Como a muchos, como a miles, me parece pavorosa e indignante la situación y -por supuesto- condeno también los asesinatos. Digo asesinatos, pero no sólo los asesinatos de los doce miembros de la revista satírica Charlie Hebdo sino de cualquier persona en el mundo.
De los 43, los 72, los 45, los tristes eternos números. De todos aquellos que han sido asesinados, víctimas de un daño colateral, en un atentado terrorista (vivimos uno en Morelia, por cierto), víctimas de las balas ajenas o no, de la intolerancia, de los que no debían morir en manos de otros, si es que eso de “deber morir” cabe. En suma: condeno cualquier asesinato, que es casi decir: condeno la historia de la humanidad.
A pesar de ello Je ne suis pas Charlie (Yo no soy Charlie), ni jamás querré serlo. Explico por qué. Hace unos días discutíamos brevemente sobre qué significaba “ser Charlie” en estos momentos. El mensaje, la consigna, vienen acompañados de la inevitable ambigüedad de la brevedad. Je suis Charlie probablementeimplica ser partícipes de la pena de este asesinato. Claro, ¿cómo no ser partícipes de una pena como ésta, como miles? Pero también puede implicar ser partícipes del ahora sagrado derecho a la libertad de expresión. Guerra invisible a veces, tenebrosamente avasalladora en otros momentos, donde se ven las banderas ondeando, aquí y allá, las de ‘libertad’ contra las de ‘intransigencia’, ‘extremismo’ y ‘terrorismo’.
¿Y qué significa, realmente, tener libertad para expresarse? Si hablamos de caricaturistas, en un país como México, significa el privilegio de tener “moneros” (como les llamamos coloquialmente); significa poder respirar un poco de tanta coerción del Estado. Significa burlarse de los que nos tienen encima, que casi siempre son los políticos. En un país como Estados Unidos, significa una auto-reflexión, una burla a sí mismos y, por supuesto, a los políticos como en todos los países. Sin embargo, como mencionaba David Brooks del New York Times, una caricatura como las que publicaba Charlie Hebdo sería motivo de protestas de inmediato si se publicara en EEUU y seguramente alguien sería expulsado inmediatamente de su trabajo.
¿No fue Justin Sacco despedida de Interactive Corp por tuitear: ‘Voy a África. Espero que no me de SIDA. Broma, soy blanca!’. Eso no quiere decir que EEUU pueda presumir de ser un país donde las culturas se han integrado, pero sí es algo muy grave eso de cuidar la apariencia de serlo. No es mejor, por supuesto que no. Entonces, ¿por qué en Francia, libertad de expresión significa poder burlarse de las religiones y las culturas?
La bandera se ondea según la conveniencia. Las libertades, siempre, son a conveniencia. Decía Stephane Charbonnier que él no vivía bajo las leyes del Corán sino las leyes francesas. Y son las mismas leyes francesas las que no permiten que las mujeres utilicen velo. El argumento francés es que protege la seguridad e igualdad entre hombres y mujeres. ¿Y si una mujer quiere utilizar la burka, solo porque se le da su gana? Pues no. Para el Estado Francés la igualdad es un valor superior al derecho a ejercer la religión.
Muchas personas han ondeado la bandera de Voltaire, la consabida frase “… defenderé hasta la muerte tu derecho a expresarlo”. Contexto de por medio: Voltaire no vivía una época de grandes e infinitos medios de comunicación, no había cinco o seis millones de musulmanes viviendo en Francia. Más aún: Francia todavía no iniciaba su colonización de África del Norte.
Una discusión más o menos similar se desarrolló en Hollywood, hace menos de un mes. Fue una llamarada de petate de un supuesto debate sobre la libertad de expresión. Incluso Barack Obama condenó el ‘atentado a la libertad de expresión’. Los medios norteamericanos no se limitaron a cuestionar si «estaba bien» o no hacer una película donde, de manera satírica, un par de periodistas ineptos asesinan a Kim Jong-Un, jefe del Estado Norcoreano. Nadie se detuvo a pensar en algo tan sencillo como lo hizo un editorial delGlobal Times, periódico oficialista Chino: “Sin importar lo que la sociedad estadounidense opine sobre Kim Jong-Un, Kim sigue siendo el jefe de un Estado”.
Estamos tan malacostumbrados al humor de Hollywood, probablemente tan colonizados por su industria del entretenimiento, que nos pasa desapercibido cuando una ofensa es exhibida en películas, series o caricaturas. ¿Deberíamos indignarnos por esto? Probablemente no, pero probablemente sí. Si nos detenemos a ver cómo lo hace por ejemplo Seth McFarlane, autor de Family Guy, famosa serie animada o como lo han hecho Trey Parker y Matt Stone, autores de South Park, tal vez cambiaríamos de parecer. Aún cuando Parker y Stone parecen tener un colchón de conciencia más aguda que McFarlane, quien tiene una ejemplar habilidad para hacer reír con los estereotipos raciales.
Sin ir más lejos, The Book of Mormon (El libro del Mormón) de Parker y Stone, es un musical que hace una extensa burla sobre los mormones. Cuando fui a ver la obra en un teatro de Los Ángeles, no pude evitar reírme. ¿Esa era la intención, cierto? Y no quiero darme un latigazo de moralidad, pero sinceramente, hasta hoy nunca me detuve a imaginarme: ¿Qué tal que yo fuera Mormón? De verdad: ¿Qué tal que yo fuera mormón? Qué tal que hubiera nacido en Utah, que hubiera sido educado en un contexto mormón y mis reglas y mi moral fueran así.
Qué tal que un día encuentro que hay una obra de teatro, un musical muy exitoso donde se burlan de mi religión. ¿Me indignaría? Claro. ¿Me dolería o me haría sentir mal? Por supuesto. ¿Debería tener la suficiente consciencia y “apertura” para recibir críticas? No, ¿por qué habría de hacerlo? ¿Podría hacer algo para “combatir” esa lluvia de burlas y críticas? No. Tendría que tragarme la “píldora amarga” y aguantarme. ¿Hice yo algo para que se burlaran de mí? No. O tal vez sí, ser mormón. ¿Y entonces? Pues nada, así es la vida.
Los ateos, los agnósticos, si hoy día tienen esa cómoda postura, pareciera que automáticamente tienen una posición superada y privilegiada, y por lo tanto el derecho a burlarse de los que sí creen. En las bromas, en el humor, reside mucho de este privilegio. Es la casa cómoda en la que viven. Sin embargo, Charlie Hebdo, como Rogen y Franco, como muchos en Hollywood, como Seth McFarlane, como Parker y Stone, como Bill Maher, como tantos cómicos, como miles de medios, comunicadores, caricaturistas, animadores, cineastas, tienen algo que las minorías y en general la población no tienen: el poder de los medios, el poder de hacer llegar un mensaje muy muy lejos y, lo más importante, sin derecho de réplica.
Claro, se puede argumentar que no existe la réplica en una broma, es un absurdo. Sin embargo, el mensaje sigue siendo unilateral. Como un misil que cae, como una bala que cruza el cuerpo o como una pluma que dibuja.
Un mensaje como los que Stephane Charbonnier mandaba, semanalmente, tenía el poder de llegar a miles de lectores. Pocos musulmanes en Francia tienen ese poder. Y no llamémosle derecho. El caso de la película The Interview es muy parecido: tiene el poder de llegar a miles o millones, pero ¿podría Corea del Norte hacer algo mínimamente equiparable? ¿Una película donde se burlen de Obama? ¿Que tenga el mismo éxito? No. Nunca en cientos de años.
Hoy día ser ateo y estar ‘al aire’ o en impreso es -mediática y humorísticamente hablando- ser el niño ojete de la primaria. O secundaria o prepa. Es ser el niño más grande y fuerte que tiene su pandilla de amigos y que escogió al niño más pequeño e indefenso para chingarlo una y otra vez. Así, el otro oprimido, el “bulleado”, cuyo único error ha sido ser inscrito en tal escuela, sólo puede aguantar el hecho de estar ahí y ser diferente. Hasta que un buen día, el niño revienta. Y hace algo. Implosiona o explota, pero hace algo.
¿Justifica esto el asesinato? Por supuesto que no. Si ‘haces patria y matas a un chilango’, si un hincha de Boca mata a uno de River, si un policía blanco mata a un civil negro, si un misil israelí mata palestinos, si un yihadista mata a un caricaturista, de una u otra forma, todo esto es condenable. Pero detenerse y regresar la película un poco serviría para entender o tratar de entender que toda forma de odio tiene un origen y casi siempre viene de una opresión. A veces de décadas o cientos de años. Probablemente en el camino, en esa largo vía crucis que es la diacronía, tal vez encontraríamos el eslabón perdido que llevó a muchos al fanatismo. Algunos, en ese crescendo de molestia devenido odio, se convirtieron en esta rabia a muerte. Otros, a lo mejor usaron esa rabia de otros para su propia búsqueda de poder. Como diría Spinoza: “No llores, no te indignes: entiende”.
¿Tenemos el derecho a ofender? No lo sé. Tal vez al que me oprime sí pero no al que me molesta que exista por el hecho de ser diferente. Yo fui criado católico y en algún momento renuncié a la religión. Odio muchas cosas de la Iglesia Católica pero no puedo odiar a un guadalupano, por más que no comparta su fervor. Durante muchos años tuve la oportunidad de ser alguien que podía enviar un mensaje a muchos. Todavía lo hago. No a miles como Charlie Hebdo, McFarlane, Parker o Stone o cualquiera. Nunca fui caricaturista, supongo que todo lo anterior sería inmediatamente desechado y la argumentación de un caricaturista tendría que ser la adecuada. Pero he sabido qué es ser leído o escuchado, por algún grupo de pequeño de personas y, siempre o casi siempre, procuré no “cagarme en dios” al aire o en impreso o en película, a diferencia de cuanto me gusta hacerlo con mis amigos, en privado.