Por Juan Martínez Prau
Era una raya roja, amarilla y púrpura a los lados, como si se tratara de la herida en el vientre de un pez de colores. A los lados, algunas montañas; nubes abajo y a los lados. Desde el cielo, Madrid es una masa de viento y hielo, pero ya en la ciudad no hace el frío prometido. Dos horas y escasos minutos ha durado el vuelo.
No sé si será la edad, el cansancio, el no venir esta vez en las fachas acostumbradas, pero la gente -o al menos su reacción ante un foráneo del nuevo mundo- es distinta. Londres llega rápido y sin premeditación alguna mete su frío hasta los poros de la piel. Es cierto que no es el frío paralizante de Berlín apenas en octubre de hace unos años, y es cierto que ahora hay ropa térmica bajo la ropa, pero es invierno y es el norte de Europa y no hace el frío que había prometido la idea de Londres, bajo la lluvia, con viento.
Antes de salir, desde León, Guanajuato, incluso, dormía; ya me dormía por los desvelos de las noches anteriores, preparando todo, tratando de que todo quedara listo, si es que tal cosa puede hacerse para un viaje de más de seis meses. Lo más importante para alguien que está haciendo un proyecto en marcha, moviéndose a otro país, es, sin duda, llevar consigo todos los libros que necesita, pero como los libros pesan y no caben en la mochila, simplemente se los puede transportar escaneados, y ese proceso tarda al menos dos horas por libro, más otras dos para mandarlo por correo electrónico, y un día antes ahí estás, casi listo para salir pero sin tener los más de sesenta textos preparados.
Enviarte cuarenta y tantos es ya mucho. Por eso no has acabado el artículo que debes presentar en Coimbra, por eso mueres en la estación de autobuses de León, antes de llegar al aeropuerto para tomar el vuelo a Cancún, que te llevará a Madrid. Aunque Madrid es en este primer paso sólo una mera parada, un suspiro, un presentimiento, para estar en Lisboa y, de ahí, ir a Coimbra a exponer en ese congreso de periodistas al que vas a ir a hablarles, a españoles y a portugueses, de la relación entre literatura (Cervantes, Pessoa), los mundos paralelos y las fake news, como si a los mexicanos les dieras una comunicación de tacos y chile.
El aeropuerto es un trámite rápido, la agente apenas si pregunta a dónde vamos, por qué, cómo, y nos deja marcharnos a los dos minutos. Encontramos la terminal de donde debe salir el tren para ir a Coimbra. Vamos al baño, volvemos, pasa el autobús. Yo casi me duermo, pero pienso que debo leer los últimos dos artículos sobre Pessoa, Cervantes y la metaficción para ponerme por fin a escribir. Los acabo en el tren; son casi una veintena, seguro más de quince. Me arden los ojos. El cielo es un poema de San Juan de la Cruz, una noche obscura que se cierne sobre el mundo, pero una noche donde se presiente algo. Los árboles que se mecen, la negrura del cielo, el viento.
Acaban de dar las seis de la tarde. El tren hace dos horas, más de dos horas. Hay que comprar un boleto para el autobús y adentrarse por unos túneles. Eugenio Villazón trae un mapa y no se pierde, llegamos a la estación y, después de caminar algunos metros, un par de calles, hallamos la finca: una vieja propiedad de la primera guerra mundial, un orfanato. Es como una película de Harry Potter, cuando Harry Potter ha tenido nietos que no le han dado el mantenimiento necesario a su colegio de brujos lelos. Precisamente de Portugal la escritora de esa saga de nimiedades extrajo la oficina del rector (Oporto) de la universidad de la magia, así como los uniformes de los hechiceros. Aun en el nombre del malo de los libros resuena el eco del dictador portugués, Salazar.
Hay niños y adolescentes y familias enteras a pesar de ser invierno. Dice Villazón que es por los paisajes de Harry Potter que los foráneos van a buscar a Portugal. Nos registramos en el hotel. Estaban esperándonos. Sigo leyendo tras dejar las cosas en la habitación. Estoy sudado, pero el sudor se me seca en el cuerpo. Dan las nueve de la noche y ya quiero dormir, estoy, literalmente, muriendo. Sin embargo, me digo que es la última vez durante el viaje, el último esfuerzo de antes de partir que acarreas. Es terminar esto y empezar de verdad el viaje, el recorrido, hacer las cosas y poder dormir bien de nuevo. Pones el título de tu ponencia y abres con una idea de José de Armas; sale sola una página, luego otra y al transcurrir una hora van tres.
La segunda hora apenas sale una página, no sabes cómo acabar lo de Cervantes, menos conectarlo con Pessoa. En la tercera hora, no obstante, hay tres páginas más, tan pronto como logras vencer la resistencia de Cervantes. Son siete. Eugenio Villazón “El Brujo” se despide, es la tercera vez que dice que ya casi acaba su ponencia y que dormirá. En realidad está esperándote, está ayudándote a resistir. Dejas de citar, porque ya no sabes dónde están los pasajes en los textos que has leído. Te sueltas, sólo parafraseas ideas de otros autores aunque sin señalar de qué parte. Ya habrá tiempo para hacerlo en forma si te llegaran a publicar el texto en ese libro que contendrá los mejores artículos del coloquio.
Por ahora, claro, es sólo una sospecha lejana, una coincidencia de sensaciones, un algo intangible. ¿Pero no lo era hacía tres horas el mismo artículo? ¿No te había dicho El Brujo que no ibas a poder, que mejor hicieras un esquema porque sería imposible hacer más de cinco hojas, que cinco, dos o tres? Pero avanzas, escribes la número ocho y la novena. Eugenio se despide ahora sí y es comprensible, es la una de la mañana y al día siguiente hay que levantarse a las seis para bañarse y llegar al congreso, en la Universidad de Coimbra, cerca del Museo de la Ciencia de la Universidad de Coimbra.
Al finalizar una idea, si es que los textos se hacen de ideas, aunque el maestro Carlos de tu facultad siempre dijo que estaban hechos más bien de palabras, se cierra la página número diez y, aunque sientes que puedes seguir escribiendo, supones que ha sido suficiente. A la siguiente mañana te duchas, no alcanzas a desayunar y tú y Villazón emprenden el camino a la universidad, que luce desolada porque los empleados, a quienes les quieren quitar derechos laborales, como las pensiones, están en paro. Vaya sorpresa. Después de buscar un rato el Foro del Instituto de Estudios Avanzados llegan al ala sur de la universidad e ingresan donde hay un grupo de ingleses como presenciando un evento académico.
Tú, que mueres además de sueño todavía también de sed, tomas agua, cuando te enteras de que ese no es su evento. Regresan por el mismo camino y ahí, en el salón, el español que te pidió por e-mail que no escribieras algo de literatura, porque el simposio no era de literatura, sino de periodismo. Pero tú qué vas a saber de la relación entre España y Portugal. Eugenio saluda a todos, se desenvuelve bien, en su elemento. Tú, en cambio, no te sientes lo suficientemente ducho. De todos modos sabes que tu texto ha quedado bien y que al menos no harás el ridículo.
Esa doctora de Santiago de Compostela te pregunta que a qué diablos vas a Euzkadi de estancia. Es una ciudad estudiantil, le dices. Debe haber cincuenta mil estudiantes, Bilbao no es ni de las universidades más grandes en España, escuchas que dice, tendrá a lo mucho unos cuantos años esa universidad; lo sé porque mi familia es de ahí. No es una ciudad estudiantil. Dejas de hablarle a la doctora, está como enfadada contigo, distinguiendo a Salamanca y a Granada como verdaderas universidades. Te gustaría saber qué pensaría Leopoldo Etxeberria, tu amigo de la Euskal Herriko Unibertsitatea, de esa opinión.
El primero en leer es un chico regordete y bajito de una universidad de la Coruña, aburrido y pedante, de traje y corbata, pero que sabe su labor. Trae fotos y estadísticas del periodismo en su zona en la primera parte del siglo XVIII. Habla de cómo se hacían las notas, de cómo se vendían los periódicos, de si eran de la misma calidad que los diarios ingleses y españoles. El siguiente en hablar soy yo mismo. No me molesta, son diez páginas y tengo veinticinco minutos, lo que nunca he tenido.
Así que saboreo cada palabra, me detengo, la digito y la pronuncio y la masco y la escupo y siento y la paladeo y palpo y la chupo como si fuera la última palabra que fuese a surgir de mi boca. Estoy nervioso, como siempre, pero disfrutando como momento de la lectura. Alcanzo a ver las caras de complicidad de quienes me escuchan, está casi llena la sala, quién sabe en qué momento se ha llenado. Termino y, sin mayor problema, todo pasa. Incluso hay quien me felicita y me indica que le gustó mucho la comunicación. Me digo que seguramente no han leído a Pessoa. Eugenio habla de la recepción del periodismo en la Nueva España y de los primeros periódicos, pero sorpresivamente no tiene el efecto esperado. En los comentarios al final, hay quien pone en duda lo que dijo, pero nada me preguntan a mí, algo a lo que ya estoy acostumbrado en cada congreso al que voy.
Pasamos casi todo el día encerrados escuchando ponencias sobre fronteras entre portugueses y españoles, sobre si una palabra era portuguesa o gallega, cosas en su mayor parte prescindibles y cansadas, pero hay alguna que otra que salva el día. Sin embargo, estoy casi dormido durante toda la jornada y cuando por fin salimos, a la hora de comer y vemos los objetos del museo, no logro disfrutarlo como habría querido.
Antes de finalizar el evento, luego de haber comido con los colegas periodistas, salimos sin avisar a nadie y nos eclipsamos del foro del Instituto de Estudios Avanzados. Pero cuando vamos a pagar en el autobús ocurre algo: mi tarjeta de prepago dice que debo seis euros, bueno, cuatro, pero tenía más de un euro de crédito, por lo que acudo con un asistente de la empresa, quien me dice tras ayudarme a verificar lo que pasa que no puede hacer nada y que hable al número detrás de la tarjeta. Le digo a Eugenio -completamente encolerizado- que no me iré, que buscaré cómo arreglar el desaguisado y que caminaré al hotel.
Villazón, muriendo de gripa, al borde del colapso, quiere ir en autobús y me pide que pague sin más, de nuevo, otra tarjeta. No se me ha ocurrido que quizá El Brujo ya tendría coronavirus. Le digo que no, que debo arreglar eso, y él decide irse en servicio público y yo, que no me siento mal de salud, empiezo a caminar en la noche portuguesa, sudando por mi chamarra y mis orejeras y al mismo tiempo sufriendo el frío que se cuela por las rendijas de la ropa. En otra estación de autobuses acudo a ver quién puede ayudarme, pero me dicen que eso se arregla en la parte de abajo, en donde se expenden los boletos del tren, donde por cierto no hay nadie sino sólo unas máquinas, que no pueden auxiliarme en eso que me interesa.
Así que sigo caminando hacia el hotel, y justo antes de girar por una avenida que desemboca en éste, me doy cuenta de que hay alguien en una de las taquillas y le explico mi problema y me refiere cuál fue el asunto (no pasó tu tarjeta cuando la validaste) y me quita la multa y le digo “un me salvaste” en inglés, porque no sé nada de su lengua. Duermo de nuevo, pero con dolor de garganta.
Al día siguiente Eugenio irá a Santiago de Compostela a tratar de enmendar un poco con una conferencia los resultados de su pésimo día, además de justificar académicamente su viaje a Europa, y yo me enlisto para ir a Madrid, levantándome a las ocho de la mañana para llegar a la estación de trenes a las 9:50 y salir a Lisboa, tomando a las 2:40 el vuelo a la capital española, al que por una serie de peripecias apenas y llego. Me siento afortunado, muy afortunado. Traía mi boleto comprado desde hacía meses, que me costó dos euros y ahora el trayecto de dos horas cuesta catorce. Y hay que pagarlo en efectivo, porque la terminal que lleva el conductor no sirve, y no acepta ninguna moneda.
No le abre la puerta al muchacho que se acerca en un semáforo en rojo y que le dice, oye, no te detuviste en la parada, ábreme la puerta; ni tampoco sube a esos que no tienen cambio ni mucho menos a esos suizos o suecos que hablan inglés, traen de sus propias monedas pero no euros y que me gritan desesperados que les dé 28 euros y que me los resarcirán en coronas o enfrancos suizos para que no pierdan el vuelo. No tengo dinero, sólo tarjeta, discúlpenme, les digo, contrariado de verdad, pensando que tal como dicen van a perder su vuelo. Aunque bueno, no se ven tan desesperados como la chica que en la estación de tren fue aprehendida por dos policías, que decía que no la dejaron subir pese a que había pagado incluso más que otras personas, y a la que no dejarían subir, no sé por qué, y que gritaba y gritaba.
Tras pasar el nutrido control de seguridad y casi perder el vuelo, llegando tarde pero a tiempo por el retraso que sufrió -llegué cuando partía y salió quince minutos después-, me doy cuenta de que el avión va lleno de portugueses, hombres portugueses con camisetas de un equipo que desconozco. Todos piden cerveza y vino, al grado de que se acaban todo lo del avión. En Madrid no siento nada de frío, pero la situación cambia por la noche, cuando debo ir a cambiar dinero para al día siguiente tener algo para moverme. Sí que hay cajeros, pero cambian a un precio demasiado alto, con una tasa obscena y un recargo grosero. No quiero regalarles tanto dinero, tal como he pensado en el aeropuerto mismo.
Afortunadamente tenía un euro en puro cambio, de un viaje anterior, y cuando he sacado mis últimos cincuenta pesos mexicanos me han dado poco más de un euro y medio, con lo que pude pagar el autobús que se dirigía a la ciudad, donde ya tenía pagado el hotel y donde sólo dormí, prácticamente, aunque no sin antes cambiar mis últimos veinte dirhams de Marruecos por menos de un euro y medio, luego de que no aceptaran ni una de las muchas rupias que traigo.
Desde las nueve de la noche me quedé dormido en el hotel y hacia las tres de la mañana algo me despertó, la sensación de que iba a perder el autobús de las seis am si no hacía algo rápido. Yo pensaba salir a las cinco, tomar el servicio público y llegar a Atocha, pero después de que ese algo me dijera que todo saldría mal empecé a caminar a las tres y quince minutos como un poseso, encontré un cajero no tan caro y crucé la plaza donde ni la lluvia pudo impedirme llegar al búho, que tomé poco antes de las cuatro. Habrá llegado antes de las cinco a Atocha, sin duda, pero no me dejó exactamente afuera.
Un chico de Inglaterra que no hablaba nada de español se me acercó para preguntarme por la terminal. Viaje perfecto, hora perfecta, llegada perfecta. Todo estuvo bien hacia Zamora, salvo el haber tomado antes un autobús a un pequeño pueblo hermoso, ventoso y pintoresco, pero que te recibe con una sensación de agresividad que no puede ocultarse, por más que hubiera entrado con el pie derecho en Europa esta tercera y última vez.
Tengo hambre, sólo hice una comida el día anterior por mi horrible jet lag, en el que todo queda difuminado: las horas de sueño, de comida, de descanso, de trabajo, de ensoñación. Pero no quiero comer en este pueblo sino en Zamora, donde me quedaré a dormir, así que apenas una hora y media más tarde tomo el autobús y me dirijo a la otra ciudad. Ahí, por fin, al salir de la estación de autobuses, encuentro un cajero del banco que supuestamente no debería cobrarme más penalización por mi tarjeta del extranjero. Por fin saco algo de dinero. Regreso a un restaurante que he visto vendía café en un euro y compro uno. Antes, sin embargo, había visto a un grupo de niños afuera de una panadería comiendo pizzas de dos euros a las que no pude resistirme.
Pido un café en el restaurante. El dueño me pregunta, ¿grande, chico, con leche, sin leche, cortado? Le digo que con leche, le digo que grande. O sea que no costará un euro. Acto seguido pido una botella de sidra de naranja, fuerte como si fuera tabaco o ron cubano. Me golpea. Apunto la dirección a la que iré en cuanto den las cuatro de la tarde y pongo a cargar mi computadora y mi teléfono. Me como las aceitunas que como tapas me sirve el propietario del restaurante y cruzo algunas palabras sobre el clima con él. Después, sólo me dedico a escribir cuanto he pasado en estos primeros cuatro días en Europa y a vaciar la botella de sidra.
Imagen superior: Mario Sánchez Prada
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