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Home»Columnas»¿Cómo empezó todo?
Columnas

¿Cómo empezó todo?

Omar ArriagaBy Omar Arriaga13 mayo, 2014Updated:19 mayo, 2014No hay comentarios8 Mins Read
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Pero cómo había empezado todo. Fuiste un día cualquiera en la mañana a hacer las maletas. Era increíble pero reconociste algunos objetos masculinos que no eran tuyos. Te quedaste algunos días en casa de un amigo y dejaste de asistir a la escuela.

calle-oscura

Por Omar Arriaga Garcés

Segunda Parte

IV

Luego argüiste problemas de salud y renunciaste antes de que hubiera algún conflicto mayor. Tus ahorros iban menguando y aportabas cada vez menos al gasto y Mario, que ya se había cansado de que te pasaras el día entero metido en la casa, sin poder llevar a su novia porque estabas el día entero frente a la televisión, tomó esto como un subterfugio y se peleó contigo. De hecho, ya habías leído una situación idéntica en el relato de un escritor al que le pasa lo mismo.

Tu madre te escribía y llamaba por teléfono casi todos los días. Insistía en que regresaras a la ciudad y que de ser necesario te ayudaría a conseguir otro empleo y a ver al hijo y a la mujer que habías dejado, deslumbrado como estabas entonces, porque ellos habían marchado contigo a aquella urbe que no conocían para hacer una vida a tu lado, por lo que tuvieron que volver en cuanto le confesaste que tenías una relación con Gabriela. En cierto sentido, querías volver a ellos y a tu familia, como aquellos renegados de la Edad Media que marchaban creyéndose héroes a la aventura, abandonando su vida pasada, pero que debían volver a la casa vieja cuando se percataban de que no eran héroes sino parias. Querías verlos de nuevo y por eso volvías, te dijiste.

Pero cómo empezó todo. El dinero se te acababa y no tuviste más opción que regresar. Aunque no aceptaste quedarte en casa de tu madre ni que te consiguiera trabajo, pensabas que si tenías dificultades económicas lo mejor era estar cerca de quien pudiera ayudarte con los alimentos o prestándote algo de efectivo. El último día que estuviste en aquella ciudad fascinante y tortuosa, cuando ya ibas en al autobús, sentías la presencia de Gabriela en el asiento de al lado, llorando, lamentándose por todo lo que se habían jurado y que ya nunca se cumpliría. Lo curioso fue que una chica, de la que imaginabas infinidad de problemas pero de la que con certidumbre no sabías nada, aquella chica que lloraba, en efecto, en un asiento contiguo y mascullaba palabras sin sentido para ti, era como la imagen en la obscuridad de una mujer que abandonabas y que te había abandonado tiempo atrás. ¿Recuerdas? Cómo no recordar un día como ése, uno de esos días en los que uno se dice a sí mismo que no puede haber en la vida de nadie noche más triste, en la que el frío del autobús y la calefacción descompuesta nos hacen percatarnos de que nos falta un calor que no volveremos a sentir en nuestra existencia, al menos no con la misma limpidez e intensidad. Así había empezado aquella historia.

 

V

La señora tenía una hija de escasos 18 años. Volvía del trabajo pasada la medianoche y salía muy temprano por la mañana, cuando aún no salías de tu habitación. Comías en silencio con la joven y cuando la mujer tornaba a casa pasada la medianoche tocaba en tu puerta y te contaba algunos detalles, siempre tortuosos, de su día: las dificultades de su empleo, la invencible soledad en la que se hallaba desde que había muerto su esposo, la falta de dinero, pero también la inteligencia y fragilidad de su hija, su desamparo, y tú sentías que mientras te hablaba de todo aquello y del brillante futuro que le aguardaba a aquella niña, pidiéndote que la cuidaras mientras ella estaba ausente, lo que en realidad hacía era encomendártela como se encomienda a un esposo que cuide de la hija que nos abandona para empezar una nueva vida en otra casa.

Al empiezo, pensaste que se trataba de una trampa de tu mente raída por la esperanza y el desencanto. De a poco la señora llegó cada vez más tarde, incluso ausentándose por días enteros en los que Daniela decía que estaba de vacaciones y que al día siguiente regresaría, aunque esas estancias fuera del hogar se prolongaban más cada vez. En el colmo del absurdo, la niña lloró durante tres días seguidos porque tenía una relación con un muchacho de su escuela con el que había terminado y que la había llamado de una manera soez y humillante frente a todo el grupo. No le prestaste atención pero al segundo día, por la noche, la abrazaste durante la cena y le explicaste que aquello no significaba nada, que ya vería cómo era el mundo y que sin duda la aguardaba un hombre bueno que la querría como ella creía merecer y como en verdad merecía, aunque por dentro pensabas si tal mundo existía y si no eras tú mismo la negación más fehaciente.

Al tercer día comiendo ambos estaban más tristes de lo común y, por la noche, así como había sido natural ir a comprar agua acompañado por Gabriela una vez, fue natural que ella se quedara en tu cuarto viendo películas para pasar el insomnio, natural que se quedara dormida a tu lado mientras apagabas la luz e intentabas meterte en las cobijas que ella allanaba con la mitad de su cuerpo, natural que luego de algunos minutos se despertara de lo que parecía un profundo sueño y te buscara el rostro con su cara, y natural que te besase en la boca y sintieras su sabor cálido y salado, para un instante después sentir su piel desnuda debajo de la tela y probar sus labios.

Bien pronto te diste cuenta que la señora ya sabía de sus encuentros, de su cercanía y de que ella parecía vivir contigo en el pedazo de casa que te rentaba como si fuera tu amante, tu novia o una esposa en ciernes. Esta idea te dio miedo. Una mañana le dijiste que la distancia de edades les dificultaría tener una relación estable, pero por las noches antes de que la señora llegara, ibas a tocar a su puerta y entonces sólo la besabas y le pedías que se quedara contigo, que te acompañara, y hacían el amor hasta que amanecía, de una manera dolorosa y repleta.

VI

Una noche, luego de discutir, luego de quejarse y llorar, de consolarse mutuamente y hacer uno y mil juramentos amorosos, hicieron el amor en su cama. No te diste cuenta del momento en el que se quedaron dormidos, sólo sentiste que una luz, la luz del día te despertaba y que los perros ladraban pero no era la madrugada sino pleno día, y entonces la viste a ella desnuda, medio cubierta con la sabana y, sobre el armario, una bandeja con el desayuno preparado. Después entraba la señora en la pieza y te daba los buenos días, con un rostro más bien severo a pesar de haber llevado esos huevos revueltos y ese jugo de naranja.

Por la voz de su madre Daniela se despertó y la señora le pidió que saliera al patio y esperara. No te dejó comer un solo bocado. El sermón duró más de una hora y aunque ya conocías el contenido, de la soledad de una madre viuda, de la carencia de dinero y los trances para conseguir mediante su empleo lo indispensable para vivir, el tono era esta vez distinto y te apremiaba a que respondieras como un hombre y no te burlaras de ella ni de aquella niña inerme a la que habías pervertido con tu ascética vida solitaria e impúdica, y a que la tomaras por esposa, ya que así lo habías cometido en los hechos.

La envió a un viaje de la escuela y te puso como plazo esa semana para que respondieras, no un sí ni un no pues la respuesta se daba por sentada, sino para que se lo comunicaras a tu familia y conocidos e hicieras los arreglos precisos para llevar a cabo la decisión que supuestamente los tres habían consensuado.

Sabías que por las noches la señora se iba a casa de unas amistades que vivían también en la colonia, te lo dijo Daniela una noche, pero durante las mañanas era cierto que se iba a trabajar y que su labor no era de ninguna manera fácil: aunque las personas morían a racimos, sobre todo desde que la ciudad y la región estaban en guerra, nadie tenía dinero y el costo de los sepelios (mucho más el de los espacios en el panteón) era un lujo que uno no podía sufragar.

Despertaste temprano. Esperaste más de una hora para estar seguro de que la señora no volvía, en caso de que hubiera olvidado algo en casa. Llamaste un taxi y echaste todo cuanto habías empacado el día anterior sin hacer ruido. Otra vez dejabas tu cama y los pocos muebles que habías adquirido desde que llegaste. Otra vez el altar se te negaba pero esta vez la decisión era tuya. ¿Qué ibas a hacer con esa niña que esperaba cualquier cosa del mundo, todo menos lo que el mundo era en realidad? Preferiste escapar como un buen ladrón mientras nadie te veía, y así fue como renunciaste a lo que ya sentías por ella y como comenzaste a extrañarla días y noches sucesivos.

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Omar Arriaga

(Morelia, 1984). Narrador y periodista cultural. Director de la extinta publicación El ornitorrinco literario. Ganador del Premio Estatal de Ensayo María Zambrano 2013 con La muerte de Sócrates. Ha sido columnista del periódico Cambio de Michoacán y colaborador de las revistas Mil Mesetas (Ciudad de México) y Letra franca (Morelia).

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