ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga Garcés
No tengo la menor idea de cómo fue que la paloma vino a representar al santo espíritu del dios hebraico en el mundo.
Quizá haya sido gracias a Noé, ya que cuando la mandó a buscar tierra, regresó con buenas noticias.
Que en Grecia, Roma y Etruria existió una disciplina para adivinar el porvenir mirando el vuelo de las aves, es harto conocido.
Los auspicios (de avis, ave; y spicere, ver, observar) tan sólo podían ser interpretados por verdaderos profesionales en las artes ocultas: los augures.
No por nada aparecen en los anales de la historia de Roma, de Sila a Craso, y de Pompeyo a Julio César, curiosos pasajes en los que se ofrecen altas sumas monetarias a los jefes de los augures a cambio de un auspicio favorable.
Por citar un ejemplo, quien alguna vez haya visto la serie Roma, conoce la anécdota en la que Julio César paga al jefe de los augures para que deje salir un grupo de palomas inmediatamente después de su nombramiento como Cónsul y Dictator perpetuus de la República.
El significado de tal auspicio: que con Julio César al mando de Roma, a la República le iba a ir muy, pero que muy bien. Opinión que no profesaban los que le asesinaron.
Sin embargo, las palomas no sólo eran mensajeros de paz y bonanza; en la antigua mitología griega se encargaban de tirar por los cielos el áureo carruaje de la diosa Afrodita.
Tal vez este trabajo les haya sido delegado por su fidelidad: se sabe que la paloma no tiene más que una sola pareja durante toda su vida.
No obstante, en los mitos la propia diosa del amor no es muy fiel que digamos, por lo que quizá debamos descartar tal teoría.
Largo tiempo ha transcurrido desde que en la Antigüedad (y en las películas de Pedro Infante) fueron mensajeras, en especial de esta diosa del amor.
Palabras ejemplares al respecto son las de F, que afirma que cuando la ciudad está sucia, en las calles se ven ratones y cucarachas; y en el cielo, palomas y moscas.
Por algo se les llama ratas con alas; aunque se dice que si alguna vez una te caga es señal de buena suerte. Yo no lo creo.
La última vez que una paloma me ensució, aparte de que anduve de mal genio todo el día, me llevé más de cinco materias al extraordinario. ¿Casualidad?
Si usted camina por el centro de la urbe y ve CDs flotando en las ventanas, quizá se trate de un mecanismo para ahuyentarlas, ya que se dice que odian el brillo del sol reflejado en los discos.
Sea o no cierta la leyenda urbana, es innegable que la excesiva proliferación de palomas se ha convertido en un problema de salud pública; si bien, a mi abuelo no parecía importarle cuando las atrapaba para hervirlas y hacer caldo.
Sus excrementos corroen la piedra y el bronce, son transmisoras de enfermedades: criptococosis, ornitosis, salmonelosis, gastroenteritis, arizonosis, encefalitis equina del este, tuberculosis aviar, son algunas de ellas.
El que ciertas afecciones sean mortíferas o que se zurren en los ojos de Vasco de Quiroga y de Cervantes Saavedra no tiene nada que ver con las ganas de patearlas cuando se ponen a tiro.
Será más bien su morfología, sus cuerpitos plumosos y su torpe andar moviendo el cuello de arriba abajo, lo que, junto con las enaguas que algunas parecen tener, las vuelven animales un tanto ridículos.
Claro que esto no quiere decir que me alegre cuando escucho alguna paloma agonizante, atrapada en los techos del Palacio Clavijero; antes bien, me da un poco de tristeza.
Tal vez sea el revoltijo de sentimientos encontrados lo que nos hace alimentarlas con tortillas y pan viejo, cuidarlas; maldecirlas y patearlas sin, al final, poder prescindir de ellas ni por escrito.