I El ladrón
Son las 6:30 de la tarde y estoy frente a la estación de bomberos de Morelia, la casa de esos héroes anónimos que, según sé, nunca tienen un salario digno y nadie les da propinas cuando acuden a apagar el fuego que consume alguna casa o negocio. Miro mi reloj y sé que he llegado puntual a la cita, incluso más temprano que ella, quien siempre que nos vemos me lanza una mirada de “otra vez llegas tarde”, ante lo cual solo sonrío y alzo los hombros para suplicar su perdón.
Le mando un mensaje para presumirle que hoy yo he ganado, contesta de inmediato y le echa la culpa al chofer de una combi quien va demasiado lento e insinúa con bajarse cuadras antes y echarse a correr. No exageres, le digo, pues sé que mientras más minutos pasen más crédito tendré para la próxima cita. Así que ahí estoy, frente a los bomberos y a unos pasos del estadio Morelos, a donde miles de personas se dirigen para ver el duelo más esperado de la temporada: Monarcas vs América, el equipo al que detesta un poco más de la mitad de este país, un ente más odiado que el mismo PRI, pues a diferencia del partido político, el América nunca reparte despensas ni vales de Soriana.
Me divierte que la gente se dirija de forma tan desesperada al estadio cuando todavía falta hora y media para que empiece el partido. Lo mismo automovilistas que pitan a la menor provocación que peatones que mueven sus cuerpos tan aprisa como si les fueran a dar una cerveza gratis por llegar con tanta anticipación. Frente a mí, un hombre entrado en años se quita el cinturón y lo deja en su auto, pues según él los policías del Morelos no permiten cinturones por cuestiones de seguridad. Yo traigo uno puesto, pero me niego a creer que alguien me lo quitará. Al mismo tiempo, un tipo se me acerca y me ofrece boletos en preferente por 700 pesos. Pienso en lo que podría hacer con 700 pesos: comer por cinco o seis días, comprar unos tres o cuatro libros, emborracharme por una noche entera. No, gracias, hoy entraré gratis.
De pronto, frente a mis ojos ocurre una escena de acción: un joven delgado y ágil como un conejo corre a toda velocidad y grita: “Me quieren putear, me quieren putear”; por unos segundos le creo, pero atrás de él viene un sujeto de mayor edad y sin facha de ser un bad hombre: “Hijo de su puta madre, me acaba de robar, agárrenlo”. Su agilidad es mucho menor, es como si detrás de Usain Bolt corriera Roberto Madrazo, aquel líder priista que un día fue cachado haciendo trampa en un maratón. La condición física del muchacho le alcanzará para escabullirse, pero su astucia mental es tan baja que no se percata de un detalle: atraviesa el libramiento debajo del puente y debajo del puente hay policías de tránsito y patrullas estatales que intentan darle orden al caos futbolero: la gallina corriendo a la casa de los coyotes. Es sometido con cierta facilidad y de inmediato lo trepan a una unidad, mientras el good hombre supuestamente timado llega agitado e intenta recuperar el ritmo de su corazón. Decenas de curiosos rodean la escena y frente a mí se detiene un motociclista con aspecto sospechoso: su moto no tiene placas y le sobra un casco, hace muecas de angustia y resignado se mete en sentido contrario, escabulle varios autos y se pierde entre las tenues luces de la ciudad.
Su compañero pasará la noche encerrado. Por andarle haciendo al vergas.
II
El portero
Cuando entramos al estadio un hombre me revisa y recuerdo la advertencia del cinturón, pero tan solo me pide que deje mi encendedor, que no lo puedo ingresar. ¿Qué hago con él?, le pregunto. Tíralo, haz lo que quieras, pero no puedes meterlo. Te lo regalo, si no fumas, dáselo a alguien que fume, le digo. El chiste parece no gustarle pero de igual forma ya estamos en las tribunas, en medio de charcos y con las butacas con tanta agua que será incómodo sentarse. Ella saca unos cleenex y los deja como nuevos, así que es momento de sentarse y platicar de lo que sea, porque falta una larga hora para que comience el juego.
Arriba, las nubes comienzan a advertirnos que quizá llueva, y abajo hay un hombre llamado Súper Monarca que organiza porras: “A la bio, a la bao, a la bin bon ba, Morelia, Morelia, ra ra ra”. ¿Cómo es posible que sigan cantando la misma cosa que en 1986?, le pregunto a mi acompañante, quien entonces me da algunas muestras de los cánticos americanistas. Sí, ella es americanista y yo, como más de la mitad del país, odio al América, pero no la odio a ella, así que solo le celebro sus ridículos cantos que seguramente son copia de alguna barra argentina.
Estoy nerviosa, me dice cuando ya solo faltan 10 minutos para que todo empiece. Con toda la razón, le digo, no creo que salgan vivos, aunque Monarcas sea un mal equipo. El árbitro inicia el cotejo y ella comienza a gritar sandeces. “Árbitro, ya sabemos a quién le vas”, reclama cuando el nazareno le cobra una falta en contra del Ame. Pues le va a ustedes, eso ya todos lo sabemos, le reviro, a lo que responde con una risa sarcástica, pues en el fondo sabe que los silbantes son el histórico jugador número 12 de las Águilas.
Su equipo, que por ser visitante juega de blanco, ya ha fallado unas tres jugadas claras de gol, pero como estamos atrás de la otra portería difícilmente distinguimos quiénes han sido los erráticos delanteros. ¿Ese tipo no es el Hermoso Peralta?, le pregunto, pero está tan concentrada que no me dice nada y tan solo grita algunos improperios mezclados con frases tiernas: “No me falles, América de mi corazón”. Me dan ganas de abrazarla, pero no es para tanto.
Antes de que termine el primer tiempo el portero americanista, de apellido Marchesín, tiene la pelota en sus pies y un Monarca lo asecha; en vez de despejar, quiere lucirse con una finta pero le sale mal, le quitan el balón, y cuando el hombre dispara a portería un defensa se atraviesa e impide el gol. Qué pendejo, exclamo, y ella solo se tapa el rostro. Cuando viene el tiro de esquina el balón rebota entre unos y otros y al final alguien la mete de taquito. Es el gol de Morelia, derivado de la pifia del tal Marchesín.
Ya van perdiendo, y todo por hacerle al vergas.
La derrota era un presagio cuando, minutos antes del gol, la lluvia comenzó a empaparnos. En plena zona de aficionados pobres, esos que no pagan el preferente, no hay nada que nos proteja. Ahora pienso en el sujeto que ofrecía boletos en 700, y pienso también que el muchacho ladrón al menos no se está mojando, a lo mucho, está encerrado en algún separo policiaco. Empapados y sin siquiera un plástico de protección, atestiguamos el resto del encuentro, que será ganado por los locales no por uno, sino por dos goles, pues de último minuto el árbitro pita un penal y cuando un hombre peruano lo mete, lloverán cervezas sobre nuestras cabezas para completar el baño de pueblo.
III
El doctor
Es sábado y la televisión tiene preparado un espectáculo que raya en el delirio. El boxeador Floyd Mayweather Jr sale del retiro para enfrentar no a un colega, sino a la estrella de la UFC Conor McGregor, quien nunca ha practicado el boxeo de forma profesional. Ante la molestia de los conservadores y puritanos, pero el regocijo de quienes solo quieren un poco de show que haga olvidar los problemas cotidianos, la pelea es un circo que en sus primeros tres asaltos parece favorecer al güero irlandés, pero poco a poco el moreno millonario inclina la balanza y termina por humillar a su oponente. El Moneyman alcanza la histórica cifra de 50 peleas ganadas y cero derrotas, superando al inmortal Rocky Marciano. El güero se metió millones de dólares por prestarse a la farsa. Todos contentos.
Lo que me importa de ese sábado no es el box, sino lo que el canal 5 transmita en cuanto termine el show de Las Vegas: en la Arena Ciudad de México habrá un duelo de máscaras entre el histórico Dr. Wagner Junior y el joven Psycho Clown. El primero es hijo de un rudo que peleaba en la época del Santo y Blue Demon, y quien perdiera la tapa víctima de El Solitario en 1985. El Clown también es heredero de un legado, el de la familia Alvarado, de donde han salido tantos luchadores como acné en el rostro de un adolescente. La lucha es la función estelar de la Triplemanía XXV, de la AAA, empresa que nació copiando el estilo de las luchas gringas y sin pudor hizo su propia versión de WrestleMania, el encuentro anual de la WWE.
Quienes somos fans de la lucha sabemos que en la AAA habrá pocos golpes y mucho show (como en la WWE) así que tras unos cuantos guiños técnicos el Dr. Wagner toma una silla de oficina y la estrella sobre la cabeza del payaso, quien se revuelca en el piso, ya con la máscara rota, y riega tanta sangre en el ring como la que se derrama en un enfrentamiento entre narcos michoacanos. Los cronistas del 5 aseguran que el Clown no se va a recuperar, que solo es cuestión de tiempo para que se rinda, pero ya sabemos que mientras más lastimado esté, un luchador cobrará fuerza para renacer de sus cenizas.
Así, el Psycho de pronto se levanta y somete al Galeno del Mal, le rompe parte de su máscara y lo azota como un trabajador de la Merced azota un pesado costal de harina. El histórico Wagner pasó sus mejores años en la empresa rival, el Consejo Mundial de Lucha Libre, donde dio cátedra de técnica y rudeza ante rivales como el Hijo del Perro Aguayo, el incipiente Místico y sobre todo con L.A. Park, con quien ha protagonizado luchas sangrientas llenas de odio y salvajismo. La lucha soñada era contra él, pero quien lleva por nombre Adolfo Tapia es un luchador rebelde que cada rato se pelea con las empresas que lo contratan.
Tras varios minutos comienzan los intentos de rendición entre uno y otro, pero la cuenta del referee solo llega a los dos golpes y alguien se zafa. Es la AAA, así que imaginamos que en algún momento las luces serán apagadas, sonará la música de siempre y alguien entrará por sorpresa a interrumpir la función. ¿Será acaso el Patrón Alberto del Río? ¿La misma L.A. Park? Pero no, esta vez los creativos dejan que todo se resuelva en el hexadrilátero y en el momento menos esperado el payaso pone de espaladas a Wagner, el árbitro cuenta 1, cuenta 2, y cuando lleva el puño en el aire, en esos microsegundos de suspenso, nuestra lógica dice que el doctor se va a levantar, que pondrá orden, que defenderá una máscara histórica.
Pero no pasa: la mano del referee toca la lona, su boca, y la de miles de aficionados, gritan el fatídico tres y todo ha terminado. El Dr. Wagner Jr, uno de los luchadores más habilidosos y carismáticos que ha dado este país, ha vendido su máscara ante un chamaco al que le podíamos decir el Canelo de las luchas. Cuando se quita la tapa revela su nombre, su edad y su lugar de nacimiento. No nos importa, sin esa máscara ya nada es igual. Los enterados dicen que le pagaron 5 millones de pesos por perder su incógnita, una cifra buena para la pobreza de un país destartalado, una cifra irrisoria si consideramos que el güero McGregor ganó 75 millones de dólares por dejarse humillar ante el morenazo.
Y así ha transcurrido un sábado cualquiera.
Un sábado con olor a derrota.