Por Francisco Valenzuela
Primera Parte: “Fue Salinas”
El 23 de marzo de 1994 yo tenía 17 años, sería mayor de edad hasta septiembre y por tanto me quedaría sin votar en julio. Los candidatos eran Luis Donaldo Colosio por el PRI, Cuauhtémoc Cárdenas (en su segundo intento) por el PRD y Diego Fernández de Cevallos por el PAN. Yo quería votar por Cárdenas porque era de la izquierda, y aunque me aburría su forma de hablar, lo prefería antes que al insoportable jefe Diego y al para mí desconocido Colosio, el candidato del PRI, el partido que siempre ganaba en todas partes.
A principios de ese año surgió el EZLN en Chiapas y la poesía del subcomandante Marcos me cautivó, como a muchos de mi generación. Eso incrementó mi aversión al priismo, y aunque aun no comprendía del todo el significado de la derecha, esos barbones del PAN ya me generaban desconfianza.
El 23 de marzo llegué de mis clases en bachillerato cuando me enteré de la noticia: habían matado al candidato del PRI, a Colosio. La palabra más recurrente en los medios de comunicación era “consternación” y la pesadumbre se adueñó de un país que ya había empezado mal el año, con una guerrilla en el sur y un tratado de libre comercio que generaba más dudas que esperanzas.
Al siguiente día la conversación con mis amigos no podía ser otra que la del “magnicidio”. Al fin mocosos, teníamos pocos elementos que aportar, pero aún así me atreví a sugerir una teoría descabellada: “Para mí que el presidente lo mandó matar”. Mis compañeros me tacharon de loco e ilógico, no les cuadraba que Salinas de Gortari mandara asesinar a su propio candidato. Yo no tenía una maldita prueba, ni indicios ni elementos que condujeran a tal conclusión, pero me gustaba pensar mal, no irme con la finta de las versiones gubernamentales ni mediáticas.
Conforme avanzaron los días aparecerían las sospechas: ¿el Mario Aburto que agarraron en Tijuana era la misma persona que después presentaron preso en Almoloya? ¿El candidato oficial del poderoso PRI pudo ser asesinado por un solo hombre, sin ayuda de nadie más? Demasiados cabos sueltos, muchas teorías de la conspiración y finalmente un solo veredicto: A Colosio lo mató un solo hombre, se llama Mario Aburto y está preso. Nadie lo ayudó, nadie le ordenó matar al candidato, él es el autor material e intelectual. Fin del asunto. El archivo se cerró para siempre y el nombre de Colosio fue utilizado para bautizar avenidas, escuelas, jardines, plazas y lo que se le ocurriera a funcionarios priistas, todos ellos “entrañables amigos de Luis Donaldo”, a quien meses después lo acompañaría en el viaje sin retorno su esposa, Diana Laura, quien falleció, se dice, de pura tristeza.
Mañana: Joseph Marie Córdoba Montoya.
@FValenzuelaM