Por Luis Manuel Paz
Algo anda mal. Si no fuera así no estaría aquí. En esta especie de diario al que siempre recurro cuando algo me tiene intranquilo, triste. Lo peor de todo es que ni siquiera logro saber qué es, aunque al menos tengo muy claro que no es la cruda que este largo fin de semana me ha dejado.
Quizá sea en los vacíos de mi memoria, en esos hoyos negros que después de una larga borrachera se hacen más profundos donde pueda encontrar qué carajos es lo que me tiene aquí, escribiendo, tratando de descubrir por qué siento que algo anda (o anduvo) mal.
Lo último que recuerdo con certeza es que el jueves salí del estadio Morelos con mi mujer, un poco bebido, y nos dirigimos a una cantina. A partir de ahí todo es una historia entrecortada. Me recuerdo paseando por el centro de Guadalajara, con mis amigos de la cuadra, todos con nuestras playeras del Morelia, derrotados, recibiendo miradas entre compasivas y burlonas; en una pequeña cantina donde en la barra unos vaqueros con cejas depiladas se daban nalgadas; peleando con mi mujer. Me recuerdo bailando slam en un concierto de rock; bebiendo whisky directo de una botella e intercambiando drogas con tres mujeres; en un jacuzzi; en barandillas. Me recuerdo con dinero y sin él.
Algo queda claro: quiero creer que las rejas tras las que estuve fueron las de Morelia y no las de Guadalajara. De ser así mi mujer es la culpable que haya conocido ese deplorable lugar y, sin embargo, el odio y el amor que siento por ella seguirá siendo el mismo. De ser lo contrario, mi aforismo que asegura que de una mujer hermosa siempre hay que desconfiar, se volvería más verdadero. Más cuando son tres las mujeres hermosas. Las mismas que me conquistaron, me dieron alcohol, drogas, me besaron, se metieron a un jacuzzi conmigo y hasta ahí recuerdo. Las mismas que me engañaron. Las mismas que me hicieron creer que era el hombre más interesante y deseado, pero que en realidad eran unas policías federales, encubiertas, que vaya Dios a saber si me creyeron narco o peor aún: un revolucionario cualquiera.
Otra cosa que no recuerdo es si una de esas mujeres fue la misma con la que estuve en uno de los mejores conciertos de mi vida. El grupo se llamaba TV on the Radio, unos neoyorkinos, creo, que canción tras canción parecía que no eran la misma banda porque sonaban a jazz, luego a rock, luego a rap, luego a soul, luego a punk, pero eso sí: su intensidad nunca caía. Cinco músicos comandados por dos negros que tocaban las guitarras casi como el propio Hendrix, con unas hermosas voces, que algunas veces eran una capa sonora más de una canción y, otras, eran un instrumento más que saturaba de ruido la pequeña fábrica en la que un montón de jalisquillos saltaban y sudaban y bebían cerveza como locos. Yo, eso lo recuerdo bien, estaba atrapado en una burbuja de éxtasis que a veces era morada, otra roja, pero que me protegía de todo mal…
Hasta que logró entrar esa mujer de ojos grandes y me arrebató, primero, el cigarrillo de la mano y, segundo, un beso. Después no supe qué pasó. Recuerdo cómo mis mejillas se congelaban con las vías del tren que están a lado de la aceitera donde TV on the Radio me hizo recobrar la fe en el rock y saber que aún no ha muerto. Lo que no recuerdo es quién diablos tenían su pie en mi cuello. Pudo ser aquella hermosa mujer, pero también pudieron ser las anteriores tres; incluso pudo haber sido uno de aquellos vaqueros que…
No sé si culpar a la borrachera que cargábamos a cuestas o a mi maldita memoria, pero no recuerdo si fue antes o después de que al Morelia, el equipo de nuestros amores, le arrebataran la copa del campeonato del futbol mexicano cuando encontramos aquella pequeña cantina en el centro de Guadalajara, que a ritmo de los Cadetes de Linares nos atrapó ridículamente fácil como cuando la policía federal atrapa a los narcos… bueno, no; esa es una mala broma. Digamos que nos atrapó tan fácil como cuando mi mujer me atrapa mintiendo.
La cantina fue nuestra de inmediato. La atención era excepcional, igual que la botana y un alcohol benditamente barato. Nos apoderamos de ella y sólo escuchamos música banda y ranchera. Bebimos cerveza clara hasta vomitar, creo. La verdad es que no recuerdo si vomitamos o no, o si bebimos también tequila. Sólo recuerdo que éramos una especie de reyes en un lugar lleno de vaqueros gays, que o bien hablaban de futbol, o de sus aburridos trabajos. O bien alardeaban diciendo que las mansiones con jacuzzis les pertenecían a ellos. Y que podrían ser nuestras. Era como el paraíso hasta que empezaron a llover botellas y sillas, hasta que…
No recuerdo nada más. Este olvido ha hecho que vuelva a escribir aquí. He perdido la conciencia del tiempo. No recuerdo cómo llegué a casa, ni mucho menos qué pasó con mis amigos. Personas que no vale la pena decir sus nombres me han dicho que en las páginas personales de mis compañeros de parranda hay fotos de ellos en calzones dentro de unos enormes jacuzzis de unas enormes mansiones. Yo no puedo recordar ni siquiera cómo me llamo. El único recuerdo que tengo es que en un pequeño almacén de Guadalajara presencié el mejor concierto de la mejor banda de la actualidad: cinco tipos que se hacen llamar TV on the Radio. Lo demás no importa.
Twitter: @luismanuelpaz