¿Será que la vida para dos empleados del Oxxo es tan aburrida y monótona como cualquiera cree? ¿Existe entre una caja (la que cobra) y otra (la que no cobra) un lugar para anécdotas dignas de contarse? En este relato, Oswaldo Árciga descubre que detrás de las puertas al interior de esas tiendas puede haber algo escalofriante.
Hace algún tiempo trabajé en un Oxxo y tuve la oportunidad de observar muchas y distintas vidas que pasan por una tienda de conveniencia. En ese entonces, yo cursaba el segundo año de Derecho y había pasado de ser estudiante, pareja, hijo, sobrino, etcétera, a ser «El Muchacho del Oxxo» —a mí me parecía más sencillo llamarme Oswaldo o Valdo, como decía mi gafete, pero existe una insistencia en delimitar las clases sociales—, como venganza a esta situación, me metía a los refrigeradores a escuchar todos los chismes de las personas que iban por bebidas. Ellos no se daban cuenta de mi presencia por un rato y, cuando advertían que yo estaba allí, se asustaban, cerraban los refris y se marchaban con una sonrisa de nervios.
Yo cubría el turno de la noche y, entre semana, no había mucho qué hacer. El Oxxo estaba ubicado en una de las partes más alejadas de la ciudad. Los clientes, usualmente, eran los mismos: el señor que iba por dos Cocas de vidrio, el joven que compraba pañales extra grandes y frascos de Guerber, el chico español que iba todas las noches en bermudas, hablando por teléfono y diciendo «jolines» cada diez segundos —me gustaba que fuese él a la tienda porque nunca pedía cambio y eso que solo compraba una botella de leche—. A partir de las doce, iban muy pocas personas, casi siempre borrachos a exigir sus promociones de bebidas porque, por aquel entonces, aún no había límite horario para la venta de alcohol —jamás vi una habilidad matemática superior a la de un ebrio contabilizando botellas de New Mix Vampiro—. Después de la 1:30 de la mañana quedábamos solos mi compañero cajero y yo.
Mi colega era muy filosófico, le gustaba jugar videojuegos y tenía un canal en YouTube donde subía teorías conspirativas acerca de alienígenas y reptilianos. Yo me limitaba a dejar eso en películas de Shyamalan y libros de Wells, pero el chico se lo tomaba muy en serio. Aseveraba, incluso, que la canción No apaguen la luz, de Juan Gabriel, era una declaratoria que hacía el cantautor sobre su verdadero origen. «Michoacán», le respondí aquella vez, pero mi compañero me insultó en Klingon —y sobra decir que no entendí ni vergas—, y me explicó que, según la canción, Juanga era del planeta Erra, mismo que se destruyó y sus restos giran alrededor de Saturno.
Una de esas noches de martes en que la soledad de un Oxxo se presta a ser desesperante, mi compañero me hizo una pregunta directa:
—¿Cómo imaginas a los aliens?
No entendía la razón por la que mi compañero preguntaba: al final me diría que estoy mal.
—No lo sé. Verdes, supongo —respondí indiferente.
—¿De verdad? ¿Verdes? No. No podrían ser verdes. Eso significaría que en su planeta hay vegetación abundante y no tendrían razón para venir aquí. Si vienen hasta acá sería porque su mundo chingó a su madre y necesitan habitar uno nuevo. Para qué más harían un viaje intergaláctico.
—Tal vez curiosidad —alcé los hombros.
—¿Curiosidad? —frunció el ceño.
—Sí, curiosidad. Una vez, cuando era pequeño, mi hermano me quemó el muslo con un encendedor de auto, y todo por pura curiosidad.
El tipo peló los ojos, mismos que se mantuvieron firmes en mí mientras yo me alejaba levemente.
—No, güey. La curiosidad de un extraterrestre no llegaría a tanto. Les damos aburrición. Somos seres sin chiste, no podríamos causarle curiosidad a nadie, somos… somos idiotas, simplemente eso… —suspiró y agachó la mirada— imagina esto: qué tal si somos los únicos en el universo, pero hay varios universos divididos en dimensiones. Qué tal si los humanos, al pasar de los años, matamos el planeta. Tendríamos que buscar otro lugar, pero… ¿y si los exploradores, por accidente, caen a un agujero de gusano que los transporta a otra dimensión…? En nuestro presente. Te podrías encontrar con el tataranieto del tataranieto de tu tataranieto, pero no lo reconocerías porque evolucionó a causa de los gases que provocan la extinción de las especies que no se adaptan…
El chico ya se había acercado mucho a mí. En ese momento, un foco que estaba en el área de refrigeradores se fundió.
Los dos volvimos la mirada hacia el fondo de la tienda. Mi compañero movió la cabeza de lado a lado y, decepcionado, dijo:
—Habrá que cambiarlo.
—Creo que hay focos en la bodega.
—Voy por uno, pero primero deja desahogo el socavón.
Mi compañero tenía una forma curiosa de decir «cagar».
El baño se encontraba en el piso de arriba, justo donde estaba la bodega. Subió y yo me quedé cambiando el café caduco de los termos.
Había mucho silencio. Me parecía agotador coexistir con la nada en un ambiente carente de cualquier sonido humano. Empecé a silbar.
Volví la mirada y noté que una de las puertas del refri estaba abierta. Me acerqué a examinarla.
En un principio, no vi nada, pero, después de acercarme lo suficiente para contemplar mi propio reflejo, noté que una de las puertas estaba abierta y había envases destapados. Fruncí el ceño. Analicé el refrigerador buscando las tapas de las cinco botellas de Pepsi abiertas. De pronto, escuché ruidos secos dentro del refri. Un escalofrío recorrió mi espalda.
—Cuando termines de ligar con las Pepsis, ¿podrías atender al bato que está en la puerta? —dijo mi compañero, molesto.
Me volví hacia la entrada y pude observar a un hombre con chamarra de mezclilla, sombrero, botas y con la mano en la bolsa tratando de mantener el equilibrio.
—Un seis de Tecate —exigió el sujeto.
Afortunadamente, no había rellenado los refrigeradores con cerveza. Preferí solo espetarle «no hay» y cerrar la diminuta ventana por la que apenas cabe un paquete de papel de baño. El tipo, sin ofenderse ni nada, rio a carcajadas y se fue perdiéndose en las obscuras calles. Quedé perturbado y me refugié detrás de la caja simulando que contaba paquetes de cigarros.
Mi compañero, que se había vuelto a meter a la bodega, fue directo a mí.
—Ahorita regreso, voy a chingarme un cigarro acá afuera. Llena los refris —ordenó.
—Llénalos tú —respondí de inmediato.
—Yo los llené ayer. Y si no las llenas vas a tener que venir en la mañana y aguantar a Carmín —la encargada del turno matutino. Una mujer tan desesperante y con voz de mezzosoprano desafinado.
Admití, para mis adentros, que era solo sugestión. Que seguramente algún mocoso había destapado los refrescos y los dejó allí para completar su travesura sin intención de convertirla en crimen.
Mi colega agarró una cajetilla de Delicados sin filtro y salió a fumar. Me dirigí a la puerta que da a la bodega y, al mismo tiempo, también da a la parte trasera de los refris.
Había un olor picante detrás de esa puerta, una mezcla de grasa de Vikingos, Fabuloso, cloro y cebolla.
La puerta estaba emparejada, pero no podían llevar así más de tres minutos, de lo contrario la alarma hubiese irrumpido en la tienda para hacer un escándalo.
Me quedé viendo la puerta. No quería entrar. Empecé a escuchar ruidos adentro. Ruidos guturales. Tomé, con mi mano derecha, el cuchillo cebollero que estaba junto al lavabo. Me acerqué al picaporte para jalar la puerta. Di un paso hacia adentro y, al fondo del refrigerador, encontré un cuerpo flaco, desnudo, de piel grisácea, seca y con una prominente y venosa cabeza sin cabello. El tipo estaba en cunclillas pero se notaba que era pequeño. Tenía unas patas grandes. Él estaba devorando un paquete de salchichas adobadas. Agarraba su alimento con unas huesudas manos sin uñas y con dedos filosos, al doble del tamaño de unos dedos humanos. Levantó la cabeza mirando al techo para poder digerir la comida.
Vi cómo el alimento pasaba por su garganta. Se volvió hacia mí. Pude observar su rostro plano y carente de nariz, con ojos gigantescos y blancos como huevos. No tenía pupilas. La boca abarcaba toda la zona inferior de su rostro. No poseía mentón. Tenía unos dientes como tiburón de los cuales escurría espumosa baba. Me paralicé por un momento. Solté el cuchillo cebollero. Sentí escalofríos. Reaccioné cuando la cosa tuvo un violento despegue. Le arrojé latas de refresco y logré atizarle uno en la cabeza, lo que provocó su ira. Arrojé más latas y botes de yogurt para poder escapar. Salí del refrigerador y cerré la puerta. La cosa soltaba golpes. Quise salir a la calle y, a pesar de que en la carrera resbalé y tiré un estante de frituras, logré llegar a donde aún se encontraba mi compañero fumando un cigarro. Le conté lo sucedido y él palideció. Pregunté si debíamos volver adentro a revisar pero él no respondió. Me senté junto a mi colega. Decidimos irnos. No cerramos la puerta: solo nos largamos.
Al día siguiente me enteré, por las noticias, que el Oxxo estaba clausurado, que Carmín había sido encontrada en la puerta del refrigerador con una mordida en el abdomen. No se halló al responsable.