Por Chava Munguía
El fútbol es el deporte más mediático del mundo, aproximadamente 270 millones de personas en el planeta se encuentran activamente involucradas en él, incluyendo a futbolistas, árbitros, directivos de clubes y federaciones de fútbol. De éstas, 265 millones juegan al fútbol regularmente de manera profesional, semi-profesional o amateur, es decir, alrededor del 4 por ciento de la población mundial practica el deporte “rey”. Están los que lo juegan y están los seguidores del balompié por televisión. En mi caso, soy un –mal- jugador del fútbol llanero y busco pretextos para beber viendo a mi equipo favorito.
No sé por qué me gusta el fútbol, un deporte rodeado de frivolidad, de estúpida insensatez y de un descaro inaudito. Me molesta saber que los presupuestos de los grandes clubes rebasan el de muchos países del tercer mundo (el Real Madrid tiene un presupuesto superior a los 300 millones de euros). No es posible que un jugador de fútbol -Cristiano Ronaldo- haya costado 90 millones de euros y que anualmente tenga un salario de 12 millones. Hay algo que es innegable; para que el futbol sea un deporte, el resultado de un partido debe ser determinado por el desempeño de los deportistas y no por el poder adquisitivo de la institución a la que pertenecen, el club. Desde el momento en que el resultado de un partido depende del poder adquisitivo y de negociación de un determinado contrincante, el deporte dejó de serlo y se convirtió en un negocio. Eduardo Galeano escribe en su libro El fútbol a sol y sombra: “La historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber. A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría de jugar porque sí. En este mundo del fin de siglo, el fútbol profesional condena lo que es inútil, y es inútil lo que no es rentable”.
Es lamentable que detrás de cada acción, de cada jugador, de cada equipo, de cada institución y de cada liga de fútbol existe un negocio de por medio.
Me sigo preguntando por qué me gusta el deporte de las mayorías, si he sido un bicho raro con gustos raros, gustos que a las masas regularmente no les gusta. Sin embargo, he perdido contacto con la realidad viendo por televisor el Mundial (cuando hay mundial de fútbol con una media de 260 millones de telespectadores), los partidos de la Champions League (la final registra audiencias de hasta 86 millones de personas) y en menor grado los partidos mediocres del campeonato mexicano. También asistía al estadio con la regularidad de un mormón a misa de los domingos, sin embargo, hace un par de temporadas dejé de hacerlo, el motivo: una paranoia y un disgusto enfermo por las multitudes, y más si esas multitudes cantan, saltan e insultan. Como si no bastara, el equipo al que le voy es un perdedor, en 20 años ha llegado a 5 finales (3 de liga y dos de campeones de la CONCACAF) ha perdido 4 de ellas y ha ganado un miserable campeonato. ¿Qué puedo hacer? Nada. Cristo no necesitó venir dos veces para tener los cientos de seguidores que confían en él. Además, uno puede cambiar de mujer, de religión, de escuela, de casa, incluso de familia, pero no es fácil cambiar de pasiones. Siempre he creído que la única fidelidad del hombre es su equipo de futbol, no importa que no gane campeonatos, salga goleado o que esté en manos de mafiosos… difícilmente cambiará de equipo
Pero, por qué me gusta el fútbol, un deporte que requiere de trabajo colectivo, del trabajo en equipo y para colmo rodeado de testosterona pura. No lo entiendo, menos siendo un egoísta y un solitario, y que si de compañía se tratara, pondría por encima de 22 “guerreros” a una hembra, la que fuera.
Empiezo a descifrar los porqués, “La recuperación semanal de la infancia”, escribió José Marías. El fútbol revive los mejores recuerdos de mi infancia, cuando el fútbol se vive más intensamente. Durante mi niñez nunca existió el afeminado de superman, en su lugar estaba “el Fantasma” Figueroa, Batman me hacía volar y saltar, pero jamás como “Zully” Ledesma, me caía bien el hombre araña pero mejor Juan Carlos Bustos cuando le metía goles al América, “el Mudo” Juárez era el ídolo del barrio, y en el televisor alucinaba con el Milán de Gullit y Van Basten. El mejor regalo era un balón y unos zapatos de fútbol del mercado independencia. Uno se convierte en niño cada vez que ve un partido importante de fútbol, leí por alguna parte. Aunque ahora sean virtudes en extinción, gracias al fútbol conocí la camaradería y el compañerismo. Volviendo al escritor Javier Marías, ante la pregunta del fútbol como metáfora de vida, contestó: “En el fútbol hay victoria y derrota, hay azar, hay drama, existe lo inesperado y los vuelcos del destino; hay venganza, hay tradición, hay generosidad y egoísmo, hay nobleza y vileza, hay soberbia y humildad, hay envidia y celos, hay brutal y rivalidad, hay lucha, hay sentimientos de humillación y hundimiento, hay éxtasis momentáneos (como todos). ¿Acaso no consiste en eso la vida más vehemente, la vida más viva? Y, claro está, hay destreza e inspiración, pero también buena y mala suerte. ¿Qué más se puede pedir?”
Hasta que las rodillas no puedan más, seguiré practicándolo, no me importa que estén hechas trizas, o que tenga una velocidad de tortuga reumática y que mi condición física sea peor que la de un viejo asmático. Sigo jugando al fútbol, cada ochos días, y sigo preguntándome muchas veces por qué me gusta este deporte si cada que juego regreso a mi casa regañado, humillado, golpeado, adolorido, derrotado, borracho.