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“¡Se está cayendo el techo!”: el grito es irreal en el espejo todavía más irreal de lo que empieza a ser el terremoto del 19 de septiembre de 2017 de 7.1 escala Richter. Bajo la dictadura del miedo y del terror, el simulacro con motivo del aniversario 32 del terremoto del 85 se hace también pedazos. Si dos horas antes se bajaba la escalera en calma conmemorativa, en estos momentos espeluznantes todas y todos corren, gritan, se empujan; decenas de personas descienden las mismas escaleras desde el cuarto piso, pero ahora atropellándose, sobreviviéndose, tirando a una mujer con bastón, tragando con furia lo que puede ser el último aliento, lo que por segundos-luz les parece que es el fin: cuánta nostalgia de vida hay en esta frase que parece venir de una realidad paralela…
Y caen pedazos de pared que bailotean estrepitosamente en el piso y vidrios estallados y se oyen los gritos sobre los gritos y el polvo que se mezcla con momentos que rebasan la categoría de alucinantes. Lo peor es lo que está ocurriendo como una ráfaga de percepciones violentas, olfativas, auditivas, visuales, demostrativas, inductivas o quizás simplemente destructivas, que no se pueden ni pensar en el momento: el terror es el instinto que quiere vencer y adelantársele a cualquier idea en un instante de peligro del cual sólo tendremos el recuerdo casi ficticio o la muerte verdadera. La avenida Reforma es el gran estacionamiento de las almas aterrorizadas por la sobrevivencia; cientos de personas que comienzan la danza casi inmortal de los que no fueron arrasados por el terremoto; algunos se desmayan, otras se miran estupefactas…
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Por la colonia Juárez se ven las primeras grietas, las primeras pilas de cascajo y vidrios rotos, paredes caídas e inmensas filas de coches con los motores encendidos pero congelados en el tiempo infinito del regreso a cualquier parte, en el tráfico que es también el inicio de la ansiedad post-traumática o de la incongruencia de la vida después del sismo. Los que avanzan a pie van sintiendo la dureza del olor a gas. Las primeras caravanas de bicicletas también llevan madres y padres en los estribos, en búsqueda de los hijos que se encuentran en la escuela y arrojados a la especulación trágica del terremoto con su imaginación de pisos derrumbados… Dicen que los pájaros se desorientan con los temblores, que las cucarachas salen a la superficie a compartir el festín espeluznante que viene del subsuelo lacustre, que hace calor antes de un gran sismo y que perros y gatos lo anuncian y se ponen nerviosos y brincan contra las paredes, todo esto mientras recuerdo que la alarma sísmica sonó cuando ya había comenzado el terremoto que ahora veo partir en las muecas torcidas de la gente en la calle.
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Me dicen que mi hija Camila está bien, que su colegio no sufrió daños, esto mientras camino por la calle Córdoba y veo la gran cúpula de la torre de otro colegio, el Renacimiento, arrancada de cuajo. Camila le dice el “Colegio Hogwarts”: la escuela de hechicería de Harry Potter, el personaje principal de una saga de libros y películas sobre brujas y hechiceros. Yo veo la mitad de la torre en el suelo, como un gigante de cemento que ha caído sobre un coche deportivo, como la estatua de algún dictador que el pueblo ha derrumbado, como esas esculturas monumentales de Javier Marín que se exponen en el parque Luis Cabrera; por ejemplo, justo como la cabeza griega de rizos barrocos en la que los alumnos recién evacuados del Renacimiento platican su espanto y cierta alegría de saberse vivos después del terremoto.
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En el parque que se encuentra frente al Centro Médico Siglo XXI un par de hombres sin camisa hacen ejercicio en las barras de acero; a su alrededor suenan las sirenas de las ambulancias que entran al hospital; algunas familias buscan un lugar seguro después del terremoto y se tienden en el pasto. Cientos de personas caminan por Cuauhtémoc. A la entrada del metro Centro Médico todavía se pueden comprar cigarros, pastillas y chicles de menta, botellas de agua. Se dice que se derrumbó un edificio en Coahuila casi esquina con Cuauhtémoc… y es verdad; se desvaneció de espaldas sobre un estacionamiento. Se dice que por Plaza Insurgentes cayó otro… y también es verdad, en la esquina de Medellín y San Luis Potosí. En la planta baja de este último edificio había una tienda de colchones, a la que hace como cuatro meses fui a buscar una almohada; me acosté en un colchón que las vendedoras insistieron que probara porque estaba de oferta: 40 por ciento de descuento. No compré ni el colchón ni la almohada. Ahora trato de recordar alguno de los rostros de las tres vendedoras. No puedo. Y siento lo que seguramente sienten también los pájaros cuando tiembla.
5
En la calle de Amsterdam se cayó otro edificio. Cuando la tarde del martes 19 de septiembre de 2017 se camina cerca del parque México se puede ver a cientos de voluntarios que se desplazan para llegar al lugar donde cargarán escombros. Dos largas filas de hombres, junto a un Superama, van pasando de mano en mano piedras medianamente grandes, cubetas con cemento destruido y con varillas retorcidas en pedazos; del otro lado, pegadas al camellón, las mujeres pasan también, de mano en mano, las cubetas vacías de regreso. Es una maquinaria de brazos y voluntades que se descompone y recompone, dependiendo de la velocidad con la que se llenan y vacían las cubetas. Todas y todos con tapabocas. Comienzan a organizarse los turnos de los que van a la “zona cero”, los que bajarán a las cavernas de la pesadilla a picar piedra en el lugar donde se dice que todavía hay personas enterradas con vida. Al caer la noche, dos mujeres, una niña como de diez años y un hombre, ofrecen atole y tamales en la esquina de Amsterdam y Michoacán. Mientras, unos policías cuidan el Superama ya cerrado para que no lo vayan a saquear los que pican piedra o los que sólo están mirando o los que van pasando o los que alzan el puño para guardar silencio y sacar de los escombros a personas vivas… La zona 3 está a oscuras, dicen que en la colonia Escandón están asaltando tiendas y farmacias. Es la fiesta en las sombras de los rumores atemorizantes.
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¿Qué se dice después de un terremoto? No puedo dejar de pensar en los pájaros… y en la muerte que vibraba en los espejos de los edificios como una gelatina.
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El miércoles 20 de septiembre, en la esquina de Insurgentes y San Luis Potosí, a una calle del edificio caído donde se encontraba la tienda de colchones, cientos de voluntarios arman bolsas con una torta, un jugo pequeño de caja y una bolsa de galletas. La ayuda desborda la mañana: montañas de medicinas, comida, botellas de agua, sándwiches de atún que hay que comerse rápido para que no se descompongan; tráfico de cascos y palas; una familia que dice venir de Ecatepec monta sobre Insurgentes casi esquina con Sonora una formidable cocina ambulante y gratuita en la que invitan a comer a todas y todos los que llevan cascos, carretillas y palas. Por la noche, la ondulación de las palabras de una hermana, que le grita con megáfono a su hermano enterrado en los escombros, mantiene en un silencio colosal la esquina de Medellín y San Luis Potosí.
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Es la tarde del jueves 21 de septiembre y hay que llevar herramientas de la calle San Luis Potosí a una esquina del parque España en la que se almacena equipo de rescate; un punto muy cercano al inmueble derrumbado en Álvaro Obregón 286. Cien carretillas, cien chalecos, cien palas. En la esquina de Sonora y calle México se vislumbra un edificio ya desalojado; en el segundo piso de este edificio, en un balcón resquebrajado también por las grietas, se ve a un hombre en shorts y playera sentado en una silla, con audífonos y lentes oscuros, bebiendo una cerveza; le esperan cinco botes más de Victorias. Al pie del balcón del hombre que se ha quedado dentro del edificio lastimado, soldados de la Marina piden a los que transitan por la calle apagar los celulares porque hay una fuga severa de gas. El hombre en el balcón prende un cigarrillo. Le gritan que lo apague, pero él no hace caso y su figura es todavía más desconcertante; la ausencia de explicaciones en medio del abismo que ya no es abismo. Quizás, simplemente, somos para ese hombre un estanque absurdo de vidas que el terremoto transformó en nobles bestias de carga.
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La misma noche del jueves 21 de septiembre, la policía y los militares ya controlan el perímetro alrededor del edificio derruido de la esquina de San Luis Potosí y Medellín. Se necesitan 100 litros de gasolina para los generadores de luz que alumbran los trabajos de rescate. Ya han sido increpados los militares porque restringen el tránsito de voluntarios en la zona 1; los brigadistas les han gritado que quienes salieron a buscar a los sobrevivientes en los escombros han sido ellos, esto también ante el rumor de que las autoridades ya quieren suspender la búsqueda y meter maquinaria pesada para “limpiar” el lugar. Ingenieros muy jóvenes de la UNAM y de la Universidad Iberoamericana revisan, incluso a medianoche, edificios en la colonia Roma Norte. Una familia ofrece café y pan dulce en la esquina de Monterrey y San Luis Potosí, que es hasta donde llega el cerco militar; una anciana acepta una banderilla azucarada como si ese acto fuera también un hábito triste que no tiene ni principio ni fin en la historia de la humanidad.
10
Dicen que, frente a la Facultad de Economía, en la Ciudad Universitaria de la UNAM, del lado de las Islas, justo cuando ocurría el terremoto, una estudiante de nombre Diana o Thalía tocaba en el saxofón una melodía quemada sin melancolía ni tragedia y que no dejó de tocar a pesar del sismo. Me gusta pensar que esta imagen es falsa, que hay un elemento absolutamente trágico y romántico en la reproducción de la anécdota, que es el fantasma de un viejo deseo de permanencia de la especie: la ciudad golpeada que se hunde en los escombros y en el humo que sale de su propia catástrofe, mientras alguien también se hunde en la misma ciudad de mantequilla tocando las notas de la negra cópula de la muerte.
¿Quiénes somos cuando los ojos de un terremoto nos miran de frente y nos vuelven de polvo o de piedra o simplemente nos regresan al mundo para volverlo a deshabitar con una lentitud casi imperceptible?