Omar Arriaga Garcés viajó a Chiapas unos días después de que un terremoto resquebrajara a esa y otras entidades del país. Regresó justo cuando otro movimiento telúrico causara zozobra en el centro de la República. Entre calles desoladas, este viajero caminó mucho y escuchó serias advertencias: «Una vez, cuando vinieron los del Ayotzinapa ése y se pusieron a hacer destrozos, bajaron los indígenas y los sacaron a golpes. Les dieron una madriza».
Lee la primera parte
http://revesonline.com/2017/09/18/mil-replicas-del-temblor-cronica-de-un-viaje-a-chiapas/
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Ahora que lo recuerdo, otra cosa interesante que el catalán me había dicho es que a diferencia de los brasileños o los sudamericanos, los mexicanos no parecen muy felices. Y debe haber algo de razón en ello si se nos compara, por ejemplo, con los cubanos, que pase lo que pase están riéndose todo el día, incluso cuando no ha sido uno particularmente bueno.
Me puse a descansar en el sillón porque hasta las doce se leía en un anuncio que uno podía ocupar una cama o una habitación, aunque eso a Sara parecía darle igual. De cualquier modo, permanecí junto a ella hasta que ella misma me invitó a dejar mis cosas en el cuarto. Tenía 40 años por lo que pude colegir de su historia, pero parecía no tener edad: ser vieja o joven, con o sin hijos. Dijo tener cuatro y, brevemente, en un par de horas, me contó toda su vida. Parecía que tenía ganas de hablar esa mañana.
Salí a buscar dónde sentarme para ponerme a leer un poco y llegué al andador principal, la calle de peatones, de nombre Real de Guadalupe, que va a dar a la Iglesia San Cristobalito, ésa que todos hemos visto en fotos con unas escaleras que parecen interminables, pero que están cerca en realidad, aunque ahuyentan a los turistas que no quieren caminar mucho.
Le hice plática a una tendera y le pregunté por la seguridad, el turismo, lo solas que estaban las calles ese día. Compré un café y una dona. Es por el temblor. Desde que tembló nadie sale a la calle, salvo los extranjeros. Cuando estaba temblando todos corrimos y ellos se quedaron parados, como si nada pasara, contó. Y ese día eran pocos los extranjeros que andaban en la calle. Sobre la seguridad, aquí no pasa nada, dijo, sólo una vez, cuando vinieron los del Ayotzinapa ése y se pusieron a hacer destrozos, no a hablar ni a manifestarse sino a romper los cristales de los negocios y a patear la puertas, bajaron los indígenas y los sacaron a golpes. Les dieron una madriza. Por eso no pasa nada aquí, ellos cuidan cuando se pone feo, refirió. Contrario a lo que pensaba, acostumbrado a tomar café en Morelia en el Jardín de las Rosas o en los portales, no me gustó ese café que me estaba tomando. Era lo que mi tío denominaría “agua de calcetín”, semejante al de una cafetería en Tapachula y parecido a otros dos que me tomé después en un restaurante y un expendio de café. Seguramente el café estaba escondido en algunos negocios que sólo los iniciados en San Cristóbal de las Casas conocían.
El mercado era más grande y con más colores que el Independencia o el de San Juan en Morelia y con tanto movimiento que la máxima de Pablo Neruda en Confieso que he vivido -de que la vida de México está en sus mercados- no pierde vigencia alguna. Detrás del Mercado José Castillo Tielemans había una calle que llevaba directamente a la montaña después de pasar un basurero y un río de aguas negras, un largo camino pavimentado con negocios de todos tipos: desde esos de mecánica automotriz hasta de muebles, comida, distribuidoras de pinturas y más. Ese día vagué por las calles sin rumbo, comí unos tacos de tres pesos en el mercado y probé algunos tamales de manjar y jamón serrano, que los propios chiapanecos fabrican, aunque es distinto. Algunos templos y una que otra casa estaban cuarteados o se les habían caído algunas tejas o tabiques, pero nada serio se veía. En la plaza principal, donde por la noche toca una marimba, frente a la Catedral, hay dos placas en el quiosco, una de ellas dice que fue en 1528 cuando Villa Real -hoy llamada San Cristóbal de las Casas- se fundó. La otra consigna que la provincia de las Chiapas pidió unirse a México y que esa solicitud se consumó en 1824 cuando pasó a ser estado de la recién nacida República Mexicana.
Del otro lado de la ciudad se llega a un centro comercial, con cines y tiendas departamentales y, aunque mucha gente dice que ir a pie es una especie de catástrofe, porque está muy lejos y es mejor tomar un taxi o una combi, fueron escasos 25 minutos de caminata. Una señora, en la calle, a la que le compré un elote asado un par de horas más tarde, me preguntó si era de ahí. Le dije que de Morelia. Y me preguntó que dónde quedaba Morelia. En Michoacán, le respondí. ¿Eso está por Guerrero, verdad? Sí, le dije, a un lado. ¿Es ahí donde mataron a los estudiantes esos, que los 43? No, eso fue en Iguala, Guerrero. Es que a cada rato se oye que matan gente ahí, mencionó, en referencia a Michoacán. En Michoacán fue lo de Tlatlaya y lo de Apatzingán, le indiqué, pero me miró como si le hablara de otro planeta. Son dos localidades de allá. Me miraba muy seria. Preguntó también si había trabajo en la ciudad de la que era y se interesó por saber si 800 pesos semanales en un empleo era una cantidad alta o baja, si pagaban más o menos. Tres mil 200 pesos al mes, eso no es mucho, le respondí, y se quedó pensativa.
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En la noche, al volver al hostal, había una argentina que no saludaba cuando se le daba el saludo. Y luego de entrar al baño, ya en la recepción, estaba un personaje al que llamaré Benito, porque es probable que lea estas palabras y no quiero darle motivo para quejarse después. Sin ninguna mediación, Benito me afirmó que era el manager del hostal, el administrador, el que llevaba las cuentas, y agregó que el domingo -es decir, unos tres días más tarde- se casaría por la iglesia, que no había dormido bien en las últimas noches porque debía trabajar doble o triple turno para juntar para las rejas de refresco y otros detalles de la boda que no había logrado conseguir.
Lo peor es que él había fundado bares en la Ciudad de México -de donde decía ser originario- y había creado empresas y un hostal en San Cristóbal de las Casas, todo lo cual no le había redituado porque sus viejos amigos, a quienes había enriquecido sin dejar nada para sí, no le habían reconocido el mérito. Llevaba dos años en San Cristóbal y había conocido a una mujer que lo había hechizado, razón por la según él había dejado una vida de más de trece años de viaje para quedarse a vivir ahí. El problema era que los viejos amigos no respondían sus llamados de apoyo por lo que incluso -me dijo- debía acudir a la ayuda de algunos extraños, en su mayoría clientes del hostal que de modo desprendido -continuaba- le regalaban dinero para que se casara. Se me quedó mirando fijamente.
Expresó que ya se había casado por el civil el lunes anterior, pero que ahora debía hacerlo por la iglesia. Dijo también que lo iba a hacer el día del terremoto, el 7 de septiembre, pero que eso lo había impedido y que más tarde la fecha había tenido que volver a posponerse por el juez. Permanecí un rato en silencio, divertido por sus historias, que se encadenaban una tras la siguiente sin ninguna verosimilitud: había cantado años atrás, tocaba la guitarra mientras viajaba por Sudamérica o viajaba por Sudamérica porque era músico, era maestro de danza, de karate, arreglaba computadoras, era voluntario en causas humanitarias y más. Le gustaba el trabajo -me repitió varias veces- y me contó que su padre le había enseñado que debía ser el mejor en lo que hacía si quería ser alguien en la vida, y que por eso era el mejor recepcionista. O administrador. Del universo.
Se me volvió a quedar viendo fijamente, con sus ojos hundidos en ese rostro alargado y cadavérico, enmarcado por un cabello que le llegaba al hombro, pero que dejaba descubierta la coronilla, brillante y solitaria. Le dije que yo no traía dinero y que me sería difícil darle algo. Explicó que la reja de refrescos costaba sólo 135 pesos y que había conocidos que le habían dado la mitad de una, porque no importaba la cantidad sino la buena voluntad. Le dije que mi voluntad era muy buena, pero que no traía dinero. Ahí quedó zanjado el asunto. No volvió a pedirme socorro alguno.
Por la mañana le dije a la mujer de la recepción, Sara, que Benito iba a casarse y que me parecía que andaba necesitado de dinero. Me comentó, con otras palabras, que le parecía insensato que alguien fuera a casarse sin tener a dónde llevar a la novia y me narró otros episodios personales del susodicho. El único que mencionaré será el del padre de la chica, que era de San Juan Chamula, donde no permitían que una persona de otra comunidad se casara con alguien de su etnia, por lo que suponía que la vida de Benito corría peligro. Yo, por mi parte, había leído -mientras se reproducía el video de Anahí diciendo que no se había maquillado pero que ahí estaba apoyando a las víctimas del terremoto en Chiapas- que en varios pueblos, San Juan Chamula entre ellos, habían linchado a distintas personas en los últimos años. Uno de los casos se refería a un hombre que había ido a cobrarle a un habitante dinero que le debía, pero éste al negarse dijo que el otro había intentado secuestrarlo, con lo que alertó a los vecinos que, iracundos, lo molieron a golpes y luego le prendieron fuego. Me imaginaba que la vida de Benito sí que podía estar en riesgo, y más porque le gustaba inventar esas historias incluso excluyentes una de otra. Ya lo veía con los cabellos incendiados y el nimio cuerpo destruido, erigiéndose en todas direcciones.
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Compré un viaje para ir a la mañana siguiente al Cañón del Sumidero y a Chiapa de Corzo, ida y vuelta, por 250 pesos. A las nueve de la mañana el conductor estaba en la puerta del hostal, esperando. Yo había llegado tarde por salir a desayunar para no tener hambre durante el trayecto que, según lo planeado, concluía a las tres de la tarde. Además de dos ciudademexicoenses, iban un par de chicos de Puebla, dos más de Tijuana, dos de Aguascalientes y un argentino que, al igual que yo, iba solo. Con él es con quien más platiqué durante los 45 minutos que duró el descenso de San Cristóbal de las Casas al embarcadero, en cuyo inicio la carretera tenía una altura superior a las nubes que, literalmente, venían debajo del vehículo. Ya en el muelle el argentino tomó otro bote, aunque antes de irse me preguntó si era bueno el hostal en el que me quedaba. Asentí y prometió ir él también. El guía, Carlos, dijo que tenía 33 millones de años que se había formado el cañón.
No haré un recuento exhaustivo de lo que pasó desde entonces, sólo diré que esa especie de fiordo es tan impresionante como desolador el reducto en el que todo parece una playa de la India y la basura es tan omnipresente que es capaz de descomponer un bote, tanto por las botellas de PET como por las bolsas de frituras que se quedan atascadas en sus propulsores. De hecho, casi al finalizar el viaje en lancha, una vez que se ha contemplado la presa y el conductor expone que el cañón tiene 39 millones de años, uno ve que hay una lancha que vende frituras y gansitos y refrescos y aguas embotelladas a los sedientos turistas, porque el frío que hace en San Cristóbal de las Casas no es el húmedo calor de Chiapa de Corzo.
* * *
El número de argentinas que no saludaban se había elevado en un cien por ciento, ahora en vez de una eran dos las chicas que no saludaban cuando uno entraba al hostal. Alejandro, un chico de cabellos largos y ensortijados, con un contrabajo, practicaba con el instrumento en la sala. Tocaba en una banda llamada Vinahell, que estaría esa noche en el Bar La Catrina, contiguo al hostal. Era de Tuxtla Gutiérrez y esperaba a los otros miembros, que también estudiaban en la Unicach. Saldrían a eso de la medianoche a festejar El Grito. Eran una mezcla de música clásica con rock, con instrumentos académicos. No debía perderme su presentación, me dijo. Le prometí que ahí estaría.
En la recepción, Benito le decía a una chica de estilo desenfadado que era maestro de judo, danza árabe, ballet, tango, capoeira, salsa, bachata y otro ritmo que era parecido, pero más intenso y que acababa de inventarse. Nada puntualizó sobre su boda del domingo ni sobre el dinero faltante para las rejas de refresco. Ella tenía 23 años y, como pudieron comprobar los miembros de la banda más tarde, dormía con las manos sobre el pecho, boca arriba, lo que le daba una apariencia nocturna de muerto o de vampiro en catacumba. Venía de Xela, ciudad también llamada Quetzaltenango. Había conocido al argentino en el tour del Cañón del Sumidero. Éste, de Santa Fe, de 34 años, delgado, amable y atento a la plática, con una apariencia de Shaggy en misterio a la orden, le había recomendado ese hostal, al que él había ido a asomarse pero en el que finalmente no pernoctó.
Pensé preguntarle a Benito, mientras seguía fanfarroneando con la “tirada” si bailaba también todos esos ritmos con su esposa, pero sentí que era un comentario de mal gusto. A mí qué me importaba todo lo que dijera Benito a los clientes del hostal y a esa mujer reunidos por un ignoto azar en esa habitación, en ese momento, porque mientras éste hablaba de su concepto del baile, comenzaron a llegar otros turistas que lo miraban, como creyendo cada palabra de lo que decía. Mejor lo dejé hacer y me quedé escuchándolo.
Por la noche, el argentino y la guatemalteca se habían quedado de ver a las diez y media de la noche en un bar llamado La Revolución. Él estaba en otro hostal para entonces. Me lo contó ella y me invitó a festejar, aunque tenía mis dudas y le pregunté si no haría mal tercio. Que no, que también iban unos amigos argentinos que había conocido en la lancha del Cañón del Sumidero, y otro español. Añadió que no quería nada con el argentino, sólo que le invitara unos tragos. Mientras tanto, se maquillaba en el espejo. Era maquillista, me dijo. Le gustaba una marca en especial de maquillaje que se llamaba Bissú y se vendía en Chedraui. En Chedraui, pensé yo.
Quería ir sólo por una cerveza para despertar temprano al día siguiente, pero el argentino -al ver que iba con la guatemalteca- me invitó tantos tragos como a ella y acabamos los tres ebrios. Consideraba si debía irme o no cuando la banda de reggae o ska comenzó a tocar de nuevo. Ya no escuchaba lo que ellos decían ni cuando se dirigían a mí. En cuanto ella fue al baño le pregunté al argentino si no hacía mal tercio. No, hombre, contestó. Eran más de las doce y media de la noche. Sí que quería ver a la banda en La Catrina, pero era innegable que la fiesta por El Grito se había puesto bien en La Revolución.
Salí a fumar y, en medio de aquel inmenso barullo que recordaba las calles de Playa del Carmen, me sentí francamente irresponsable. Dos noches atrás había hablado con dos conocidos de la Facultad de Filosofía por las redes sociales y me habían dicho que fuera a Tonalá, a Villa Flores o a las comunidades cercanas a ofrecerme como voluntario para limpiar las calles, recoger el escombro que había dejado el sismo o auxiliar en lo posible. Y había ido a Protección Civil el día anterior y me habían dicho que volviera en horario de oficina. Pero el lugar estaba a las afueras de la ciudad y cuando fui al día siguiente me comentaron que el personal de Protección Civil de Chiapas había salido a comer. Y cuando le pregunté a los chicos que veía a mi alrededor cómo irme a Villa Flores y si las carreteras estaban operando, ellos respondieron que eran de Protección Civil pero municipal y que se necesitaba hablar con los estatales para conocer el estado de los caminos. Quién sabe si regresarían, podía en todo caso volver a la siguiente mañana en horario de oficina.
Había llamado por eso a la Cruz Roja y me habían dicho que ellos creían estar bien de voluntarios. Hasta donde yo sé ya no se necesitan voluntarios, se está normalizando el funcionamiento de las instituciones. ¡Gracias!, me dijo. Y agregó que quizá los que podrían sacarme de dudas serían los de Protección Civil. No dijo si municipales o estatales. Caminando por las frías calles de San Cristóbal, en una tarde lluviosa y previa vi un centro de acopio y pensé que acaso ellos, que llevarían la comida enlatada y los artículos a las comunidades con afectaciones, podrían indicarme cómo hacer para ir a ayudar. Dijeron no saber nada, pero comentaron que eran los de Protección Civil quienes estaban a cargo de organizar a los voluntarios. Y telefoneé a Protección Civil y nadie respondió. Y les escribí un tuit que respondieron un día después, por la tarde, ya el 15 de septiembre. Y en el tuit respondían: “Solamente acércate a las oficinas de Protección Civil”. Y, sinceramente, no había vuelto. Pero aun así sentía algo quemante en las entrañas, porque de haberme atrevido a ir sólo habría tenido que tomar un autobús a Tonalá o a Villa Flores aunque las carreteras no funcionaran y caminar el resto del camino, pero me preocupaba también que no hubiera comida, que no hubiera dónde dormir, que no hubiera hoteles o que estuvieran llenos de voluntarios, que no me dejaran ser voluntario, en suma, que no me alcanzara el dinero que traía y fuera todo en vano. Y los de Protección Civil y yo no coincidíamos. Y aunque me justificaba a mí mismo no dejaba de sentir ese fuego entre el estómago y el pecho.
Regresé al bar después del cigarro y estuve más o menos una hora con ellos, pero en un momento dejé de verlos a los dos y cuando los encontré ella lo abrazaba y él le correspondía, y supe que ése era mi gong para salir, pese a la ginebra que traía en la mano. Caminé al hostal entre marabuntas, cardúmenes y parvadas de personas, porque todos parecían tener entonces distintas naturalezas, no sé si por la noche, por el alcohol o por el sentimiento patriótico. Me encontré a las afueras de La Catrina a un guitarrista. Le pregunté: ¿Eres de Vinahell? Sorprendentemente así era. ¿Ya tocaron? No, todavía ni empezamos a tocar. Entré al bar, pedí un ron. Faltó todavía media hora. Empezaron ya pasadas las dos de la mañana. Tomé ahora una cerveza y, con la ebriedad, el tiempo llegó como en tren ligero e igualmente salió. Me di cuenta que los chicos tocaban una versión como de rock sinfónico del tema de Juego de Tronos, pero no me di cuenta a qué hora habían dado las cuatro y media de la mañana. En el hostal, la guatemalteca dormía como en su sarcófago. Había llegado incluso antes.
* * *
Me levanté después del mediodía. Para mi sorpresa, la cabeza no me dolía tanto. Con uno de los amigos de los integrantes de la banda, que se habían quedado en el mismo cuarto del hostal, fuimos a desayunar un caldo a El Caldero, aunque me entraron tales náuseas que opté por no pedir nada. Cuando vi la cuenta que les traían era como si yo y otra persona más también hubiéramos ordenado. Al chico no le alcanzaron los cien pesos que traía y la guatemalteca tuvo que cooperarle. Cuando ella fue al baño me preguntó si me la había echado. Respondí negativamente y me replicó que era un pendejo. Su respuesta me hizo sonreír: él molestaba a la guatemalteca haciéndole la burla por el tono con el que hablaba y por las palabras que decía, pero en el fondo se sentía una tensión, su deseo. Era como el niño que en la primaria no sabe cómo decirle a una compañera que le gusta y tiende por ello a incomodarla, a decirle cosas, a tratar de llamar su atención aunque sea abrumándola con improperios y despropósitos. A ella parecía causarle gracia. Entendía de sutilezas y aquello era pan comido. Como él no tocaba ningún instrumento, la de Xela lo llamaba cheerleader. Y a él eso lo molestaba.
Los de la banda salieron a botear para pagarse los pasajes a Tuxtla Gutiérrez, donde ese día por la noche tenían otro concierto. Sólo volví a ver al argentino cuando me lo encontré en Real de Guadalupe caminando, ese día en la tarde, mientras en la plaza principal, en los muros de la Catedral cuarteada exhibían un documental de los 43 desaparecidos de la Normal de Ayotzinapa.
A la mañana siguiente la guatemalteca se fue, primero a Comitán, luego a Quetzaltenango, pero antes de irse me dijo que Chiapas y Yucatán y parte de Quintana Roo habían sido alguna vez de Guatemala, con esa especie de dejo con el que los mexicanos comentan que Arizona y Texas y Nuevo México y California y otros seis departamentos de Estados Unidos eran de su país.
Benito se despidió de ella ya por la noche. Le dijo que era una lástima que se fuera tan pronto, porque el martes podría llevarla a bailar salsa. No obstante, todavía fue esa mañana por una bocina que el dueño del bar, Carlos, le prestaría para poner música en su festejo nupcial. Antes de despedirse me dijo que si quería encontrarlo sabía cómo estar en contacto con él. ¿Para qué querría buscarlo?, pensé. Asentí. Sara tenía una mueca de diversión en su rostro mientras lo veía alejarse. Carlos se despidió de mí. Me deseó buen viaje y se fue. Mi autobús al aeropuerto salía, sin embargo, hasta las seis de la tarde. El vuelo estaba programado a las diez de la noche. Llegaba quince a las doce de la noche a la Ciudad de México. ¿Podría alcanzar el metro todavía para ir a Central del Norte? Así lo esperaba.
Tras haber hecho un breve recuento de cuánto había pasado y recordar que la mujer de Benito era de madre no perteneciente a San Juan Chamula -y entonces podía casarse con quien le viniera en gana sin que se le prendiera fuego-, tomé mis cosas y caminé a la central. Abordé, no sin antes checar en Internet cuántas réplicas -por el acomodo de la placa tectónica que se había roto- iban hasta el momento. Eran ya más de dos mil. Pero a menos de que algo mucho más catastrófico que lo que ya había ocurrido en Chiapas y Oaxaca sucediera, en cuestión de semanas nadie se acordaría del temblor y de lo que le había pasado a esas dos entidades, salvo aquellos que habían perdido a alguien o quienes ya no tenían un techo encima. Todos los demás, turistas en ese mundo desconocido, sólo estábamos de paso. Y si es que no entendíamos nada, al menos parecía que lo intentábamos con todas nuestras fuerzas.
Por retraso de la aerolínea despegamos tarde, tardó el avión en estacionarse y la gente se hizo un nudo gordiano a la salida de la nave, por lo que estaba en el metro a las doce y media de la noche. ¿Hay metro aún? Sólo para Pantitlán, joven. ¿Y de ahí alcanzo alguno a Observatorio? Ya no, joven, ya va a cerrar. El taxi, que paré afuera de la Puerta 3, me cobró 230 pesos, de compas, me dijo el tipo que lo paró. Llegué diez minutos antes de la una, hora en que salía el último autobús a Morelia. Pensaba hablarle a Gonzalo si lo perdía, porque el dinero ya no me alcanzaba para pagar un hotel y el pasaje de regreso. Pero lo alcancé y, tal como llegué a Chiapas, unas horas después del terremoto, me fui de la Ciudad de México, como exiliado, como huyendo, aunque entonces no lo sabía, porque unas horas después otro sismo, esta vez de 7.1 grados, volvería a romper la urbe un 19 de septiembre, esta vez de 2017. Y no lo detuvo ningún retén del Ejército y pude dormir cuatro horas antes de descender y subirme a una combi gris. Ocho horas después, volvía a temblar.