ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga Garcés
Lorena me contó que había leído en una revista de divulgación científica que el ser humano es un animal inductivo: a partir de unos efectos, de unas consecuencias claras, tiende a justificar lo que le sucede.
Si compra un billete de un juego de azar (pongamos, de deportes, de esos que venden en muchas esquinas de la urbe) y acierta (digamos, ocho de quince resultados), ganando algo de efectivo, es más probable que vuelva a comprar un billete en la tienda donde ganó ese dinero que en otra donde no haya acertado más que dos o tres resultados.
En su mente se efectuará una suerte de operación mágica, de asociación entre el producto obtenido y el espacio en el que adquirió ese pedazo de papel que lo hizo triunfador, así haya sido un triunfo de cien pesos.
Dicho determinismo lleva a suponer que si además llovía la tarde en que se adquirió el billete, sería mejor comprar el siguiente una tarde lluviosa[1].
El pensamiento oriental tiene implícita esta marca en su concepción del mundo, a tal grado que incluso llega a creerse que el azar, simplemente, no existe, toda vez que sería posible eludirlo mediante una reconstrucción exhaustiva de los hechos.
La repetición detallada de una situación es, en muchos casos, no un suceso aislado en el tiempo, sino la prolongación del estado original de las cosas en aquella situación que ahora repetimos: si soy capaz de transferir los elementos de un día cualquiera que viví en el pasado, entonces no estaría reconstruyéndolo sino que incluso el tiempo habría quedado abolido y verdaderamente yo estaría viviendo ese día de nuevo como algo presente.
Pero el determinismo es tal que uno tendría que reconstruir a la sazón cada una de las circunstancias, en sus detalles más ínfimos. Por ejemplo, en el ritual que los antiguos poetas tenían que realizar cada mañana para que amaneciera, no podía alterarse una sola de las sílabas del canto a condición de que la noche reinara sobre el mundo indefinidamente.
Tan es así que, como si se tratara de un peligro mortal, se aleccionaba a los aedas, instándolos a cumplir fielmente con su trabajo: si alguna vez el canto se rompía o fallaba la enunciación del mismo, no volvería a salir el sol.
Esta tendencial, aunque no lo creamos, obedece a la lógica, se trataría en el fondo de una propensión dialéctica, la propensión dialéctica a hacer síntesis, misma que parece haber creado muchísimas de las supersticiones actuales: la astrología, la política o el amor, por mencionar algunas.
Lo que es más, parece ser la fuente misma de los rituales; de los fetiches y de los amuletos. Quizá la inducción sea la forma primaria del pensamiento humano, la fórmula mediante la cual la mente crea sus propios mitos.
Así, no resultaría tan irracional que el hombre haya confiado tanto tiempo en unas imágenes de unos dioses que le cuidaban, en la idea de un tiempo que se repetía incesantemente y en una serie de cuentos en que se consignaba todo aquello que fue, es y será… y que más tarde fue sistematizado y llamado “religión”.
Pero vamos ya muy lejos en esta retahíla de especulaciones. Volvamos a la tarde lluviosa en la que comprábamos el billete de un juego de azar.
Pese a sentirnos armonizados con el universo, el motivo de que el Morelia le haya pegado al América 5-3 en el marcador global de su serie de cuartos de final, no obedece a haber adquirido el ticket de Progol en el crucero de la salida a Salamanca y no en el comercio de la avenida Lázaro Cárdenas.
Si así fuera, cuando uno pensase: “la última vez encontré dinero tirado en la calle luego que me salió 21 en el boleto del camión, estaba nublado y me dolía una muela, ahora que me ha vuelto a salir un 21, me duele una muela y parece que va a llover, sin duda hallaré otro billete de doscientos pesos tirado en el Jardín de la Soterraña”, cuando pensase este tipo de cosas, sin duda, un milagro ocurriría y el futuro podría predecirse porque sería igual al pasado.
No obstante, este mundo ingrato parece gritar cada vez más fuerte que las cosas no son así y que no lo habría sido aunque hubieran sido 3 ó 33 los Jorge Luis Borges que hubieran habitado este planeta.
Porque, si así fuera, Dios existiría, recordaríamos el futuro, viviríamos de nuevo esta vida, habría habido una revolución social en México durante 2010, venceríamos en el Progol, el PRI no ganaría las elecciones presidenciales de 2012 y si el poeta no cantara más, el sol caería sobre la tierra para incendiar el mundo, dejando el cielo en penumbra.
Afortunadamente, creo que amanecerá todavía.
[1] Esto explica parte de nuestras suposiciones más inverosímiles cuando las vemos en forma de imágenes dentro de una película o un programa de televisión, lo que también corrobora la fuerte influencia que los medios audiovisuales poseen; si ya en el tiempo de Cervantes se creía que lo que estaba puesto por escrito era verdad, aquello de lo que hoy en día tenemos representaciones visuales actúa para el cerebro como algo real, incontrovertible en su existencia.