Por Juan Martínez Prau
Falta una semana para el seminario y mi amigo de la Euskal Herriko Unibertsitatea, que me invitó, no responde a mis mensajes todavía. Había pensado hablar con él antes del curso, pero me doy cuenta que hay cierta inquietud entre la gente por eso del coronavirus, que era primero una cuestión como de novela de William Gibson o de Isaac Asimov.
Decido no esperarlo más y, en cambio, salir de Euzkadi por unos días. Quiero tomar un avión de vuelta a Portugal, donde sentí haber dejado algo inconcluso. Me alegra saber que hay vuelos directos desde Bilbao. No sé qué estará pasando con Leopoldo.
En cuanto compro el boleto reflexiono en que, sin duda, será distinto ir con los lusos sin Eugenio, que pasó sus últimos días antes de regresar a México pensando cómo hablaría con su padre sobre la existencia de un par de medios hermanos de la que se acababa de enterar. Uno inclusive se llamaba Eugenio, como él mismo, y llevaba también el Villazón del padre. Algo de una herencia mascullaba. Acaso sería de ese selecto grupo de personas que más que deudas posee en este mundo bienes para legar. Y no enfermedades.
Lisboa
Lisboa es una ciudad que me recuerda a Guanajuato, pero está más empinada y tiene más turistas. La gente que hay ahí proviene de todo el mundo, en especial de Inglaterra y de la India, dos lugares antípodas que tienen la suerte de encontrarse en Portugal como se encontraron en otra latitud muy distinta de la tierra, por decir lo menos.
Es harto curioso que así como había un grupo de hindis durante la estancia pasada en Portugal, haya también en este hotel otros cuatro chicos de la India, aunque de Karnataka. Lo sé porque les pregunto cuanto puedo preguntarles. Además de que no nos entendemos muy bien en inglés, tienen una cierta reticencia que es la primera vez que encuentro en personas del subcontinente.
Por la mañana, escuché que uno de ellos hablaba por teléfono en una lengua que por supuesto debía ser de Karnataka, salpicada de algunas palabras en inglés, como por lo demás hablan en ese país. El muchacho le decía a su interlocutor que querían que hablara además de inglés otra lengua, una lengua europea, le dijo al otro. Pero él, claro está, no hablaba más que inglés, quizá si hubiera sido de Goa tendría algún conocimiento de la lengua de Portugal, comentaba.
No sé a qué he venido otra vez a este país. Muchos de los negocios están cerrados, no sé si por remodelación o porque es temporada baja. Hace frío, sopla sobre las grandes avenidas el viento y yo no puedo dejar de sudar cuando recorro el camino empinado hacia el hotel. Siento las miradas de los viandantes sobre mí y no me pasa por la cabeza pensar ni por asomo que puedan adjudicarlo a algo más. Tengo una sensación de hostilidad en Lisboa y no disfruto mucho la estancia.
Cuando salgo de la ciudad lo hago después de tres días ahí, aunque siento que ha pasado una eternidad y que he venido a perder el tiempo. Todo ha sido difícil de hallar y si no fuese por la aplicación de los mapas uno nunca hallaría nada. El único problema es que la aplicación debe mantenerse abierta a todas horas cuando no tienes Internet a riesgo de que se pierda el camino, pero si es así entonces no se puede tomar ni una sola foto, lo que para propósitos turísticos es una catástrofe.
Nada interesante tengo qué decir sobre Lisboa y, de modo semejante, sobre Europa. No me emociona mucho estar aquí. Todo se parece. Cada ciudad es igual a las otras. Hay un gris monotemático en los distintos colores de las urbes europeas, un spleen que impele al adormecimiento, pero sin sueños. Las personas van vestidas también de manera parecida, con unos tenis de la misma marca, con ropa en tonos austeros, sobrios, por lo general sin salirse de dos o tres matices. Nadie mira a los demás a los ojos en la calle, casi ninguna palabra de entusiasmo, todo muy medido, muy pausado, muy silencioso.
Antes de irse, El Brujo me decía que cuando saludaba de forma franca a los portugueses, con un “hola”, mirándolos directamente al rostro, un escalofrío les recorría la espalda, porque eran tímidos y no estaban acostumbrados a que nadie se expresa con ellos con esa familiaridad. Sabino me había explicado también que él no podría llegar simplemente y hacerse amigo de un desconocido con el que no hubiese tenido alguna experiencia compartida previa. Lo otro sería extraño, extrañe de verdad. Ya lo escuchaba.
No he tomado casi fotografías. Tampoco me parece que haya sido una visita memorable como para guardar registro. Antes de dormir me cercioro de traer las cosas de más importancia: pasaporte, cartera, teléfono. Lo demás puede perderse, estos tres objetos nunca.
He guardado todo muy bien desde un día antes. Me dije a diferencia de otras veces no se me puede olvidar nada, que las situaciones de aquí son distintas y que hay que dejarlo ya todo dispuesto para salir corriendo muy temprano por la mañana. Habrá que pedir un Uber, levantarse a las cinco o esperar hasta que haya metro a las seis y media, pero entonces se correría el riesgo de no llegar al aeropuerto a tiempo, porque la salida del avión a Alicante es a las siete cincuenta. Optamos por levantarnos temprano y a las cuatro y media ya estamos de pie.
Un sueño extraño
He tenido un sueño muy extraño, otro, y precisamente es la última imagen de este sueño la que me ha despertado. Estaba en la casa de Tlalpan y tenía la edad que tengo ahora pero también la que tenía cuando llegamos ahí a vivir, unos doce o trece años. Habíamos estado viendo la vía láctea, las estrellas, el cielo, yo, Fedra, Mariana, Humberto, Fermín y el resto de primos y de familia. No recuerdo haber visto a Héctor, que es más pequeño que todos los demás. Supongo que debía ser Navidad. Lo deduzco porque hay un Cristo flotando a mitad del jardín, sin su madero pero sí en la posición de estar crucificado.
Tiene un gran tamaño. Mi tía Alejandra se santigua y le rinde pleitesía porque la ha sorprendido su presencia. Pienso que para ella que es profundamente religiosa es un buen augurio, una buena visita, una epifanía. A mí, que me da un poco igual el cristianismo, no me parece que eso sea una señal positiva o, cuando más, que pase de ser algo más o menos chistoso, así que cuando veo una especie de manta o de toga púrpura tirada en el suelo, que debe ser ésa en que en los cuadros renacentistas hay escritas algunas palabras que hablan de la gloria del señor, se la arrojo encima.
Pienso también que debe ser el manto con que Pilatos parodia la realeza de Jesús antes de mandarlo crucificar. Sin embargo, por un muy extraño efecto de gravitación, la púrpura comienza a flotar también y se sitúa exactamente como debe situarse en esos cuadros italianos y españoles y flamencos. Y la imagen del Cristo se amplía y la veo entonces desde más lejos, como si me hubiera alejado algunos pasos.
Y mi prima Fedra me mira directamente a la cara desde donde ha estado sentada en todo el sueño, y me sonríe. Y sé que somos niños de nuevo y que ese lugar que no creía que era mi casa -porque ahí nos mudamos desde Mixcoac, el sitio en que me sentía como en mi hogar durante la infancia, donde crecí- en realidad siempre había sido mi casa. Y entonces todo tenía sentido en el sueño. Me despierto y siento tener una sonrisa en la cara, aunque estoy empapado de sudor. Son las cuatro y media o algo así.
Voy al baño. Mi esposa y mis familiares en México están despiertos. Allá es de noche. Cruzo algunas palabras con ella, pero tengo que lavarme la cara y cambiarme. Bajo el cargador, más bien, los cargadores, el pasaporte, la computadora, la cartera me la llevo a la bolsa del pantalón, me cambio la playera por otra menos sucia, me pongo una sudadera, la chamara encima por fin, salgo del baño y tomo la mochila y las llaves y voy a la recepción esperando que en realidad sí haya alguien ahí como me dijo el chico que atendía tres días antes.
Me abren la puerta. Hay otro tipo que acaba de llegar al hotel y que me mira. Entrego la llave, me dan los cinco euros de vuelta que había dejado como prenda al regresarla, pero mi celular es incapaz de pedir un Uber porque éste me pide que pague con algo más que no sea efectivo, mas al meter el número de la tarjeta me dice que no es posible aceptarla. Le digo al tipo de la recepción que me pida un taxi y el de la recepción, que no me ha hecho caso, se pone a pelear con un irlandés que ha salido quién sabe de dónde y que también le pide cinco euros.
Taxistas
Trato de nuevo de meter la tarjeta pero no me deja, así que le digo, ahora en voz más alta, que me pida un taxi. Se excusa y lo solicita, le doy las gracias y salgo a la lluvia lisboeta, a la madrugada. Ya no siento el cuerpo febril. El tipo irlandés sale detrás mío y me pregunta si tomaré taxi al aeropuerto, le digo que sí y me pide compartirlo, ir a mitades. Pero él no pone la mitad, pone cinco euros.
Mientras vamos en medio de una avenida, sobre uno de cuyos cruces mi teléfono logra conectarse, veo que mi esposa me ha escrito de nuevo. Leo su mensaje y me doy cuenta de que me he olvidado en el hotel unas monedas que había dejado en la cabecera de la cama. Las busco en el pantalón en balde y también en la chamarra. No están. Espero traerlas en el pants que tenía puesto al dormir, pero sé que no estarán.
Es absurdo sentirse molesto o temeroso de que desaparezcan o aparezcan tres o cuatro euros, que para esta gente es nada, pero que a mí me hace o me jode el día. Pienso que son setenta y cinco, o cien pesos, y eso me molesta más aun. Siento que estoy perdiendo el tiempo en Europa y gastando el dinero que no tengo, que todo es caro y absurdo y que ya me ha aburrido como para haber rentado noches de hotel por tantos días.
Llego al aeropuerto y le pido al taxista que nos lleve a la segunda terminal. El irlandés me lo recrimina, debiste decirle que te llevara a la primera, de ahí sale un autobús gratuito a la segunda. Tiene razón. Los taxistas en Portugal hacen, como los de la Ciudad de México, tiempo porque traen el taxímetro y quieren sacarte más dinero.
En la segunda terminal tienes que esperar más de media hora a que anuncien de qué puerta saldrá tu vuelo. Has pasado rápido los filtros de seguridad, nadie te ha detenido, ni han dicho nada de las monedas o cosas metálicas, ni de los líquidos, ni de nada, así que puedes marcharte. El vuelo está retrasado, está veinte minutos retrasado y piensas que de todas maneras habrías llegado si en el metro te hubieras ido.
Despegue
Los de la aerolínea también irlandesa, como el tipo que iba a Dublín y que has dejado atrás, antes de los filtros, hacen esperar a los pasajeros en una fila que está casi afuera del avión. No hace frío, sin embargo. Sientes la mirada inquisidora de todos los europeos, como la has estado sintiendo durante todo el viaje. Creías estar acostumbrado pero cada que se hace un nuevo viaje se paga derecho de piso y la verdad es que vuelve a incomodarte que sean así, racistas o clasistas o simplemente curiosos y torpes, no entiendes cuál en mayor proporción.
Una chica de otra nacionalidad, acaso checa o de un país báltico, se besa con su pareja de manera interminable mientras dura la espera. Pero al subir al avión se dirige a la fila dieciséis donde me ha tocado a mí, mientras que el tipo se queda en la segunda. Le digo que puedo cambiarle el asiento a su novio si quiere para que se sienten juntos. Ella dice que le irá a ir a preguntar y el tipo voltea, sorprendido, a verme, en tanto ella me dice que sí, que vaya, que se lo cambie. Tomo mis cosas, le digo a la azafata que intercambiaré lugar y dice que no hay problema, mientras que el fulano apenas se cree que se irá atrás. Le doy el saludo.
Por supuesto no me da las gracias. Las filas de adelante, hasta ahora lo pienso, tienen mayor amplitud entre asiento y asiento, y se supone que son de primera clase. A lo mejor le he arruinado un viaje más cómodo. Esto no lo pienso sino hasta que estoy ya sentado. Pero se veían muy caramelizados uno con el otro.
El avión arranca y nada pasa, sale bien, se eleva rápido, tiene un retraso de media hora pero a quién le interesa, de todos modos voy temprano a Alicante, donde nada pasará salvo conocer a la chica mexicana que me ha organizado la presentación del libro de poemas en la Embajada de México en Madrid.
Luego, ir a Valencia, a perder el tiempo y el dinero camino al aeropuerto, después ir a Zaragoza, donde al parecer no hay nada qué ver, y coger camino al final para Bilbao de nuevo, donde debe estar Etxeberria, más fuerte y más acomodado ya en la universidad que antes. Seguramente con más pendientes que le impiden de momento responder los correos y los mensajes que le he enviado.
Imagen superior: Travis Olbrich/Flickr
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*Agradecemos al portal La Vida Útil por compartir estos diarios del viajero.