencial, sin embargo la afluencia en el primer fin de semana no superó los 11 mil maestros, cifra menor si consideramos que existen cerca de un millón de profesores en el país.
De panzazo intenta dar una explicación del mal desempeño de nuestro país en las pruebas internacionales, tomando como muestra escuelas de educación básica de Michoacán, Guerrero, Ciudad Juárez y la Ciudad de México. El documental intenta ser equilibrado: los maestros hablan, los niños tienen su espacio, al igual que los padres de familia, el SNTE a través de Elba Esther Gordillo y la parte oficial liderada por el Secretario de Educación. Al final, cándidamente nos invitan a ponernos en acción y sugieren una serie de medidas que se pueden tomar para mejorar la calidad de la educación.
Sus méritos cinematográficos son prácticamente nulos, el formato parece muy a modo para la televisión y al igual que Presunto culpable, su mayor aporte podría se que sea capaz de abrir el debate sobre este tema tan espinoso. Hay dos propuestas al menos que debieran tomarse en cuenta: que las plazas no se hereden, ni se vendan, sino que se concursen mediante examen y que se evalúe el desempeño de los maestros. Y hay otra que, aunque no se menciona explícitamente, es que debería eliminarse el penoso ritual semanal del acto cívico.
De panzazo es el quinto largometraje documental de Juan Carlos Rulfo, de quien anteriormente pasaron por la cartelera Del olvido al no me acuerdo (1999), En el hoyo (2006) y Los que se quedan (2008), un trabajo que queda emparentado con el co-dirigido con Loret de Mola por su ligereza y superficialidad. Y es que es casi imposible condensar en dos horas un problema tan complejo y que requiere mucho más profundidad, además, resulta notorio que el periodista nunca pisó una escuela pública. Sus intenciones son buenas pero el resultado es mediocre, por ejemplo, no mencionan para nada el papel de los medios en la educación o el hecho que vivimos en una sociedad que no premia el conocimiento.
Con todo, a la película no le ha ido mal en taquilla (de hecho en sus primeros días de exhibición ya había superado a Presunto culpable), y parece haber encontrado una fórmula para hacer dinero con la indignación de los mexicanos. ¿Ahora quién sigue? Quizás un documental sobre el IMSS, la Cámara de Diputados o Televisa ¿o no, Loret de Mola?