ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga
Último día para admirar esta viñeta en movimiento; mañana, a Morelia. Como exclaman aquí los comerciantes: otro turista charamusquero se va; es decir, otro turista que sólo viene a mirar y, si acaso, a entrar a un par de museos, ir al festival de cine y comprar una momia de charamusca.
Por ahora estoy en el tercer piso de una casona en el Cerro del Cuarto, una de las muchas montañas que rodean Quanaxhuato. Desde la altura puede verse la complejidad del poblado, cuyos cimientos evocan la fortaleza de Alamut, que el viejo de las montañas, Hasam, fundador de la secta de los asesinos, hiciera célebre hace un milenio.
No obstante, contemplándola desde acá arriba también podría ser una de Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino… Una ciudad ligera pese a su constitución pétrea: telaraña de colores y formas geométricas que hubiera brotado de improviso mientras un grupo de músicos jugaba con la partitura de su composición arquitectónica. Una urbe colonial, llena de matices e inflexiones propias y heredadas, medio árabe y medio española; eso sí, hecha con piedra volcánica de los parajes de México.
Una de las montañas más lejanas que se vislumbra hacia el frente, en la distancia, es el Cerro del Cubilete; zona religiosa que, si bien, no forma parte de Guanajuato in strictu senso, es uno de sus distintivos y aparece en el cuadro. Y cómo no iba a aparecer, con ese Cristo metálico coronando la cima del risco, mirando al valle mientras su cabeza toca las nubes.
El sólo presenciarlo, quedarse de pie debajo de él, recuerda la esencia efímera y perecedera con la que está hecha el hombre; no obstante, aquí donde estoy fumando el que será también el último cigarro, tal estatua es un punto en el horizonte. Pronto, ya ni siquiera ese punto podrá visualizarse cuando anochezca del todo.
A mi derecha, el que parece castillo gótico carcomido por las termitas, aunque en realidad sea uno de los tantos depósitos explotados por los peninsulares, se llama Mina de Rayas, imponente construcción que domina uno de los cuatro puntos cardinales del panorama; altar de la arquitectura minera, quizá sólo superado por la mina de La Valenciana, otro dechado de fuerza, exquisitez y persistencia, grabada en piedra y mineral, galería situada a las afueras de la urbe.
El sol se ha ocultado, las luces de la maraña de casas y edificios religiosos debajo de mí han empezado a encender la antigua metrópoli que data de tiempos antes de la llegada de los españoles. Asolada, Guanajuato fue reconstruida por ellos mismos sobre las ruinas del viejo poblado.
No falta mucho para que los peregrinos también enciendan sus antorchas e iluminen por completo la montaña que está a mi izquierda, el Cerro de la Bufa, donde hay una cueva que lleva el nombre de San Ignacio (patrono del pueblo, fundador de la Orden Jesuita, los soldados de Dios), la cual simboliza el encierro que el santo más heterodoxo del cristianismo sufriera en la Cueva de Manresa.
Entre ayer y hoy ––31 de julio–– se celebra su fiesta. La gente sube desde la ciudad con teas en la mano y pasa la noche alrededor de la caverna; los madrugadores o los afortunados tienen el privilegio de entrar hasta el lugar mismo donde el espíritu de San Ignacio de Loyola estaría orando para protección del pueblo. El camino al cerro, el cerro todo, se llena de hormigas resplandecientes.
Las nubes púrpura, el color de las casas, el silbido del viento, el canto de los pájaros, el cielo, los árboles, el relincho de algún caballo, el ladrido de los perros, la risa de los viandantes, el ruido de los autos, los gritos de los turistas ebrios, son algunos de los elementos que constituyen la nueva y vieja ciudad; religiosa desde sus entrañas de piedra y minerales diversos, católica, apostólica y romana, a pesar de que son múltiples los cultos que diversos fieles profesan a sus deidades.
Ciudad que, efectivamente, por el diseño y la disposición geográfica, parecería hecha, a la manera de Teotihuacán, para ser habitada por dioses. Sigue anocheciendo. Uno de esos cultos, ya no en el plano religioso, sino en el espiritual, es el del Quijote. Curioso como esta metrópoli se ha apropiado a tal extremo de la imagen de Cervantes y su principal figura literaria. Los propios españoles que visitan Guanajuato, según me cuentan, se sorprenden al ver que ni en su país se le rinde homenaje tan ferveroso al Caballero de la Triste Figura.
Todo en esta capital, de una u otra manera, está conectado con la efigie de Alonso Quijano. Para no ir más lejos, en Guanajuato está el museo más grande España y México dedicado a las representaciones que a lo largo de los siglos se han inspirado en esta obra de Cervantes: el “Museo Iconográfico del Quijote”, el cual alberga entre sus más de nueve salas más de mil cuadros del siglo XVII a la fecha (además de ciertas esculturas, porcelanas y artesanías).
El acervo fue donado por Eulalio Ferrer Rodríguez, fallecido en 2009, conocido por su actividad como publicista, acuñador de eslóganes como “don Pedro, el brandy que tiene el don” o “si es Bayern es bueno”, quien, pese a residir casi toda su vida en la Ciudad de México, urbe que le acogió con las manos abiertas luego de haber sido enviado al exilio, específicamente a Francia, junto con otros 500 mil españoles apenas estallar la Guerra Civil española, decidió que el museo se instalara en Guanajuato.
Conocida es la anécdota del encuentro de Ferrer con Don Quijote de la Mancha en un campo de concentración de Argelés-Sur-Mer cuando joven, allá por la segunda mitad de los 30: “Entre los refugiados, un soldado gritó a lo lejos: ¡Cambio tabaco por un libro! Él no fumaba, pero le gustaba leer. Resultó ser la obra de Cervantes en una edición de Calleja de 1912. Nunca olvidó que fue su almohada entre los piojos y la disentería de las alambradas; su principal aliento para luchar por las causas en las que creía –libertad, lealtad, generosidad– y el libro de cabecera durante toda su vida”.
Cambió una cajetilla de cigarros nada más y nada menos que por el Quijote y se hizo aficionado a las figuraciones del hidalgo. A su lado, permaneció fuera de su tierra: “Anduvo algún tiempo entre gentes extrañas, gentes de otra lengua y otra cultura. Y un día, en busca de la paz y la libertad que ya no había en su patria, llega a una tierra hospitalaria en la que se habla su propia lengua. Se da cuenta entonces de que está en la otra cara de su patria”.
Esa otra cara de su patria sería México, y Guanajuato, el recinto donde hallaría hogar su acervo de más de 600 piezas donde se cuentan obras del también escritor Fernando del Paso, autor de Noticias del imperio, el pintor zacatecano Pedro Coronel, el maestro José Guadalupe Posada, el grabador y pintor Francisco Corzas, Salvador Dalí, Diego Rivera y, por si fuera poco, hasta un Picasso… Estoy empezando a cansarme. Guanajuato es una urbe hecha a la medida del pie del hombre y a pie la he recorrido.
Anocheció completamente; donde antes había techos, ahora sólo hay luces. La cueva de San Ignacio está iluminada, preñada de antorchas y fieles. Guanajuato despierta en la obscuridad, toma un ritmo nuevo de araña de luz negra que emerge de entre las sombras. La ciudad que existe en el día cae para dar paso a una ciudad donde el tiempo no transcurre.
No se hable más del Teatro Juárez, de las musas, las iglesias, el Callejón del Beso, la Universidad, la Alhóndiga, Hidalgo y el Pípila; de los cafés, el chocolate blanco, la imposibilidad de moverse en automóvil, el gusto por el arte, la cultura, los túneles, el festival de cine, las minas, los mercados, las malditas estudiantinas y sus callejoneadas, la gente, los turistas, el museo Diego Rivera, el del propio Cervantes y su festival, celebrado en un continente que él nunca conoció y al que siempre quiso venir; su festival…
Guanajuato es más que los clichés, más que un lugar en el que al empiezo había muchas ranas; es, también, todo lo que no puede verse, una ciudad invisible, aérea, que únicamente puede tocarse cerrando los ojos; sentirse, en la noche, percibirse como un gran centro de energía, animado por la atracción del embudo que es y que contiene en su interior, en un solo punto: pasado y presente, tierra y cielo, llama y penumbra.
Ciudad de vida, pero también de muerte, catedral de la noche, descarnada, ahíta de símbolos fúnebres que nos dicen que sólo venimos a pasar un día en el mundo y que ese día termina aquí, en una noche como ésta, cuando casi a punto de partir oyes el viento soplando como la voz de los muertos de civilizaciones que cayeron en el olvido, pero que fundaron con su carne, con sus huesos, los cimientos de la ciudad que hoy puede verse como si meramente existiera en la luz…
Y como Arthur Schnitzler dijo: “Las despedidas siempre duelen, aun cuando haga tiempo que se ansíen”, y mañana regreso a la edulcorada Morelia.